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Carlos juró serle fiel a Marta, pero la carretera y una sonrisa lo desviaron del camino… hasta que el silencio de ella se volvió el castigo que nunca imaginó.


El amanecer en Chiapas siempre llegaba con el canto de los gallos y el olor a leña húmeda. El cielo se abría lentamente sobre las montañas, pintando de naranja los tejados de lámina y las calles polvorientas. Carlos encendió el motor de su camión, un viejo International que había sido su compañero durante más de diez años. El rugido del motor rompió el silencio del pueblo. Marta, su esposa, salió con una canasta en las manos.

—Te preparé tamales y café —dijo, colocándolos sobre el asiento del copiloto—. Vas a tener un viaje largo, ¿verdad?

Carlos asintió sin mirarla mucho. Siempre le costaba despedirse. Cada vez que arrancaba hacia la carretera, sentía que dejaba un pedazo de su vida atrás.

—Volveré el viernes —prometió, aunque sabía que a veces los encargos se alargaban.

Marta sonrió con esa calma que tenía incluso cuando el dinero no alcanzaba.
—Cuídate, Carlos. Y no manejes de noche, por favor.

Él respondió con un gesto seco y partió. El camino hacia el sur se extendía como una serpiente gris entre cafetales y cerros verdes. La radio sonaba baja, un corrido viejo que hablaba de hombres que se perdieron buscando fortuna.

Durante horas, Carlos condujo en silencio. Las ruedas golpeaban los baches, el aire olía a tierra caliente y gasolina. La soledad de la carretera era un refugio, pero también un castigo. A veces pensaba que su vida entera era un viaje sin destino, una sucesión de días iguales, con los mismos paisajes y los mismos pensamientos.

Cerca del mediodía, el sol caía implacable. En una curva de la carretera vio un pequeño puesto de comida: una lona azul, un par de mesas de madera y el humo de una parrilla. Estacionó el camión y bajó a estirar las piernas.

Una voz femenina lo detuvo:
—¡Pásele, señor! Tengo tacos de barbacoa, recién hechos.

Carlos se volvió. Detrás del humo apareció una joven morena, con los ojos grandes y brillantes, un mandil rojo y el cabello recogido en una trenza. Sonreía con una confianza que desarmaba.

—¿Cómo se llama? —preguntó ella mientras servía los tacos.

—Carlos. ¿Y tú?

—Teresa. Pero todos me dicen Tere. —Le guiñó un ojo—. Se ve que viene de lejos.

Él rió por primera vez en todo el día. Hablar con ella era fácil, casi natural. Tere tenía esa forma de mirar que hacía sentir a cualquiera importante. Mientras comía, le contó que su familia había perdido el rancho por una sequía, y que ahora sobrevivía vendiendo comida a los camioneros.

—No es gran cosa —dijo—, pero me da para vivir... y soñar un poquito.

—¿Soñar con qué? —preguntó Carlos, curioso.

—Con irme de aquí —respondió ella, sin pensarlo—. Tener un negocio propio, algo mío. No pasarme la vida viendo el polvo de los demás.

Carlos la observó en silencio. Había algo en esa voz que lo conmovía. Era la mezcla de fuerza y vulnerabilidad que había olvidado que existía.

Después de comer, le pagó y se despidió, pero antes de subir al camión, Tere lo llamó:
—Oiga, don Carlos… si vuelve por aquí, le guardo un plato especial.

Él sonrió sin prometer nada, pero cuando retomó la carretera, el eco de su voz seguía en su cabeza.

Pasaron las semanas. Cada viaje hacia el sur se volvió una excusa para detenerse en el mismo puesto. Teresa siempre estaba ahí, riendo, bromeando, haciéndole olvidar por unas horas la rutina de su matrimonio. Le contaba historias del pueblo, de los clientes borrachos, de los sueños imposibles que tenía.

Un día, cuando el sol caía sobre los cerros, Carlos le llevó una caja de mangos y refrescos. Ella lo recibió con los brazos abiertos.

—No debió molestarse —dijo con una sonrisa tímida.

—No es molestia. Pensé que te gustaría.

Esa tarde hablaron hasta que cayó la noche. Cuando Carlos se despidió, Teresa se acercó demasiado. El perfume barato que usaba le llenó el aire.
—Cuídate mucho, Carlos —susurró—. No todos los hombres buenos vuelven.

Él se subió al camión con el corazón acelerado. Durante el camino pensó en Marta, en la casa humilde que compartían, en los años de esfuerzo silencioso. Pero la voz de Teresa, dulce y viva, lo perseguía como un canto de sirena.

