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En una agencia de publicidad en Guadalajara, cada mañana los empleados se reunían para tomar café juntos, hasta que un día la taza del director creativo apareció con somníferos.


Capítulo 1: El café de la mañana

En la agencia de publicidad Brillante, ubicada en el corazón de Guadalajara, las mañanas comenzaban siempre igual. El aroma del café recién hecho llenaba el aire mientras los empleados se reunían en la pequeña cocina para charlar antes de sumergirse en otro día de ideas, clientes y plazos imposibles.

Abril solía llegar temprano, con una sonrisa que intentaba ocultar el cansancio. Era la asistente personal de Martín Valdés, el director creativo de la agencia. Llevaba apenas un año allí, pero su energía y talento la habían convertido en alguien indispensable. Aunque, como siempre ocurre, no todos la miraban con buenos ojos.

—Buenos días, Abril —saludó Lucía, su compañera y amiga más cercana, mientras servía café en dos tazas idénticas—. ¿Dormiste algo anoche o seguiste con las presentaciones del cliente de Monterrey?
—Dormí un poco —respondió Abril, tomando una de las tazas—. Pero Martín seguro no lo hizo. Me escribió a las tres de la mañana pidiéndome revisar los slogans.

Lucía soltó una risa suave.
—Ese hombre va a morir de estrés.

Abril no respondió. Observó por la ventana: el sol comenzaba a iluminar los tejados del centro histórico, y por un instante, se sintió afortunada. Trabajar allí era un sueño. Pero también era una jungla.

A las nueve, como cada día, el equipo se reunió en la sala principal. Martín entró con paso firme, una carpeta bajo el brazo y su inseparable taza blanca con el logo de la agencia. Nadie más podía usarla. Era su amuleto.

—Buenos días, equipo —dijo, dejando la taza sobre la mesa—. Hoy tenemos una reunión importante con los de Café del Valle. Quiero algo fresco, auténtico, que hable de México sin clichés.

Mientras hablaba, Abril tomaba notas rápidas. Cada palabra suya importaba. Martín era exigente, pero también brillante. Sin embargo, desde hacía semanas, el ambiente se había vuelto extraño. Los socios discutían, corrían rumores sobre una posible venta de la agencia, y más de uno parecía ansioso por saber quién conservaría su puesto si eso ocurría.

A media reunión, Martín hizo una pausa para beber de su taza. Apenas un sorbo. Segundos después, frunció el ceño.
—¿Quién… cambió mi café? —murmuró, mirando alrededor.

Todos se encogieron de hombros. Abril se levantó.
—Yo preparé la cafetera, pero no toqué su taza, señor.

Martín intentó continuar hablando, pero su voz comenzó a temblar. La carpeta cayó al suelo.
—Disculpen… no me siento bien…

Antes de que alguien pudiera reaccionar, se desplomó. El silencio fue inmediato. Abril corrió hacia él.
—¡Señor Valdés! —gritó, moviéndolo suavemente. Su respiración era lenta, pesada.

Minutos después, llegó la ambulancia. Los paramédicos confirmaron que no era nada grave: había ingerido una dosis alta de un sedante.

La noticia corrió por toda la agencia como fuego en papel. En cuestión de horas, comenzaron las sospechas.

—Dijeron que fue su café —murmuró un diseñador en voz baja.
—Y Abril lo preparó esta mañana —añadió otra.

Abril sintió cómo las miradas se clavaban en su espalda. Lucía intentó defenderla.
—¡Eso es absurdo! Abril jamás haría algo así.
Pero el rumor ya había nacido.

Por la tarde, el director administrativo, Rogelio Méndez, la llamó a su oficina.
—Abril, necesito que me digas exactamente qué hiciste esta mañana.
—Solo preparé el café general, como todos los días. No toqué la taza de Martín.
—Lo sé, pero entiéndelo. Es tu palabra contra la de los demás.

Abril se quedó muda. En su mente, todo giraba: ¿quién podría haber hecho algo así? ¿Y por qué?

Esa noche, cuando todos se fueron, volvió sola a la oficina. Encendió la lámpara del escritorio de Martín y observó la taza blanca, aún sobre la mesa, con una leve mancha en el borde.
Algo no encajaba. Y si no lo averiguaba pronto, sería ella quien cargaría con la culpa.

De repente, escuchó un ruido detrás de ella. Se giró.
Lucía estaba allí, con una expresión tensa.
—No deberías quedarte sola, Abril —dijo con voz suave, pero extrañamente firme—. Hay cosas que es mejor no descubrir.

