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Aquel año, la temporada de lluvias llegó antes de lo habitual, y el pequeño río que atravesaba el pueblo —normalmente tranquilo— se volvió feroz después de tres días de lluvia incesante. Javier cargaba a Tomás en brazos, mientras Mariela intentaba alcanzar la bolsa de tela donde guardaban los papeles, la foto de su boda y los pocos ahorros que tenían. En un instante de duda, la corriente los sorprendió: el agua se lanzó con furia, arrancó la puerta y los empujó hacia afuera. Javier, desesperado, extendió la mano para sujetar a su esposa, pero la corriente, como si fueran manos gigantes, los separó sin piedad…


En San Miguel del Río, un pequeño pueblo enclavado entre las montañas de Oaxaca, el agua era tanto bendición como amenaza. Durante años, el río Verde había sido la sangre que corría por las venas del valle, regando los campos de maíz y las huertas de aguacate. Pero aquel año, la temporada de lluvias llegó antes, con una furia que nadie recordaba haber visto.

Tres días de lluvia incesante bastaron para transformar el río manso en una bestia desatada. Los truenos retumbaban en las colinas, y las calles de tierra se convirtieron en corrientes de lodo. Las campanas de la iglesia repicaban sin cesar, avisando a los habitantes que buscaran refugio en lo alto.

Javier, el carpintero del pueblo, observaba desde la puerta de su casa cómo el agua comenzaba a trepar los escalones del porche. Tenía los brazos mojados y el corazón apretado. A su lado, Mariela, su esposa, sujetaba con fuerza a Lucía, la mayor, mientras Tomás, el pequeño, dormía entre los brazos de su padre, ajeno al rugido del mundo.

—Tenemos que irnos ya, Javier —gritó Mariela sobre el estruendo del viento—. El río está subiendo más rápido.

—Solo un momento más, amor —respondió él, recogiendo unas tablas, como si aún creyera que podía salvar su taller—. Déjame asegurar la puerta.

Pero no hubo tiempo. Un crujido seco retumbó en el suelo y, en un instante, el agua reventó las ventanas. La casa tembló. Mariela corrió a tomar el bolso de tela donde guardaba los papeles, la foto de la boda y los pocos ahorros que habían juntado. Un relámpago iluminó su rostro: miedo y determinación en un solo gesto.

—¡Javier, vámonos! —gritó.

El carpintero tomó al niño, extendió su otra mano hacia ella, y juntos se lanzaron al agua que ya les llegaba al pecho. Afuera, la corriente rugía como si el cielo entero se hubiera derrumbado sobre el valle.

Intentaron avanzar hacia la colina, pero la fuerza del río era brutal. En un segundo, la corriente los separó. Mariela resbaló, el bolso se le soltó, y un remolino la empujó hacia atrás. Javier trató de alcanzarla, estirando el brazo con desesperación, pero el agua era más fuerte.

—¡Javier! ¡Cuida a los niños… por favor! —gritó ella, antes de que una ola la tragara en la oscuridad.

Aquel grito se quedó suspendido en la noche, más allá del trueno, más allá del miedo.

Dos días después, cuando el sol volvió a salir tímidamente entre las nubes, los vecinos de San Miguel encontraron el cuerpo de Mariela entre unas ramas cerca del cauce bajo. En su mano seguía apretando el bolso de tela. Dentro, además de los documentos empapados y la foto familiar cubierta de barro, había una flor marchita, una margarita blanca.

El padre Ramón ofició el velorio en la pequeña capilla del pueblo. Javier permaneció en silencio todo el tiempo, con los ojos vacíos, sin una lágrima. Lucía se aferraba a su camisa, mientras Tomás, demasiado pequeño para entender, jugaba con una vela encendida.

Después del entierro, el pueblo volvió lentamente a su rutina. Pero Javier no volvió a ser el mismo. Se levantaba antes del amanecer, caminaba hasta la orilla del río y se quedaba ahí, mirando el agua. Algunos decían que hablaba solo. Otros afirmaban que lo habían visto murmurar el nombre de Mariela cuando soplaba el viento.


Por las noches, soñaba con ella vestida de rojo, igual que el día de su boda, de pie en la otra orilla, sonriendo con tristeza.

—No llores, mi amor —le decía su voz—. El agua solo me llevó un poco más lejos.

Pasó un año. El río volvió a su cauce, y los campos verdes renacieron. Javier, sin embargo, decidió marcharse del valle. Empacó unas pocas cosas: las herramientas, el bolso de tela, la foto y un puñado de juguetes que había hecho para sus hijos. Con Lucía y Tomás de la mano, emprendió el camino hacia Sierra Norte, donde un primo le había ofrecido trabajo.