Con el tiempo, lo inevitable sucedió. Carlos empezó a desviarse de su ruta, a quedarse más horas de las necesarias en el puesto de comida. Le decía a Marta que el trabajo lo retenía, que los encargos eran más largos. Ella no preguntaba, solo asentía con los ojos cansados de quien ya ha aprendido a esperar.

Una tarde lluviosa, Teresa le pidió que la llevara a la ciudad para comprar provisiones. Él aceptó. En el trayecto, entre risas y canciones viejas en la radio, las manos se rozaron. Al llegar, la lluvia los obligó a refugiarse en el camión. Lo demás ocurrió sin palabras.

Después de aquel día, todo cambió. Carlos empezó a vivir dos vidas: una de deber, otra de deseo. Cuando estaba en casa, fingía normalidad; cuando estaba en la carretera, buscaba a Teresa con la ansiedad de un adolescente.

Ella, por su parte, sabía cómo mantenerlo cerca.
—Carlos —le decía mientras se recostaba en su hombro—, podríamos hacer algo bonito juntos. Un negocio, un lugar donde la gente venga a comer, a reír. No quiero vivir de la limosna de los camioneros.

Él la miraba, dividido entre el miedo y la esperanza.
—No tengo tanto dinero, Tere.

—No te pido mucho. Solo una oportunidad —dijo ella, tomándole la mano—. Tú crees en mí, ¿verdad?

Y él, sin saber por qué, asintió.

Esa noche, cuando volvió a casa, Marta lo esperaba con la mesa puesta. Había preparado sopa de fideos y frijoles refritos. Carlos la observó mientras servía los platos. Tenía las manos agrietadas por el trabajo, el rostro sereno pero apagado.

—Te ves cansado —dijo ella, sin reproche.

—El camino ha estado pesado —respondió él, evitando su mirada.

Durante la cena, el silencio se hizo más denso que el vapor del guiso. Carlos quiso decir algo, pero no supo qué. Todo lo que antes le parecía suficiente —la comida caliente, el olor a jabón en las sábanas, el cariño sencillo— ahora le parecía lejano, gris.

Esa noche soñó con Teresa, con su risa, con la promesa de una vida distinta.

Los meses pasaron, y el negocio de Teresa se volvió realidad. Carlos le compró una camioneta usada para que pudiera llevar comida a otros pueblos. Al principio se sintió orgulloso, como si ese pequeño logro le diera sentido a su vida. Pero poco a poco empezó a notar los cambios: Teresa ya no lo esperaba con la misma emoción, hablaba de “clientes nuevos”, recibía llamadas que no contestaba frente a él.

Una tarde, mientras tomaban café en el puesto, Carlos le preguntó:
—¿Todo bien contigo? Te siento distante.

—Ay, Carlos —suspiró ella—, no entiendes. No puedo estar esperándote siempre. Tengo que pensar en mí también.

Él bajó la mirada, confundido.
—Pero todo esto… lo hicimos juntos.

—Tú ayudaste, sí. Pero esto es mi vida —respondió ella, con una frialdad que lo hirió—. No me debes nada, y yo tampoco te debo nada.

Carlos sintió que el suelo se movía bajo sus pies.

—¿Hay otro? —preguntó, con voz temblorosa.

Teresa no respondió. Solo apartó la vista.

En ese momento, un coche blanco se detuvo frente al puesto. Un hombre joven bajó y la saludó con familiaridad.
—¿Lista, Tere? Vámonos, se hace tarde.

Carlos miró la escena sin poder moverse. Teresa tomó su bolso, le dio una sonrisa triste y dijo:
—No hagas esto más difícil. Gracias por todo, Carlos. De verdad.

El sonido del motor alejándose fue como un golpe seco en el pecho.

Carlos se quedó solo, bajo el sol que caía implacable sobre el asfalto. El humo de la parrilla aún flotaba en el aire, pero el puesto ya no tenía vida. Su garganta se secó, y por primera vez en muchos años, sintió vergüenza. Vergüenza de sí mismo, de lo que había perdido, de lo que había traicionado.

Encendió su camión y emprendió el regreso. En la radio sonaba el mismo corrido de siempre, pero esta vez las palabras le dolían. La carretera del sur se alargaba frente a él, infinita y vacía.

El cielo comenzó a nublarse, y con la primera gota de lluvia sobre el parabrisas, supo que nada volvería a ser igual.

CAPÍTULO 2 – EL SILENCIO DE MARTA


El regreso a casa siempre había sido un alivio para Carlos. Pero esa vez, mientras el camión subía la colina hacia el pueblo, sentía un peso distinto en el pecho. El paisaje era el mismo: las chozas dispersas, los niños corriendo descalzos, los perros ladrando al ruido del motor. Todo igual, pero él ya no era el mismo.

El portón de su casa estaba entreabierto. Marta lo esperaba en el patio, barriendo las hojas secas. Al verlo, sonrió con esa dulzura callada que siempre lo había acompañado.

