Nunca olvidaré aquel día. Recuerdo la luz pálida que entraba por la ventana de mi habitación en el hospital, iluminando el polvo que flotaba en el aire. Estaba recostado en la cama, con las manos arrugadas sobre el pecho, tratando de recordar cómo había llegado hasta allí. Mi cuerpo se sentía pesado, como si cada músculo se hubiera rendido a la enfermedad que me consumía.
Mi hijo había venido por la mañana. O al menos eso creí. Escuché sus pasos resonando en el pasillo y la puerta abrirse con un chirrido que nunca había sentido tan amenazante. Entró, me miró, y por un instante, vi en sus ojos un destello de cariño, pero era breve, demasiado breve.
—Hola, papá —dijo, con la voz cortante, casi ensayada.
—Hola, hijo… —susurré—. Gracias por venir.
—No te preocupes —respondió—. Solo estoy de paso. Tengo cosas que hacer.
Esas palabras fueron como cuchillos. Algo dentro de mí se rompió en silencio. Siempre había pensado que mi hijo estaría ahí para mí, igual que yo había estado para él. Lo había levantado cuando caía, le había enseñado a caminar, a hablar, a enfrentar la vida con valentía. Y ahora, esas manos que una vez había sostenido con firmeza me miraban como si fuera un extraño.
Pasó apenas quince minutos. Quince minutos de conversación seca, sin rastro de afecto, solo palabras huecas. Luego se despidió, prometiendo regresar "mañana". Pero yo sabía, en lo profundo de mi corazón, que esa promesa no era más que un eco vacío.
Los días siguientes se convirtieron en una rutina de espera interminable. Las enfermeras entraban y salían, y yo las miraba con la esperanza de que trajeran buenas noticias sobre mi hijo, pero nadie venía. Ninguna visita. Ninguna llamada. Nada.
Recuerdo la noche en que lloré en silencio, abrazando la sábana como si fuera mi hijo. Recordé su risa cuando era niño, su forma torpe de abrazarme, su voz gritándome desde la ventana de la escuela: "¡Papá, mira lo que aprendí hoy!". Cada recuerdo era un golpe al corazón y una punzada de nostalgia que me dejaba exhausto.
Una tarde, una enfermera se acercó y me preguntó:
—Señor, ¿no quiere que llamemos a su familia?
—No… —dije, aunque mi voz temblaba—. Ellos saben dónde estoy.
Y así pasó el tiempo. Semanas que se sentían como años, mirando el techo, escuchando los murmullos de los otros pacientes y el zumbido constante de las máquinas. Me preguntaba por qué había sido abandonado, qué había hecho mal, si acaso mi vida había valido algo para aquellos a quienes tanto amé.
Un día, escuché un paso familiar. Mi corazón saltó. La puerta se abrió y allí estaba él. Mi hijo. Con su maletín, con la mirada esquiva. Pero en lugar de alivio, sentí un miedo profundo. Él miró alrededor, evaluando si había alguien más, y luego me dijo:
—Papá, tenemos que hablar. —Su voz estaba fría, distante.
—¿Por qué me dejaste solo? —pregunté, con la voz quebrada—. ¿Por qué no viniste antes?
—Tenía cosas que hacer, papá. Cosas importantes —respondió, evitando mis ojos.
Y en ese instante comprendí que todo lo que había esperado, toda la calidez que había soñado, se había esfumado. No había regreso posible.
Se despidió al cabo de unos minutos, como siempre, y esa vez su promesa de volver se sintió aún más hueca, más cruel. Su silueta desapareció por el pasillo, y con ella, cualquier esperanza que hubiera tenido de reconciliación.
Pasaron los días, y yo entendí que la traición no era un acto aislado, sino un destino silencioso. Y mientras la luz del atardecer se filtraba por la ventana del hospital, me senté en la cama, respirando con dificultad, sosteniendo mi propia mano, y me repetí:
"Si nadie viene por mí, entonces debo sostenerme yo mismo".
Fue allí, en esa soledad abrumadora, donde aprendí a mirar hacia dentro. Donde entendí que el amor no siempre es correspondido y que, a veces, el corazón debe aprender a sanar incluso cuando los que deberían cuidarlo lo han abandonado.
Comentarios
Publicar un comentario