Abril la miró fijamente.
—¿Qué quieres decir con eso?

Lucía sonrió, pero su mirada no tenía nada de amiga.
—Solo que a veces… la verdad puede costarte el trabajo. O algo más.

El silencio pesó en el aire.
Y por primera vez, Abril sintió miedo.

Capítulo 2: Sombras entre amigos


El amanecer encontró a Abril frente a su computadora, con ojeras y una determinación nueva en los ojos. No podía quedarse cruzada de brazos mientras todos la señalaban como la culpable. Si quería limpiar su nombre, debía descubrir quién había manipulado el café de Martín.

Revisó los videos de las cámaras de seguridad del pasillo principal. El sistema era antiguo, pero suficiente. Adelantó las imágenes hasta las 8:45 de la mañana: vio a Lucía entrando en la cocina, justo después de que ella saliera con la cafetera. Llevaba su teléfono en la mano, miraba alrededor y, durante unos segundos, su cuerpo cubrió el ángulo de la cámara. Luego salió, con la misma sonrisa de siempre.

—¿Qué hacías ahí, Lucía? —susurró Abril.

Guardó una copia del video en una memoria USB. Tenía una pista, pero necesitaba más.

Horas después, volvió a la agencia. Martín aún no había regresado; el médico le había recomendado descansar unos días. En su ausencia, Rogelio, el director administrativo, asumía el control. Y no era precisamente alguien confiable.

Cuando Abril cruzó la sala, el murmullo se detuvo. Nadie la saludó. Los rumores ya se habían transformado en sentencia.

Lucía se acercó, sosteniendo una carpeta.
—Oye, no te tomes todo tan personal —dijo con tono amable—. La gente solo habla porque tiene miedo. Ya sabes cómo es este lugar.

—¿Miedo de qué? —preguntó Abril sin apartar la mirada de sus ojos.

Lucía sonrió levemente.
—De perder su trabajo, tal vez. O de quedar en medio de algo que no entienden.

Abril no respondió. Caminó hacia su escritorio, pero notó algo extraño: el cajón superior estaba entreabierto. Dentro, entre sus papeles, encontró una bolsita plástica vacía, con un rastro de polvo blanco en el borde. Su corazón dio un vuelco.

—¿Qué es esto...? —susurró.

Lucía apareció detrás de ella, casi como si la hubiera estado observando.
—¿Problemas?

—Alguien metió esto aquí —dijo Abril, levantando la bolsa—. No es mía.

Lucía se encogió de hombros.
—Entonces será mejor que lo informes antes de que otro lo haga por ti.

El tono de su voz era ambiguo: ni burla ni amenaza, pero contenía algo helado. Abril entendió que debía tener cuidado.

Esa noche, mientras todos salían, decidió quedarse de nuevo. Abrió el servidor de la agencia y revisó los correos internos. Recordó que Lucía a menudo se quedaba tarde, enviando mensajes a un cliente “nuevo” del norte.
Después de buscar durante casi una hora, encontró algo inquietante: una cadena de correos entre Lucía y un remitente llamado Gustavo Herrera, quien resultó ser el director de una empresa rival, IdeaMax.

El contenido era claro: hablaban de cifras, nombres de clientes y estrategias de la agencia Brillante. Lucía filtraba información a cambio de una oferta para convertirse en socia cuando IdeaMax comprara la agencia.

Abril se quedó paralizada.
Lucía no solo había traicionado a Martín y a todo el equipo; también la había usado como chivo expiatorio. Si Abril quedaba como culpable del “incidente del café”, nadie dudaría en despedirla. Y sin ella allí, Lucía tendría el camino libre.

Guardó todos los correos en la memoria USB. Temblaba, no de miedo, sino de rabia.

En ese momento, oyó pasos.
—¿Otra vez trabajando de noche, Abril? —dijo una voz conocida. Era Rogelio.

—Solo estoy revisando pendientes —respondió, ocultando la memoria en el bolsillo.

Rogelio entró, sonriendo.
—Sabes, eres muy dedicada. Pero hay gente que dice que... no deberías meterte donde no te llaman.

Abril fingió calma.
—Solo hago mi trabajo.

Él la miró fijamente.
—Lucía es una colaboradora valiosa. Yo que tú, no iría en su contra.

Y se marchó.

Cuando la puerta se cerró, Abril comprendió algo: Rogelio estaba implicado también.
No era solo una traición entre amigas; era un plan completo para vender la agencia y deshacerse de quien pudiera estorbar.

