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El hombre rico visitaba la tumba de su hija todos los fines de semana, hasta que un día, de repente, apareció una niña pobre. Señaló la lápida y, con toda naturalidad, dijo: —Señor… la muchacha que está aquí vive cerca de mi casa. El hombre, sorprendido y sin pensarlo dos veces, siguió a la niña apresuradamente, y fue entonces cuando quedó completamente impactado al descubrir que…

CAPÍTULO I: LA NIÑA QUE SEÑALÓ LA TUMBA


El sonido seco del viento arrastrando polvo rojo entre las lápidas rompía el silencio del cementerio de Santa Rosa, en las afueras de Guadalajara. Eran apenas las siete de la mañana de un domingo, y el sol comenzaba a elevarse, proyectando sombras largas sobre las cruces de hierro y las tumbas de mármol gastado.

Don Alejandro Rivera caminaba despacio, con la espalda recta y el rostro endurecido por los años. Vestía un traje oscuro perfectamente planchado, fuera de lugar entre aquel paisaje humilde. En sus manos sostenía, como cada semana desde hacía diez años, un ramo de crisantemos blancos.

Se detuvo frente a una tumba.

María Isabel Rivera (2002–2012)
“Fuiste la luz de mi vida.”

Don Alejandro se arrodilló con dificultad. Sus rodillas ya no eran las de antes, pero jamás se permitía fallar. Dejó las flores, limpió el polvo de la lápida con un pañuelo y murmuró:

—Perdóname por llegar tarde otra vez, hija… el tráfico estaba imposible.

El viento sopló más fuerte, haciendo temblar las veladoras.

Entonces, una voz pequeña quebró el aire.

—Señor…

Don Alejandro se giró bruscamente.

Detrás de él estaba una niña delgada, de no más de siete años. Tenía los pies descalzos, llenos de tierra, y un vestido viejo que alguna vez fue amarillo. Sus ojos oscuros lo miraban sin miedo.

—¿Quién eres? —preguntó él, sorprendido—. No deberías estar aquí sola.

La niña levantó lentamente el brazo y señaló la tumba.

—La señora que vive aquí… —dijo con total naturalidad— vive cerca de mi casa.

El corazón de Don Alejandro dio un salto violento.

—¿Cómo dices? —susurró—. Eso no tiene sentido.

La niña encogió los hombros.

—Ella viene todas las noches. Se para en la puerta y mira la calle. A veces me sonríe.

Un escalofrío recorrió la espalda del hombre.

—¿Y… qué te dice? —preguntó, luchando por mantener la calma.

—Que está esperando a su papá —respondió la niña—. Dice que él siempre está ocupado.

El silencio se volvió pesado, casi irrespirable.

—¿Dónde vives? —preguntó Don Alejandro, con la voz rota.

La niña apuntó hacia el sur.

—Cerca del basurero de El Mirador.

Don Alejandro se levantó de golpe.

—Llévame —ordenó—. Ahora.

El camino hacia El Mirador parecía otro mundo. Las calles asfaltadas desaparecieron, reemplazadas por senderos de tierra. Casas de lámina, madera y cartón se apilaban unas contra otras. El olor a humo, basura y humedad impregnaba el aire.

Don Alejandro jamás había estado allí.

—¿Cómo te llamas? —preguntó mientras caminaban.

—Lucía.

—¿Y tus padres?

—Mi mamá está enferma. Mi papá… no volvió.

Llegaron a una casa inclinada, sostenida por tablas.

—Es aquí.

Dentro, una mujer muy delgada yacía sobre una cama de metal. Al ver a Don Alejandro, intentó incorporarse.

—¿En qué puedo ayudarlo, señor?

Don Alejandro no respondió. Sus ojos se clavaron en la pared.

Allí había un dibujo infantil: una niña con vestido blanco, una flor en el cabello y una sonrisa melancólica.

Era María.

—¿Quién hizo eso? —preguntó con un hilo de voz.

Lucía respondió:

—Ella me dijo cómo dibujarse.

La mujer palideció.

—Mi hija dice cosas raras… habla sola —murmuró—. Perdónela.

Don Alejandro se arrodilló frente a Lucía.

—¿Cómo se llama la niña que ves?

Lucía pensó un momento.

—María. Dice que extraña mucho a su papá.

El mundo de Don Alejandro se derrumbó en silencio.

CAPÍTULO II: LO QUE LOS MUERTOS NO PUEDEN DECIR


Esa noche, Don Alejandro no pudo irse. Algo lo mantenía anclado a esa casa frágil, como si salir significara perderlo todo otra vez.

La madre de Lucía tosía sin parar.

—No entiendo por qué un hombre como usted se queda aquí —dijo con desconfianza.

—Porque necesito entender —respondió él—. Porque le fallé a alguien.

Lucía estaba sentada en el suelo, dibujando.

—¿Ella vendrá hoy? —preguntó Don Alejandro.

—Siempre viene —respondió la niña—. Cuando la calle se queda callada.

Cerca del amanecer, el aire se volvió frío.

La puerta crujió.

Una figura suave, casi luminosa, apareció en el umbral.

—Papá…

Don Alejandro cayó de rodillas.

—Perdóname, María… yo debía estar contigo.

—Lo estuviste —respondió ella con dulzura—. Pero olvidaste mirar a los demás.

—No sabía… no vi…

—Ahora ves —dijo ella—. Y eso basta.

La luz comenzó a disiparse.

—Cuida de Lucía —susurró María—. Ella también es una hija.

Y desapareció con el amanecer.

Don Alejandro lloró en silencio, por primera vez sin vergüenza.

CAPÍTULO III: CASA MARÍA


Meses después, El Mirador ya no existía.

En su lugar se levantaba un conjunto de casas sencillas pero firmes, una escuela pintada de colores y un centro médico. Un letrero decía:

Casa María

Don Alejandro había vendido fábricas, autos, propiedades. Por primera vez, su nombre no estaba en anuncios de tequila, sino en libros escolares.

Lucía corría por el patio.

—¡Papá Alejandro! —gritó, abrazándolo.

Él sonrió.

Cada domingo seguía visitando el cementerio. Dejaba flores… y un juguete.

—Gracias, hija —susurraba—. Por enseñarme a ver.

El viento movía los crisantemos.

Y por primera vez en diez años, Don Alejandro sintió paz.

FIN

‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.

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