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Al enterarse de que una amiga de la infancia estaba pasando por un momento difícil, el joven presidente regresó de inmediato a su pueblo natal. En silencio, empezó a preparar un plan ingenioso para ayudarla a liberarse de su esposo que la trataba mal. Nadie imaginaba que esa decisión se convertiría en el giro que cambiaría por completo la vida de ella…

CAPÍTULO 1 — EL ENCUENTRO



El sol de la tarde caía sobre la carretera como una manta dorada. Los rayos se reflejaban en la pintura negra del vehículo de lujo que avanzaba a baja velocidad, rompiendo la tranquilidad del pequeño pueblo costero de San Miguel del Mar. Ese lugar, con sus calles irregulares y el olor salado del mar, era donde Édgar había crecido, mucho antes de convertirse en el presidente más joven de una empresa de turismo con operaciones en varios estados del país.

Édgar llevaba diez años sin volver. Se decía a sí mismo que era por trabajo, por compromisos, por el ritmo de la vida empresarial… pero en el fondo sabía que había evitado el regreso para no enfrentar los recuerdos, sobre todo uno:
Mariela.

Mariela, la amiga de infancia; Mariela, la jovencita con risa contagiosa que soñaba con tener un puesto de frutas para ayudar a su mamá; Mariela, la única que lo había alentado cuando nadie creía en él.

El coche se detuvo frente al mercado local. Un puesto de frutas improvisado, hecho de tablas y lonas de colores deslavados, se encontraba a la orilla de la calle. La brisa agitaba los carteles escritos a mano:

"Manguitos maduros — 20 pesos el kilo"
"Papaya fresca"
"Piña muy dulce"

Detrás del puesto estaba una mujer joven con el cabello recogido en una coleta desordenada. Su ropa era sencilla; había sombras de cansancio en su rostro, pero aún conservaba la misma esencia luminosa de siempre.

Édgar reconoció esa energía desde el primer vistazo.

Su corazón dio un salto.

Se acercó, quitándose los lentes de sol.

—¿Mariela? —preguntó, con la voz baja pero llena de incredulidad.

Ella levantó la mirada, y por un segundo el mundo se detuvo.

Sus ojos tardaron unos instantes en enfocar aquel rostro familiar, ahora más adulto, más serio, vestido con traje caro. Luego, un destello de sorpresa cruzó su mirada.

—¿Édgar? —susurró.

Él sonrió. Diez años no habían borrado ese lazo.

—No puedo creerlo —dijo ella, con una sonrisa que parecía intentar esconder cierto nerviosismo—. Qué sorpresa verte por aquí. Pensé que ya no volverías nunca.

—Yo también lo pensé —admitió él—. Pero supongo que uno siempre vuelve al lugar donde empezó todo.

Mariela le ofreció una bolsa con frutas.

—Toma, manguitos. Son los mejores del pueblo.

Édgar rió.

—¿Estás segura de no querer cobrarlos a precio de turista?

Ella negó con la cabeza, divertida.

—A ti no. A los turistas sí.

Rieron como antes, como cuando eran dos adolescentes que soñaban con comerse el mundo.

Pero bastaron unos pocos segundos para que Édgar notara algo extraño: un leve hematoma oculto bajo la manga de Mariela. Ella se movió con rapidez para ajustarse la blusa, como intentando esconderlo.

Édgar frunció el ceño.

—¿Te lastimaste?

Mariela se tensó.

—Nada grave. Fue… un accidente.

La manera en que bajó la voz y evitó mirarlo a los ojos encendió todas las alarmas dentro de él.

Un grito brusco se escuchó a unos metros. Un hombre de complexión robusta, con camisa desabotonada y un olor fuerte a alcohol, avanzaba tambaleándose hacia el puesto.

—¡Mariela! ¡Te dije que no quiero que le hables a ningún tipo! —exclamó.

Mariela dio un paso atrás, como si instintivamente intentara protegerse. Édgar lo vio todo.

—Él es Édgar —dijo Mariela, temblando levemente—. Un amigo de la infancia.

—¡Me da igual quién sea! —gruñó el hombre, acercándose demasiado a Mariela.

Édgar dio un paso enfrente, colocándose entre ellos. Su voz era firme, fría, autoritaria.

—No te acerques a ella.

El hombre lo miró de arriba abajo, balbuceando palabras incoherentes.

—¿Y tú quién te crees? ¿Algún ricachón que viene a comprar frutas?

Édgar no respondió. Su mirada bastó para detenerlo unos segundos.

Mariela, con voz temblorosa, intervino:

—Vamos, mejor vámonos a casa… —dijo ella, intentando calmarlo.

