CAPÍTULO I – LA NOCHE QUE LO CAMBIÓ TODO
El viento golpeaba la carrocería de la camioneta como si quisiera arrancarla del asfalto. La carretera de Sonora, larga y solitaria, se perdía entre el desierto oscuro del norte de México. No había luces, no había casas. Solo lluvia, truenos y una tormenta que parecía no tener fin.
Javier Morales apretaba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. Tenía treinta y dos años, pero esa noche parecía cargar encima muchos más. El sudor le corría por la frente, mezclándose con la lluvia que se filtraba por una ventana mal cerrada.
A su lado, Lucía, su esposa, sostenía su vientre de cinco meses. Respiraba con dificultad.
—Javier… por favor —dijo con voz temblorosa—. Me duele mucho. Creo que algo no está bien. Detente un momento.
Javier no respondió de inmediato. Aceleró un poco más, como si huir del problema pudiera hacerlo desaparecer.
—Siempre igual —murmuró con rabia contenida—. Siempre quejándote.
Lucía tragó saliva. No quería llorar. Había aprendido que las lágrimas solo empeoraban las cosas.
—No es una queja —insistió—. Es nuestro hijo… tengo miedo.
La palabra hijo fue la chispa.
Javier golpeó el volante con la palma de la mano.
—¡¿Nuestro hijo?! —gritó—. ¿Tú sabes cuántas deudas tengo? ¿Sabes que me corrieron de la mina hace dos semanas? ¡Todo se vino abajo desde que quedaste embarazada!
El trueno retumbó justo encima de ellos. La camioneta dio un pequeño salto.
—Yo te apoyé siempre —respondió Lucía, con voz quebrada—. Dejé mi trabajo, me fui contigo al desierto… Nunca te reproché nada.
Javier rió con amargura.
—Claro, porque ahora dependes de mí. ¡Eso te conviene!
Lucía lo miró. En sus ojos había miedo, pero también decepción.
—No eres el hombre del que me enamoré.
Esa frase fue la última gota.
Javier pisó el freno de golpe. La camioneta derrapó unos metros y se detuvo en el acotamiento. Sin apagar el motor, se bajó bajo la lluvia intensa, abrió la puerta del copiloto y jaló el brazo de Lucía.
—¡Bájate!
—¡Javier, estás loco! —gritó ella—. ¡Está lloviendo, mira cómo está el camino!
—¡Bájate ahora mismo! —rugió—. ¡Estoy ciego por haberte elegido!
Lucía perdió el equilibrio y cayó de rodillas sobre el asfalto mojado. El dolor la atravesó, pero aún así protegió su vientre con ambas manos.
—Por favor… no me dejes aquí —suplicó—. Hay tormenta… tengo frío…
Javier dudó apenas un segundo. Sus ojos se cruzaron con los de ella. Pero el orgullo y la ira fueron más fuertes.
—Camina un poco, así se te quita el drama —dijo con frialdad.
Cerró la puerta de un golpe, subió a la camioneta y arrancó. En el espejo retrovisor vio a Lucía hacerse cada vez más pequeña, arrodillada bajo la lluvia, llamándolo.
No miró atrás otra vez.
CAPÍTULO II – EL REGRESO
Dos horas después, la carretera seguía igual de oscura, pero algo dentro de Javier había cambiado.
La rabia se había disipado, dejando un vacío incómodo. Cada kilómetro recorrido le pesaba más que el anterior. Las palabras de Lucía resonaban en su cabeza.
“Tengo miedo.”
“Es nuestro hijo.”
—Maldita sea… —murmuró.
Bajó la velocidad. Encendió las intermitentes. Finalmente, dio la vuelta.
—Solo voy a ver si está bien —se dijo—. Luego cada quien por su lado.
Pero el corazón le latía con fuerza, como si supiera que ya era demasiado tarde.
Cuando llegó al punto donde la había dejado, las luces de su camioneta iluminaron una escena que no esperaba.
Había una patrulla detenida, luces encendidas. Más adelante, un camión de carga con las puertas abiertas. Y en el suelo, cubierta con una manta térmica, estaba Lucía.
Javier frenó de golpe. Bajó del vehículo, sintiendo que las piernas no le respondían.
—¿Lucía? —susurró.
Un hombre robusto, con chamarra empapada, lo miró con expresión grave.
—¿Usted es familiar? —preguntó.
Javier no pudo hablar. Asintió.
Un policía se acercó.
—Ella fue encontrada hace aproximadamente una hora —dijo con voz profesional—. Un trailero la vio caminando bajo la tormenta. Estaba muy débil.
Javier avanzó unos pasos. Vio el rostro pálido de Lucía, inmóvil. A su lado, una paramédica sostenía un pequeño bulto del que provenía un llanto débil.
—No… no… —balbuceó Javier—. ¿Qué pasó?
El policía respiró hondo.
—Entró en trabajo de parto prematuro debido al estrés y al frío. El bebé está vivo.
Javier levantó la mirada, con una chispa de esperanza.
—¿Y ella?
El silencio fue la respuesta.
—Hicimos todo lo posible —continuó el oficial—. Pero su cuerpo no resistió.
Javier cayó de rodillas. El sonido de la lluvia se mezcló con el llanto del recién nacido.
—Yo… yo la dejé aquí… —confesó, apenas audible—. Fue mi culpa.
El trailero habló entonces:
—Antes de irse… ella despertó un momento. Me agarró la mano y me dijo: “No me importa lo que me pase, solo salve a mi hijo.”
Javier cubrió su rostro. El peso de esas palabras lo aplastó.
La tormenta seguía cayendo, pero ya no era lo más fuerte esa noche.
CAPÍTULO III – LO QUE QUEDA DESPUÉS
Un año después, el desierto parecía más silencioso.
Cerca de Hermosillo, en un pequeño panteón rodeado de cactus, Javier sostenía a un niño de grandes ojos oscuros. Mateo dormía en sus brazos, ajeno al mundo.
Frente a ellos, una cruz sencilla de madera.
Lucía Ramírez de Morales.
—Hola… —susurró Javier—. Perdón por llegar tarde otra vez.
Mateo se movió ligeramente. Javier lo acomodó con cuidado.
—Se parece a ti —continuó—. Tiene tus ojos. Cuando llora, siento que el pecho se me parte… pero no me molesta. Es lo único que me mantiene de pie.
Desde aquella noche, Javier había cambiado su vida por completo. Vendió la camioneta, dejó la ciudad y consiguió trabajo en un taller mecánico. No bebía. No salía. Todo giraba alrededor de ese niño.
—A veces sueño contigo —confesó—. En el sueño me miras… no me reclamas nada. Eso duele más.
El viento del desierto movía suavemente las flores secas.
—Yo no estaba ciego cuando me casé contigo —dijo, con la voz rota—. Estaba ciego cuando no supe cuidarte.
Mateo abrió los ojos y emitió un pequeño sonido. Javier sonrió entre lágrimas.
—Te lo prometo —dijo mirando la tumba—. Nunca voy a fallarle como te fallé a ti.
A lo lejos, la carretera de Sonora seguía extendiéndose, silenciosa, como un recuerdo imposible de borrar. Un recordatorio eterno de que una sola decisión, tomada en un momento de ira, puede marcar para siempre el destino de muchas vidas.
Javier se quedó allí un rato más, hasta que el sol empezó a caer, abrazando a su hijo, cargando con la culpa… y con el amor que aprendió demasiado tarde.
‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.
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