—Llegaste antes de lo que pensé —dijo, apoyando la escoba en la pared.

—Sí... se adelantó la entrega —respondió él, bajando del camión.

Ella se acercó, lo abrazó con suavidad. Su cuerpo olía a jabón y a maíz tostado. Carlos sintió una punzada en el pecho, una mezcla de culpa y ternura.

—¿Comiste? —preguntó ella.

—Un poco en el camino.

—De todos modos te guardé sopa.

Entraron a la casa. Todo estaba limpio, en orden, igual que siempre. En la mesa, un plato cubierto con una servilleta blanca. Carlos se sentó, comió en silencio. Marta se movía despacio, como si temiera romper algo invisible.

—¿Todo bien en la ruta? —preguntó, sin levantar la vista.

—Sí. Todo bien.

Ninguno de los dos dijo más. Solo se oía el ruido del viento entrando por la ventana y el crujido de la madera del techo.

Esa noche, en la cama, Marta se giró hacia él.
—Carlos... ¿tú estás bien?

—Sí, ¿por qué lo dices?

—Te siento lejos. —Su voz tembló un poco—. No digo nada, pero lo noto. Ya no hablas como antes, ya no me miras igual.

Carlos quiso responder, decirle que era solo el cansancio, que todo estaba bien, pero las palabras no salieron. En su mente aparecía el rostro de Teresa, la sonrisa con la que se despidió, la camioneta alejándose.

—Solo estoy cansado, Marta.

Ella asintió, aunque no parecía convencida.

Durante los días siguientes, la rutina volvió, pero algo había cambiado. Carlos hacía esfuerzos por comportarse como antes: arreglaba el camión, ayudaba a Marta en el huerto, iba a misa los domingos. Pero todo le resultaba ajeno. Su cuerpo estaba allí, su alma seguía en la carretera, buscando una voz que ya no lo llamaba.

Una tarde, mientras revisaba el motor, Marta se acercó con una taza de café.
—Te he notado distraído, Carlos. ¿Hay algo que quieras contarme?

Él bajó la mirada.
—No, nada, de verdad.

—Si algo te preocupa, prefiero saberlo.

Carlos apretó los labios. En ese momento comprendió que una confesión solo traería dolor. Calló, y ese silencio fue el comienzo de una distancia que ya no se cerraría.

El domingo, después de misa, Marta fue al mercado. Carlos aprovechó para caminar por el pueblo. En la plaza se encontró con don Felipe, un viejo amigo camionero.

—¡Carlos! —lo saludó con una palmada—. Supe que andabas mucho por el sur, por la zona de Tonalá.

—Sí, he tenido entregas por allá.

—Pues dicen que una muchacha muy guapa tenía un puesto de comida por esos rumbos… pero que se fue con un tipo de la ciudad. —Don Felipe rió—. Dicen que el hombre le compró todo y ella se largó con otro. ¡Qué historias, caray!

Carlos sintió que la sangre le hervía.
—¿Cómo se llamaba ella?

—Tere, creo. Teresa. Una morenita con carácter.

Carlos apretó los puños. No dijo nada, solo se despidió rápido y volvió a casa. En el camino, el aire le ardía en el rostro. Todo el pueblo seguía igual, pero dentro de él algo se quebraba.

Esa noche no cenó. Marta lo miró desde la cocina, en silencio. Quiso preguntarle qué pasaba, pero no lo hizo. La distancia se había vuelto tan gruesa que las palabras ya no podían cruzarla.

Los días se volvieron largos. Carlos ya no hablaba. Solo trabajaba y dormía. Marta, fiel a su naturaleza, no reclamó nada. Lo cuidaba, le servía el café cada mañana, le doblaba la ropa, pero en su mirada ya no había calidez, solo una tristeza tranquila, resignada.

Una tarde, mientras Marta colgaba la ropa, Carlos la observó desde la ventana. Ella movía las manos con precisión, como si cada gesto fuera un acto de resistencia. Y entonces lo entendió: su silencio no era ignorancia, era conocimiento. Marta sabía. Lo sabía todo.

Sintió un nudo en la garganta. Salió al patio y dijo, apenas audible:
—Marta…

Ella lo miró, sin decir palabra.

—Perdóname.

Sus ojos se humedecieron, pero no respondió. Solo bajó la cabeza y siguió colgando la ropa. El viento soplaba, moviendo las sábanas blancas como fantasmas.

Carlos quiso abrazarla, pero no se atrevió. Había algo en su silencio más fuerte que cualquier grito. Era el juicio de una mujer que había amado demasiado y que ahora solo podía callar.