El hombre la tomó del brazo con fuerza.

Édgar vio cómo ella contenía el gesto de dolor.

Todo su cuerpo se tensó.

—Suéltala —ordenó Édgar, con calma peligrosa.

—¿Y si no? —desafió el hombre.

—Entonces tendrás un problema conmigo.

No gritó. No amenazó. Sólo dijo la verdad.
En su mirada había un silencio que hablaba más fuerte que cualquier grito.

Finalmente, el hombre a regañadientes soltó su agarre y se alejó, pero no sin antes lanzar una advertencia:

—No te quiero volver a ver aquí —masculló—. Y tú, Mariela, ya sabes lo que pasa cuando me desobedeces.

Se alejó tambaleándose, con olor a alcohol impregnando el aire.

El corazón de Mariela estaba desbocado.

—No debiste intervenir —susurró, con la voz quebrada—. Eso sólo lo hace enojar más.

Édgar la observó, con el alma apretada.

—Mariela… ¿estás bien?

Ella apretó los labios. Quiso decir que sí, que todo estaba bajo control. Pero algo dentro de ella se quebró.

—No… —dijo, finalmente—. No estoy bien.

Fue la primera vez que lo admitió en voz alta.

Minutos después, estaban sentados en una cafetería cercana. El aroma a pan dulce recién horneado flotaba en el aire. Mariela jugaba con la cuchara sin tocar su café.

—Dime la verdad —pidió Édgar—. ¿Ese hombre te está haciendo daño?

Silencio.

Los ojos de Mariela se llenaron de lágrimas que se esforzó por contener.

—Él… cambió después de la boda —susurró—. Al principio era amable, trabajador. Luego empezó a beber. Perdió su empleo. Y cada vez que se emborracha… se vuelve impredecible.

—¿Te lastima? —preguntó Édgar suavemente.

Ella tragó saliva.

—A veces. Pero sólo cuando está tomado.

—Eso no lo justifica.

—Lo sé… pero tenemos una hija.

Édgar se quedó helado.

—¿Una hija?

Mariela asintió.

—Se llama Sofi. Tiene cinco años.

Su voz tembló, pero no por miedo, sino por amor al pronunciar el nombre de su hija.

—Él nunca la ha tocado —aclaró rápidamente—. Pero yo… yo ya no puedo más.

Édgar apoyó los codos sobre la mesa. Su expresión era seria, calculadora, como cuando dirige una junta importante.

—Si quieres salir de ahí, puedo ayudarte.

Mariela lo miró, incrédula.

—No es tan fácil. Él revisa mi teléfono. Sabe dónde trabajo. Me sigue. Y si intento irme… siempre me encuentra.

—No necesitas huir. Necesitas probar lo que te hace —dijo Édgar con voz firme—. Necesitas evidencia.

La palabra quedó suspendida en el aire como un rayo revelador.

—Puedo conseguirte apoyo legal, un refugio temporal, protección. Pero necesito pruebas. ¿Me dejas ayudarte?

Mariela bajó la mirada. Por primera vez, había una chispa de esperanza en sus ojos… pero también miedo.

—Édgar, no entiendes. Él es impredecible. Si sospecha que lo estoy denunciando… podría hacer algo que no tenga vuelta atrás.

Édgar tomó su mano.

—Te prometo que no vas a estar sola. No otra vez.

Una lágrima silenciosa rodó por la mejilla de Mariela.

—¿Por qué haces todo esto?

Édgar respiró hondo.

—Porque cuando nadie creía en mí… tú lo hiciste.

Esa noche, Édgar permaneció en su camioneta frente al puesto de frutas, observando a distancia. A pocos metros, Mariela recogía las cajas para irse. El viento frío anunciaba que la noche iba a ser larga.

De pronto, una voz infantil resonó:

—¡Mami!

Una niña pequeña con cabello ondulado y dos trenzas salió corriendo hacia Mariela. Ella la abrazó con fuerza.

Édgar sintió algo removerse dentro de él.
Sofi.

En ese instante, la camioneta del hombre apareció de nuevo. Los faros iluminaron el rostro de Mariela y la niña. El motor rugió.

Édgar notó el cambio. Ese hombre no estaba dispuesto a olvidar lo ocurrido.

El vehículo aceleró hacia ellas.

—¡Mariela! ¡Sofi! —gritó Édgar mientras corría.

El capítulo termina en el momento exacto en que el automóvil avanza a toda velocidad.

Mariela abrazó a su hija.

Los faros se acercaron.

Édgar saltó hacia ellas.

