CAPÍTULO I – LA LLAMADA
El teléfono sonó cuando la tormenta golpeaba con furia los ventanales del taller. El estruendo del trueno se mezcló con ese sonido agudo que yo llevaba quince años temiendo.
No contesté de inmediato. Miré la pantalla. Número desconocido.
—Contesta, Andrés —me dije en voz baja—. Sea lo que sea, ya no puede doler más.
—¿Bueno? —respondí al fin.
Al otro lado, una respiración cansada. Luego, una voz de mujer, firme pero cargada de algo que reconocí al instante: compasión.
—¿El señor Andrés Martínez?
—Sí… soy yo.
—Le llamo del Hospital General de Puebla. ¿Es usted familiar de Lucía Martínez?
El nombre cayó como un golpe seco en el pecho. Quince años sin pronunciarlo en voz alta, y ahora regresaba así, sin aviso, sin permiso.
—¿Lucía…? —mi garganta se cerró—. Sí. Soy su hermano.
Hubo un silencio breve, profesional.
—Lamento informarle que su hermana falleció esta mañana durante el parto. Dio a luz a dos bebés. Usted es el único familiar registrado.
El mundo se inclinó. Tuve que apoyarme en la mesa de trabajo para no caer. El ruido de la lluvia se volvió lejano, como si estuviera bajo el agua.
—¿Falleció…? —repetí, sin entender—. ¿Está segura?
—Lo siento mucho, señor Martínez.
No grité. No lloré. Simplemente colgué.
Horas después, estaba sentado en un autobús nocturno rumbo a Puebla, con las manos temblando y la mente llena de preguntas que nadie podía responder. ¿Por qué ahora? ¿Por qué así?
Lucía se había ido el mismo día que enterramos a mamá, en Oaxaca. Tenía veintiséis años. Yo, diecinueve. Recuerdo haberla buscado entre la gente del panteón, entre las coronas de cempasúchil y el humo del copal.
—¿Has visto a tu hermana? —me preguntaban los vecinos.
Yo negaba con la cabeza.
Ella nunca volvió.
Durante quince años cargué con esa ausencia como una piedra. Me fui a la Ciudad de México, aprendí a ser electricista, me casé, me divorcié. Aprendí a no mencionar su nombre. Pero cada Día de Muertos, al poner la foto de mamá en el altar, dejaba un espacio vacío. Para Lucía. Por rabia. Por dolor. Por costumbre.
En el hospital, el olor a desinfectante me revolvió el estómago. Una enfermera joven me guió por un pasillo largo.
—¿Está preparado para ver a los bebés? —preguntó con suavidad.
—No lo sé —respondí con honestidad—. Pero no tengo opción.
En la sala de neonatos, dos pequeñas cunas transparentes. Un niño. Una niña. Tan frágiles que daban miedo. Cuando los tomé en brazos, sentí algo romperse dentro de mí.
—Son fuertes —dijo la enfermera—. Como su madre.
Al escuchar eso, algo en mi pecho se apretó.
Otra enfermera se acercó con un sobre amarillento.
—Su hermana dejó esto. Dijo que se lo entregáramos si usted venía.
Mis manos temblaron al abrirlo.
“Hermano mío…”
Las palabras se deslizaban como cuchillas.
Lucía escribió sobre el día que mamá murió. Sobre el miedo. Sobre el embarazo secreto. Sobre la enfermedad del corazón que compartía con ella.
—No me fui porque no te quisiera —leí en silencio—. Me fui porque no podía soportar verte cargar con todo.
Sentí que las lágrimas, reprimidas durante años, finalmente encontraban salida.
El capítulo de mi vida que creía cerrado acababa de abrirse de golpe.
Y apenas estaba comenzando.
CAPÍTULO II – LO QUE NUNCA DIJO
Pasé la noche en una silla de plástico junto a la ventana del hospital, leyendo la carta una y otra vez. Afuera, la lluvia había cesado, dejando un silencio pesado, casi culpable.
“Tenía miedo, Andrés.”
Así empezaba el segundo párrafo.
Lucía contaba cómo supo del embarazo el mismo día que mamá murió. Cómo el médico le habló del corazón, de los riesgos, de la posibilidad de no sobrevivir al parto. Y cómo decidió irse esa misma noche.
—No quería que me vieras débil —escribió—. Ni que sacrificaras tu juventud por mí.
Recordé la última vez que la vi. De negro, con los ojos rojos, firme. Yo le había dicho:
—Ahora solo nos tenemos el uno al otro.
Ella me abrazó fuerte. Demasiado fuerte. Y se fue.
Durante años, la imaginé rehaciendo su vida, olvidándome. Nunca pensé que estuviera sobreviviendo como podía, limpiando casas, vendiendo comida en la calle, escondiendo su miedo.
—Los bebés merecen algo mejor —decía la carta—. Si yo no puedo dárselo, tal vez tú sí.
Al amanecer, un médico se acercó.
—Los niños necesitarán cuidados especiales —me explicó—. No será fácil.
—Nada lo es —respondí—. Pero no están solos.
Tres meses después, regresé a Oaxaca con los gemelos. La casa vieja olía a humedad, pero tenía algo familiar. Mi tía Rosa vino a ayudar.
—Son idénticos a Lucía —dijo, limpiándose las lágrimas—. Sobre todo la niña.
Hubo noches sin dormir. Miedo. Dudas.
—¿Y si no puedo? —le confesé una madrugada.
—Puedes —me respondió—. Ya lo estás haciendo.
Aprendí a cambiar pañales, a preparar biberones, a cantarles canciones que mamá nos cantaba. Poco a poco, el rencor se transformó en comprensión.
Lucía no me abandonó. Me protegió a su manera.
Y yo, sin saberlo, la había esperado todo ese tiempo.
CAPÍTULO III – EL ALTAR
El primer Día de Muertos con los gemelos fue distinto. El altar tenía tres fotos: mamá, Lucía, y una vela pequeña por lo que pudo haber sido.
—¿Quién es ella? —preguntó Mateo, señalando la imagen de su madre.
—Es una mujer valiente —respondí—. Su mamá.
Les conté su historia con palabras simples. Sin culpas. Sin rencor.
—¿Nos quería? —preguntó Luna.
—Más que a nada.
Esa noche, mientras el viento movía el papel picado, sentí algo parecido a la paz.
La herida seguía ahí. Pero ya no sangraba.
Porque entendí que hay amores que no saben quedarse…
pero nunca se van del todo.
‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.
Comentarios
Publicar un comentario