El sol aún no había terminado de desperezarse cuando Isabela despertó. La luz matutina se filtraba tímidamente por la cortina de la habitación, iluminando los muebles sencillos que habían transportado desde la ciudad con tanto esfuerzo. Afuera, los gallos ya habían comenzado su canto diario, y el olor de la tierra húmeda tras la lluvia nocturna se colaba por la ventana entreabierta. Por primera vez en muchos años, Isabela sintió que el aire olía a esperanza.
Diego estaba en la cocina, preparando café. Su risa llenaba la casa, ligera y contagiosa. Parecía que toda la fatiga de los últimos años había desaparecido de un solo golpe. Su pequeño hijo, Emiliano, gateaba entre las piernas de Isabela, intentando alcanzar una cucharita caída al suelo.
—Isabela, amor —dijo Diego mientras le entregaba una taza humeante—. Solo unos días más y nos mudamos. La casa en el pueblo nos espera. Emiliano tendrá espacio para correr, para jugar… y nosotros, para respirar tranquilos.
Isabela sonrió, dejando escapar un suspiro que llevaba años guardado en su pecho. Podía imaginarlo: la casa con paredes blancas, un pequeño jardín lleno de agaves, la risa de su hijo mezclándose con el canto de los gallos. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que la paz estaba al alcance de la mano.
Esa noche, después de acostar a Emiliano, Isabela y Diego se sentaron en la terraza improvisada, contemplando el cielo estrellado.
—Te lo prometo —dijo Diego, tomando su mano—. Nada volverá a arruinarnos. Esta vez será diferente.
Isabela apoyó su cabeza sobre su hombro, y juntos permanecieron en silencio, dejando que la tranquilidad de la noche los envolviera.
Pero la paz, como a menudo sucede en los cuentos de la vida, era efímera.
A la mañana siguiente, Isabela recibió una llamada que hizo que el café se le cayera de las manos. La voz al otro lado era grave, contenida, casi temblorosa: Diego había sufrido un accidente. Su motocicleta se había volcado al costado de la carretera, entre el polvo rojo y los campos de agave. No había sobrevivido.
Isabela no podía creerlo. Sus piernas flaquearon y cayó al suelo mientras la voz seguía hablando, explicando con detalles que parecían irreales. La moto tirada en la cuneta, el teléfono de Diego a un lado, y un pedazo de papel con unas palabras escritas a mano: sus últimas confesiones.
Temblando, Isabela se acercó al papel, sintiendo que el mundo se desmoronaba a su alrededor. Con manos temblorosas, leyó la nota:
"No puedo más. Me han empujado a esto. Nunca sospecharías de ellos… pero es alguien cercano. Alguien que amas y en quien confías. Lo siento, Isabela. Lo siento por todo."
El nombre estaba allí, claro, inequívoco. Era alguien de la familia, alguien que Isabela había amado y respetado desde siempre. La traición le cortó la respiración. Gritó, un sonido desgarrador que reverberó en la carretera desierta, mezclándose con el viento que levantaba el polvo rojo de Puebla.
—¡No! ¡No puede ser…! —susurró, cayendo junto al cuerpo inerte de Diego—. ¿Por qué… por qué harías algo así?
Los vecinos comenzaron a asomarse, atraídos por el grito. Algunos se detuvieron a cierta distancia, murmurando entre ellos, temerosos de acercarse demasiado. La escena era tan inesperada que nadie podía reaccionar de inmediato.
Y entonces apareció. La persona mencionada en la nota caminaba lentamente por la carretera, los ojos fríos y calculadores, ajena al impacto que su presencia causaba. Cada paso levantaba un pequeño remolino de polvo, y los murmullos aumentaban entre los curiosos. Isabela levantó la vista, llena de dolor y furia.
—¡¿Por qué…?! —gritó nuevamente, lágrimas rodando por sus mejillas—. ¿Cómo pudiste traicionarnos así?
La figura permaneció inmóvil por un instante, como si el tiempo se hubiera detenido, y luego continuó caminando, indiferente, dejando atrás un rastro de silencio y condena.