Antes de irse, regresó una vez más al río. El agua estaba tranquila, reflejando el cielo nublado. Colocó unas velas y un ramo de flores blancas sobre la orilla. Susurró:

—Sé que sigues aquí, cuidando de nosotros, Mariela.

Una ráfaga de viento hizo que una de las flores se soltara y flotara río abajo. Pero, en lugar de alejarse, la corriente la devolvió hacia sus pies. Javier sonrió. Era como si ella respondiera, como si dijera: “No te vayas sin despedirte.”

Los años pasaron. Lucía creció y se convirtió en maestra en el pueblo nuevo. Tomás, en aprendiz de carpintero. Javier envejeció sin notarlo; su vida se fue llenando del silencio de la madera, del olor a pino recién cortado, del eco de risas que ya solo existían en su memoria.

Cada temporada de lluvias, en el aniversario de Mariela, los tres volvían a San Miguel del Río. Dejaban flores en el mismo lugar donde Javier había hablado con el viento por primera vez, y juntos entonaban “La Llorona”, como era tradición entre los oaxaqueños. Pero su canto no era de tristeza, sino de recuerdo. Una forma de decirle al río: “No te la llevaste toda.”

Una tarde, mientras el sol caía entre las montañas y el cielo se teñía de naranja, Lucía se acercó a su padre.

—Papá, ¿por qué nunca te volviste a casar?

Javier la miró con ternura. Su cabello, ya canoso, se movía con la brisa.

—Porque tu madre es el viento. Cada vez que sopla, me acaricia el alma.

Lucía sonrió. Sabía que no era una metáfora. En San Miguel, todos creían que los espíritus regresaban con el viento, especialmente en los días previos al Día de los Muertos. Y Javier, más que nadie, lo sentía.


Un día, al limpiar el viejo bolso de tela, Lucía encontró un papel doblado en el fondo. Estaba amarillento, las letras casi borradas. Lo desplegó con cuidado y leyó:

“Dondequiera que esté, deseo que mi familia esté en paz.
Si hay otra vida, te volvería a elegir.”

Lucía se quedó inmóvil, con lágrimas cayendo sobre el papel. Luego corrió hacia su padre, que estaba tallando una mesa en el patio.

—Papá, mira lo que encontré.

Javier tomó el papel entre sus dedos temblorosos. Al leerlo, sonrió sin decir nada. Era la letra de Mariela. No tenía duda.

—Entonces… sí lo escribió —susurró—. Lo sabía. Ella lo sabía.

Guardó el papel dentro del bolso, junto a la foto de su boda. Desde aquel día, Javier dejó de llorar. Cuando llovía, abría las ventanas de la casa y dejaba que el aire entrara, llevando el olor a tierra mojada. Decía que era Mariela visitándolos.

Pasaron más años. Los hijos crecieron, se fueron del pueblo, y Javier quedó solo en su casa de madera, rodeado de recuerdos. El río, ahora más calmado gracias a un dique nuevo, seguía cantando en las noches. A veces, cuando el viento soplaba desde el sur, se escuchaba un murmullo, como una voz femenina que susurraba su nombre.

Una tarde de julio, cuando el cielo se cubrió de nubes oscuras, Javier encendió una vela en el altar donde siempre ponía flores blancas. Se sentó en su silla, con el bolso sobre las rodillas. Afuera comenzó a llover, primero suave, luego con fuerza. Pero él no se movió. Cerró los ojos y escuchó.

Entre el sonido de las gotas, creyó oír una voz que decía:

—El río se llevó mi cuerpo, pero no mi amor.

Sonrió. No había miedo en su rostro, solo calma. Afuera, el viento soplaba con la suavidad de una caricia. Una de las velas parpadeó, y el aroma de las flores llenó la habitación.

Cuando Lucía y Tomás llegaron días después, encontraron la casa en silencio. Javier estaba en su silla, con la cabeza recostada hacia un lado, sosteniendo el bolso contra el pecho. En su rostro, una sonrisa.

En la mesa había una sola flor blanca, fresca, como recién cortada.

Lucía la tomó y la colocó en el altar. El viento entró por la ventana, moviendo las cortinas como si alguien las tocara.

Tomás, con voz quebrada, murmuró:

—Papá ya está con mamá.

Lucía asintió, mirando hacia el río que brillaba a lo lejos.

—Sí… y esta vez, el río no se los llevará.

Cada año, durante el Día de los Muertos, el pueblo de San Miguel del Río enciende velas a la orilla del río Verde. Los niños cantan, los ancianos rezan, y algunos aseguran ver una pareja caminando sobre el agua, tomados de la mano.

Dicen que él lleva una flor blanca, y ella un vestido rojo.
Dicen que sonríen.
Y que cuando el viento sopla desde el valle, puede escucharse un susurro:

“El amor no muere con la corriente.”
“El río puede llevarse todo, menos lo que une al alma.”

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