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La mamá solo pidió un poco de dinero para poder regresar al pueblo, pero la hija puso mil pretextos para negarse y hasta dejó de mandarle el apoyo mensual. Lo que nunca imaginó fue que, apenas unos días después, los familiares del pueblo llamarían con una noticia que le cayó como un balde de agua fría…

CAPÍTULO 1 – EL TELÉFONO QUE NO DEBIÓ SONAR


El cielo de la Ciudad de México parecía una herida mal cerrada. Gris, pesado, colgado sobre los edificios como un presagio. En el pequeño departamento de Iztapalapa, Lucía Hernández, treinta y dos años, tecleaba con furia frente a su computadora portátil mientras sostenía el teléfono con la otra mano. Su mandíbula estaba tensa, los labios apretados.

—Mamá, dime rápido, estoy en medio de algo —dijo sin disimular la impaciencia.

Del otro lado de la línea, la voz de María Hernández, sesenta y dos años, llegaba débil, atravesada por el canto de un gallo y el viento que rozaba los campos de maíz de Oaxaca.

—Lucía… hija… solo quería pedirte un poquito de dinero —dijo con cuidado, como quien pisa tierra frágil—. Quiero regresar al pueblo unos días. Ya van diez años desde la muerte de tu abuelo. Quisiera ponerle flores.

Lucía cerró los ojos. En su cabeza se amontonaban cifras: renta, transporte, cursos, comida. Había luchado demasiado para salir de la pobreza como para volver a mirar atrás.

—Mamá, ahorita no puedo —respondió—. Los boletos están caros, y cuando vas al pueblo siempre gastas más de la cuenta. Este mes no me alcanza.

—No es mucho, hija… lo prometo —insistió María, con un hilo de esperanza.

Lucía suspiró, mirando su reflejo cansado en la pantalla apagada del celular.

—Todo está subiendo de precio, mamá. Mi trabajo todavía no es tan estable como crees. Además, ¿para qué ir? Ya rezaste otras veces. Mejor descansa en casa.

Hubo un silencio largo, incómodo. Lucía casi pudo imaginar a su madre sentada en la silla de madera, con las manos juntas, mirando el suelo de tierra.

—Está bien… como tú digas —murmuró María.

La llamada terminó sin despedidas. Esa noche, Lucía, molesta y convencida de tener razón, entró a su banca móvil y canceló la transferencia mensual que enviaba a su madre.

“Ya es hora de que aprenda a arreglárselas sola”, pensó, mientras apagaba la luz.

Tres días después, en una sala de juntas llena de voces y pantallas, el teléfono de Lucía vibró una y otra vez. Un número desconocido. Oaxaca.

—No ahora… —susurró, pero algo en el pecho la obligó a contestar.

—¿La señorita Lucía Hernández? —preguntó una voz masculina, áspera.

—Sí… soy yo. ¿Quién habla?

—Llamamos del pueblo San Miguel. Su mamá… la señora María… falleció.

El mundo se detuvo.

—¿Qué? No… no puede ser —balbuceó—. Yo hablé con ella hace días.

—Después de esa llamada, vendió su anillo de matrimonio para comprar un boleto —explicó el hombre con voz grave—. En el camino, durante el viaje nocturno por la sierra, se sintió mal. Cuando el camión llegó… ya no reaccionaba.

Lucía no escuchó el final. El aire no entraba en sus pulmones. Las voces de la sala se alejaron, como si estuviera bajo el agua.

—En su bolsa encontramos esto —continuó el hombre—: su número de teléfono… y doscientos pesos doblados con cuidado.

El teléfono cayó de sus manos.

CAPÍTULO 2 – LA CASA VACÍA


El camino a Oaxaca parecía interminable. Montañas verdes, curvas cerradas, nubes bajas. Lucía miraba por la ventana sin ver nada. Tres días antes había negado ayuda. Ahora regresaba demasiado tarde.

San Miguel la recibió con calles de tierra roja y casas de adobe. El olor a copal y cempasúchil flotaba en el aire: se acercaba el Día de Muertos.

La casa de su madre estaba abierta, silenciosa. Sobre una mesa improvisada, la fotografía de María: rostro cansado, ojos bondadosos.

—Era muy trabajadora —dijo una vecina—. Siempre hablaba de ti, de lo lejos que habías llegado.

Lucía apretó los dientes. No respondió.

Durante el velorio, apenas probó comida. No lloraba. El dolor era seco, inmóvil.

Una tía se le acercó al final.

—Esto es para ti —dijo, entregándole una bolsa de tela gastada—. Tu mamá pidió que te la diera.

Dentro había una libreta de ahorros vieja y una carta doblada.

Lucía abrió la carta con manos temblorosas.

“Hija mía:
Sé que estás cansada. Nunca te culparé.
Yo solo quería volver a donde nací, para descansar cerca de mis padres cuando llegue el momento.
En esta libreta está lo que ahorré durante diez años. Era para ti.
Para que no sufras tanto como yo.
Si no alcanzo a dártelo, no estés triste.
Con saber que estás bien, me basta.”

Las lágrimas llegaron de golpe. Lucía cayó de rodillas frente al altar, sollozando.

Más de trescientos mil pesos. Ahorros de tortillas vendidas, casas limpiadas, niños cuidados.

—¿Por qué… por qué no te escuché? —susurró.

Esa noche, soñó con su madre sentada en el campo, sonriendo, como si nada doliera ya.

CAPÍTULO 3 – EL REGRESO


Lucía se quedó en San Miguel semanas enteras. Ayudó a reparar el techo, aprendió a preparar mole, acompañó a los vecinos al campo.

Por primera vez, entendió el peso del sacrificio.

Un año después, renunció a su trabajo en la capital. Con los ahorros de su madre abrió un pequeño centro comunitario donde los niños aprendían a grabar historias, a contar quiénes eran.

En la pared colgó una foto vieja: María, bajo el sol, cubriéndose los ojos con la mano.

Cada mes, Lucía volvía al pueblo. Encendía velas, dejaba flores.

—Perdóname, mamá —decía en voz baja—. Ya regresé.

Y el viento entre los maizales parecía responderle en silencio.

‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.

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