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Mi exesposo pasó más de diez años echándome toda la culpa por nuestro matrimonio sin hijos. El otro día, por casualidad, nos encontramos en una clínica. Señaló a su nueva esposa, que estaba embarazada, y sonrió con burla: —Ella sí puede darme un hijo, tú no. Estaba seguro de que yo iba a sentirme destrozada y humillada. Pero yo solo lo miré fijamente a los ojos, sonreí con calma y le dije la frase que llevaba años esperando decir: —El doctor me dijo que estoy completamente bien. Y tú… ¿alguna vez te has hecho revisar?

CAPÍTULO 1 – LA SALA DE ESPERA


El ventilador del techo giraba con un sonido cansado, como si también él llevara años esperando algo que nunca llegaba. El calor seco de Guadalajara se colaba por las ventanas de la Clínica San Rafael, mezclándose con el olor a desinfectante y café viejo. Yo sostenía mi carpeta médica con ambas manos. El cartón estaba doblado en las esquinas, amarillento por el tiempo. Doce años. Doce años desde la última vez que crucé esa puerta.

Y entonces lo escuché.

—¿Lucía?

Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Sentí un leve escalofrío recorrerme la espalda. Alcé la vista despacio, como si temiera confirmar lo que ya sabía.

Ahí estaba Alejandro.

Más canas, el mismo traje oscuro, la misma postura segura. A su lado, una mujer joven, con un vestido claro que marcaba sin pudor su vientre redondo. Ella sonreía, apoyada en su brazo, ajena al peso de la historia que yo veía caer sobre nosotros.

—Qué coincidencia —dijo él, con una sonrisa ladeada—. Venimos al control del embarazo.

Señaló el vientre de su esposa como quien muestra un trofeo. Varias personas en la sala voltearon a mirarnos. Sentí esas miradas, curiosas, evaluadoras, como agujas invisibles.

—Ella sí puede darme un hijo —añadió, bajando la voz—. Para que veas que el problema nunca fue mío.

Esperó.

Esperó verme quebrar, bajar la cabeza, justificarme como lo hice tantas veces ante su familia, ante su madre rezando rosarios, ante sus tías murmurando en la cocina: “Pobrecito Alejandro, con una mujer así…”

Pero no ocurrió.

No sentí dolor. Sentí cansancio. Un cansancio profundo, antiguo.

—Felicidades —dije al fin, sorprendida por la firmeza de mi voz—. De verdad.

Alejandro frunció el ceño. Aquello no era la reacción que buscaba.

—El doctor fue claro conmigo hace años —continuó—. Tú no podías tener hijos.

Lo miré a los ojos. Sin rabia. Sin miedo.

—¿Ah, sí? —respondí—. El mío dijo que estoy perfectamente sana.

La sonrisa se le congeló.

El silencio se extendió entre nosotros como una grieta. La mujer embarazada nos miró a ambos, incómoda.

—Alejandro… —murmuró ella.

Yo respiré hondo y añadí, con suavidad calculada:

—Solo hay algo que siempre me pregunté… ¿tú alguna vez te hiciste estudios?

El nombre de Alejandro resonó entonces desde la puerta del consultorio. La enfermera lo llamó con voz neutra.

Él no respondió de inmediato. Tragó saliva. Soltó el brazo de su esposa y caminó hacia la puerta con rigidez.

Yo me senté. Crucé las manos sobre la carpeta. Esperé.

Treinta minutos después, la puerta volvió a abrirse.

Alejandro salió distinto. Más pequeño. Más viejo.

No necesité escuchar palabras.

Su rostro lo decía todo.

CAPÍTULO 2 – LAS HERIDAS DEL SILENCIO


Mientras Alejandro estaba dentro del consultorio, mi mente regresó al pasado con una claridad dolorosa.

Recordé nuestra casa en Guadalajara, las paredes siempre impecables, el altar con la Virgen de Guadalupe que su madre insistió en colocar “para atraer bendiciones”. Recordé las cenas familiares, las preguntas disfrazadas de preocupación.

—¿Y para cuándo el bebé, Lucía? —decía su tía Carmen, sonriendo demasiado.

Alejandro nunca me defendió. Nunca dijo: “Aún no es el momento” o “Estamos bien así.” Guardaba silencio. Y su silencio pesaba más que cualquier insulto.

Cuando el médico sugirió estudios para ambos, Alejandro se negó.

—No hace falta —dijo—. Es obvio.

Y yo le creí.

Me culpé. Me disculpé. Me rompí en silencio.

Después vino el divorcio. “De mutuo acuerdo”, dijeron. Pero solo yo cargué con la vergüenza.

Me fui a Oaxaca para empezar de nuevo. Enseñar literatura me salvó. Los libros me devolvieron palabras cuando yo ya no tenía voz. Aprendí a perdonarme, aunque nunca dejé de preguntarme si la historia pudo ser distinta.

Un murmullo en la sala de espera me devolvió al presente.

La esposa de Alejandro hablaba en voz baja con él. Sus ojos estaban llenos de miedo.

—¿Qué te dijo el doctor? —preguntó ella.

Alejandro negó con la cabeza.

—Luego hablamos —respondió seco.

Yo me levanté. Sentí que ya no había nada más que esperar.

—Lucía —me llamó él, casi en un susurro.

Me detuve.

—Yo… —titubeó—. Nunca pensé…

—Lo sé —lo interrumpí—. Nunca pensaste en mí.

Nos miramos por última vez. No había victoria en mi pecho. Solo una paz tranquila, serena.

—Cuida la verdad —le dije—. Aunque llegue tarde.

Salí de la clínica.

El sol de Guadalajara me envolvió. La vida seguía. Y yo también.

CAPÍTULO 3 – BAJO EL MISMO SOL


Caminé sin prisa por la calle. El sonido de un mariachi llegaba desde la plaza cercana. Una trompeta alegre, desafiante. Sonreí.

No sentía rencor. Sentía alivio.

Durante años pensé que necesitaba una disculpa. Ahora entendía que solo necesitaba la verdad.

Mi teléfono vibró. Un mensaje de una colega de Oaxaca:

—Lucía, tus alumnos preguntan cuándo regresas. Te extrañan.

Escribí de vuelta:

—Mañana. Ya resolví algo pendiente.

Miré el cielo azul, limpio, inmenso.

Guadalajara seguía siendo la misma ciudad que me vio caer… y ahora, también, la que me veía levantarme.

No necesitaba que Alejandro admitiera nada en voz alta. Su silencio era suficiente.

Respiré hondo.

Y seguí caminando, ligera, bajo el mismo sol que nunca dejó de brillar para mí.

‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.

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