Isabela cayó de rodillas, abrazando el cuerpo de Diego. Su corazón latía con violencia, cada golpe parecía romper algo más dentro de ella. No había consuelo posible. El mundo que había imaginado solo un día antes se había desplomado por completo.
El pueblo, con sus caminos de polvo rojo y los campos de agave meciéndose al viento, parecía haberse detenido también. Cada rincón familiar se sentía ahora extraño, hostil, cargado de la traición más profunda.
Pasaron las horas, y la noticia se esparció como fuego en pasto seco. Los vecinos vinieron a apoyar a Isabela, pero nadie podía llenar el vacío que había dejado Diego. Cada palabra de consuelo sonaba vacía ante la magnitud de la pérdida.
Isabela se sentó al borde de la carretera, el cuerpo temblando, el corazón encogido. La luz del sol caía en ángulos oblicuos sobre los agaves, pintando la escena con un dorado triste y melancólico. El paisaje mexicano que antes había sido símbolo de esperanza ahora era testigo silencioso de su tragedia.
Esa noche, en la casa vacía, Isabela se sentó frente a la ventana, contemplando las estrellas que parecían parpadear con indiferencia. Emiliano dormía en la habitación contigua, ajeno a la magnitud de la pérdida. Ella no podía ni quería moverlo. Se sentía atrapada en un tiempo detenido, entre la realidad que le dolía y los recuerdos que la torturaban.
Días después, la comunidad se reunió para el funeral. La iglesia del pueblo estaba llena, y los familiares y vecinos compartían miradas cargadas de incredulidad y pesar. La traición de alguien cercano hacía que los rostros conocidos se tornaran sombras, cada gesto se sentía calculado y sospechoso.
Isabela caminó detrás del ataúd, sosteniendo a Emiliano en brazos. Cada paso sobre el polvo rojo la acercaba a un abismo emocional del que no veía salida. Su llanto era contenido, pero persistente, un hilo que se extendía desde su corazón hasta cada rincón del camino.
Cuando finalmente enterraron a Diego, Isabela permaneció junto a la tumba, los dedos temblorosos rozando la tierra recién removida. La persona que lo había traicionado estaba presente, junto con otros familiares, pero la mirada de Isabela no buscaba justicia; solo buscaba entender lo incomprensible.
—Diego… —susurró al viento—. Te prometo que cuidaré de Emiliano. Te prometo que no dejaré que esto nos destruya.
Las palabras flotaron entre los agaves, llevadas por la brisa que recorría los campos. Era un pacto silencioso, un intento de reconstruir algo en medio del dolor.
Con el tiempo, Isabela encontró maneras de continuar, de vivir un día a la vez, aprendiendo a separar la traición de la esperanza. Emiliano crecía, lleno de vida, recordándole que la existencia podía ser hermosa incluso tras la pérdida más profunda. Cada risa del niño era un bálsamo, un recordatorio de que la vida persistía.
Pero el recuerdo de Diego, y la traición que lo había llevado a su muerte, permanecían como cicatrices imborrables. Cada polvo rojo que levantaba el viento, cada campo de agave iluminado por el sol, evocaba la memoria de aquel día fatídico. La carretera del pueblo, testigo silencioso del dolor, seguía allí, igual que antes, pero para Isabela, ya nunca sería la misma.
El silencio del atardecer, roto únicamente por el canto distante de los gallos, acompañaba su luto. La vida continuaba, pero la sombra de la traición y la pérdida siempre la seguiría. La historia de ese día quedó grabada en el corazón de la pequeña comunidad, un recordatorio de la fragilidad de la confianza y de lo rápido que la felicidad puede convertirse en dolor.
Y así, en el camino de polvo rojo que atravesaba el pueblo de Puebla, la vida y la muerte, la traición y la esperanza, se entrelazaban como los agaves meciéndose al viento, recordando a todos que incluso en la belleza de lo cotidiano, el dolor puede aparecer sin aviso, y que la fuerza para seguir adelante nace, a veces, del amor que nos deja aquellos que se han ido.
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