Esa noche, Marta se durmió de espaldas. Carlos la observó largo rato. En su rostro tranquilo se reflejaban los años de sacrificio, la paciencia infinita. Y él, en cambio, se sintió pequeño, sucio, vacío.

La lluvia empezó a caer sobre el techo, marcando el compás de una culpa que no lo dejaría en paz.


CAPÍTULO 3 – LA CARRETERA VACÍA


El amanecer llegó gris y húmedo. Carlos se levantó antes que el sol, como siempre. Marta aún dormía. Se vistió despacio, tratando de no hacer ruido. En la mesa dejó un papel con pocas palabras: “Voy a salir. No sé cuánto tarde.”

Encendió el camión. El motor rugió con un sonido triste, como si también supiera que ese viaje no era como los otros. La carretera se abría ante él, mojada por la lluvia de la noche.

Durante horas condujo sin rumbo. El paisaje pasaba lento: los cafetales, los niños con mochilas, los perros buscando refugio bajo los techos. El mundo seguía igual, pero él sentía que todo lo había perdido.

En un cruce, vio un puesto vacío, con una lona rota moviéndose por el viento. Era el mismo lugar donde había conocido a Teresa. Se detuvo. Bajó del camión y se acercó. Solo quedaban restos de carbón y una silla volteada. El olor a grasa y humo ya se había borrado.

Carlos se sentó en una piedra, mirando la carretera. La lluvia empezó a caer otra vez, fina y constante. Pensó en Teresa, en Marta, en lo que había hecho.
—¿Por qué uno destruye lo que más lo ama? —murmuró.

No había respuesta. Solo el sonido de la lluvia golpeando el techo del camión.

Subió de nuevo y encendió la radio. Una canción de amor viejo llenó el aire.
"Volver, volver…" cantaba Vicente Fernández. Carlos sonrió con tristeza.

Por un instante, pensó en regresar, pedir perdón, intentar recomponer su vida. Pero algo dentro de él sabía que era tarde. Había cosas que no se reparan, solo se aceptan.

Cuando volvió al pueblo, el atardecer teñía las montañas de un rojo profundo. Al llegar a casa, vio la puerta entreabierta. Marta estaba en la cocina, preparando la cena, igual que siempre.

—Volviste —dijo ella, sin girarse.

—Sí.

El olor a frijoles y tortilla recién hecha llenaba el aire. Carlos se acercó, intentando decir algo, pero las palabras se le atoraban en la garganta.

—Marta...

Ella siguió removiendo la olla.
—La comida estará lista en un momento.

—No vine por eso. Vine para... —se detuvo— para pedirte perdón.

El sonido del hervor fue la única respuesta. Marta apagó el fuego, se limpió las manos y lo miró. Sus ojos estaban tranquilos, pero en ellos no había ni odio ni amor, solo una paz extraña.

—No hace falta, Carlos. —Su voz fue suave, pero firme—. A veces el silencio dice más que cualquier palabra.

Él bajó la cabeza.
—¿Me odias?

—No. Pero ya no tengo nada que decirte.

Esa frase lo atravesó. Fue como si el mundo entero se detuviera. Marta volvió a su olla, a su rutina, como si él fuera una sombra más en la casa.

Carlos se sentó en la mesa, mirándola en silencio. Entendió entonces que la peor condena no era el abandono, sino la indiferencia.

Esa noche casi no durmió. Escuchaba la respiración tranquila de Marta y pensaba en lo que había destruido con sus propias manos. Al amanecer, se levantó, tomó las llaves del camión y salió sin despedirse.

La lluvia caía otra vez, como si el cielo repitiera su culpa. Manejó durante horas, sin rumbo, sin destino. Las gotas golpeaban el parabrisas como una letanía.

En el retrovisor, el reflejo de su casa se fue desvaneciendo.
Primero el tejado, luego el árbol del patio, y al final, la silueta de Marta en la puerta, inmóvil, observando.

Carlos siguió manejando. En el espejo, su rostro se mezclaba con el agua. No sabía si lloraba o si era la lluvia.

El camino se volvió una línea infinita, gris y vacía. El sonido del motor se confundía con el de su respiración. Por un instante, pensó en girar el volante, regresar, decirle a Marta que aún la amaba, que había sido un tonto. Pero no lo hizo.

Solo apretó el acelerador.

Afuera, la tormenta crecía. Dentro del camión, el silencio era absoluto.

El parabrisas se empañó. Carlos limpió el vidrio con la mano y miró hacia atrás una vez más. La figura de Marta, apenas visible, se desvanecía entre la lluvia, hasta quedar en nada.

Él siguió conduciendo hacia la oscuridad, con el corazón pesado y el alma vacía.

Y en ese instante entendió que hay cosas que el tiempo no perdona.
Ni el amor. Ni el silencio.

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