A la mañana siguiente, Lucía entró con aire triunfal.
—Martín volverá mañana —anunció—. Rogelio y yo presentaremos la nueva propuesta al cliente de Café del Valle. Si sale bien, podríamos firmar el contrato más importante del año.

Abril se limitó a asentir, pero por dentro ya tenía un plan.
Sabía que si acusaba directamente a Lucía, nadie le creería. Necesitaba pruebas frente a todos.
Y las tendría.

Esa noche, envió un correo anónimo a Martín con el asunto:
“Revise esto antes de volver.”

Adjuntó el video de las cámaras, los correos entre Lucía y Gustavo, y una breve nota:
“No confíe en quienes sonríen demasiado.”

El día siguiente sería decisivo.
Y cuando Lucía entró a la oficina, vestida impecablemente, sin imaginar lo que se avecinaba, Abril solo pensó una cosa:
—Se acabó.

Capítulo 3: El giro final


La mañana amaneció tensa. Martín había regresado, pálido pero firme, decidido a enfrentar la situación. Convocó a todos a una reunión general.
Abril se sentó al fondo, en silencio, observando cómo Lucía se acomodaba junto a Rogelio, ambos sonrientes.

—Antes de comenzar —dijo Martín con voz grave—, quiero agradecerles por continuar trabajando mientras estuve fuera. Sin embargo, hay asuntos que deben aclararse.

Lucía cruzó las piernas y sonrió con seguridad.
—Por supuesto, Martín. Todos queremos saber quién fue responsable de lo que pasó.

Martín la miró con calma.
—Yo también.

De pronto, encendió el proyector. En la pantalla apareció una imagen congelada del pasillo de la agencia. Lucía cambió de expresión.
El video comenzó a reproducirse: se veía a ella entrando en la cocina, cubriendo la cámara durante unos segundos. Luego saliendo con el teléfono en la mano.

El murmullo fue inmediato.
—Eso no prueba nada —dijo Lucía, nerviosa—. Solo estaba buscando azúcar.

Martín no respondió. En su lugar, abrió otro archivo: una serie de correos electrónicos con su nombre y el de Gustavo Herrera.
Los empleados comenzaron a murmurar más fuerte. Rogelio se levantó.
—Esto es absurdo. No sabemos si esos correos son reales.

Martín se volvió hacia él.
—Lo son. Fueron verificados. Y curiosamente, todos se enviaron desde tu cuenta de dirección administrativa.

Rogelio palideció.
Lucía intentó intervenir, pero su voz temblaba.
—Martín, escucha, puedo explicarlo...

—No hay nada que explicar —la interrumpió él—. Intentaron vender esta agencia a IdeaMax usando información interna. Incluso intentaron culpar a alguien más para cubrir sus huellas.

Todos voltearon a mirar a Abril. Ella permanecía en silencio.

Lucía se levantó, con lágrimas contenidas.
—¡Tú no entiendes, Martín! Rogelio me presionó. Dijo que si no colaboraba, me despedirían.

Rogelio la miró con desprecio.
—No digas tonterías. Fuiste tú quien quiso dinero fácil.

El ambiente se volvió insoportable. La reunión terminó con los dos escoltados fuera de la oficina.

Horas después, Martín llamó a Abril a su despacho.
—Supe que fuiste tú quien envió los archivos.

—No buscaba reconocimiento, solo quería la verdad —respondió ella.

Él sonrió con cansancio.
—Gracias a ti, salvamos la agencia. Pero más allá de eso… aprendí a confiar de nuevo.

Se levantó, extendiendo la mano.
—Abril, quiero que tomes un nuevo puesto. Serás la nueva directora de proyectos.

Ella quedó inmóvil, sin palabras.
—¿Yo?

—Sí. Has demostrado lealtad, inteligencia y valentía. Justo lo que esta empresa necesita.

Los días siguientes fueron un torbellino de cambios. Brillante recuperó su reputación, ganó la cuenta de Café del Valle, y Abril comenzó a dirigir su primer proyecto.
Pero lo que más la marcó no fue el ascenso, sino la lección: la verdadera fuerza no está en vencer a los demás, sino en mantenerse firme cuando todos dudan de ti.

Un mes después, una carta sin remitente llegó a su oficina. Dentro, una sola línea escrita a mano:
“Al final, todas las tazas guardan secretos.”

Abril la leyó en silencio, luego sonrió y dejó caer el papel en la papelera.
El pasado había quedado atrás.

Y mientras preparaba su propio café, con la taza blanca de Martín sobre el escritorio —ahora suya—, pensó que, por fin, la verdad tenía sabor a libertad.

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