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CAPÍTULO 2 — LAS PRUEBAS


El automóvil avanzaba como una bestia sin control. La luz de los faros se tragaba la oscuridad del camino de tierra. Mariela abrazó a Sofi con todas sus fuerzas, tratando de cubrirla con su cuerpo. Édgar corrió sin pensar.

—¡Al suelo! —gritó.

Con un movimiento rápido, Édgar se lanzó sobre ellas y las empujó hacia un costado. El carro pasó a toda velocidad, frenando bruscamente algunos metros adelante. Las llantas chillaron contra el pavimento. El silencio del pueblo fue reemplazado por el ruido del motor.

Mariela respiraba agitada, Sofi temblaba.

Édgar se puso de pie, furioso.

—¡¿Estás loco?! —gritó hacia el auto.

El hombre bajó del vehículo. Esta vez no estaba solo: llevaba una botella de cerveza en una mano y una actitud desafiante.

—Ella es mi esposa. Nadie tiene derecho a meter las narices.

Mariela se aferró a Sofi, lágrimas en los ojos. Édgar sintió un nudo en el estómago. Se acercó lentamente al hombre, con los puños tensos.

—Una cosa es discutir —dijo Édgar, controlando su rabia—. Otra muy distinta es poner en peligro a una niña.

El hombre hizo un gesto burlón.

—No fue mi culpa que se metieran en el camino.

Édgar lo miró fijamente, sin parpadear.

—Lo tengo grabado.

El hombre se congeló. Por primera vez esa noche, el miedo cruzó su mirada.

Édgar levantó el celular. La cámara seguía grabando desde el momento en que comenzó a correr. El hombre tragó saliva, dio media vuelta y volvió al auto.

—Esto no termina aquí —advirtió antes de alejarse.

Esa noche, Édgar acompañó a Mariela y a Sofi a su casa. Era una vivienda humilde, de paredes desgastadas, en una zona tranquila del pueblo. La niña ya dormía en sus brazos, agotada por el susto.

Mariela abrió la puerta. Todo estaba ordenado, limpio, pero el aire cargado revelaba tensión.

—Gracias por ayudarnos —dijo, con voz baja.

—No tienes que agradecerme —respondió él.

Ella colocó a la niña en su cama. Se quedó unos segundos observándola, acariciando su cabello. Cuando regresó a la sala, sus ojos estaban rojos por contener lágrimas.

—No sé cómo llegamos hasta aquí —confesó—. Yo pensaba que esa persona sería un buen padre, un buen compañero. Pero cada día se vuelve más… inestable.

Édgar se acercó un poco.

—Escúchame bien. No estás sola. Lo que pasó hoy es más que suficiente para denunciarlo.

Mariela negó con la cabeza.

—Él no se detendrá. Si sabe que lo estoy denunciando, podría hacer algo peor. Además… él controla mis cosas. Revisa mis mensajes. No tengo dinero para pagar abogados.

Édgar sonrió de medio lado, como si acabara de escuchar un desafío.

—Yo me encargo.

Mariela lo miró con sorpresa.

—¿Cómo?

Édgar respiró profundo.

—Tengo contactos. Conozco abogados honestos en Ciudad de México. Personas que saben manejar casos de violencia. Pero lo más importante es lo que dijimos antes: necesitamos pruebas.

La palabra quedó flotando en el aire.

—Ya tengo algunas —dijo levantando el celular—. Pero necesitamos más.

Mariela apretó las manos nerviosamente.

—¿Qué… tengo que hacer?

—Solo vivir tu rutina normal —respondió él—. Yo haré el resto.

Durante los días siguientes, Édgar organizó un plan.

Paso uno: recopilar evidencia sin que el esposo pudiera sospechar.

Édgar instaló una pequeña cámara dentro del puesto de frutas, oculta entre las cajas de mangos. Mariela dudó al principio, pero finalmente aceptó.

—Si hago esto, es sólo por Sofi —dijo—. No quiero que crezca pensando que es normal vivir con miedo.

Édgar la miró con admiración.

—Esa es la decisión más valiente que podías tomar.

Paso dos: protección.

Contrató a un guarda de seguridad privado para rondar la zona sin levantar sospechas, haciéndose pasar por un cliente más del pueblo.

Paso tres: evidencia legal.

Habló con una abogada de confianza llamada Jimena, especialista en casos de protección familiar. Jimena pidió pruebas concretas para solicitar medidas cautelares.

—Si logramos demostrar que él pone en riesgo a la niña, será más rápido —explicó.

Édgar escuchaba atentamente. Estaba acostumbrado a tomar decisiones difíciles, pero esta era personal.

—Hagámoslo.

Los días pasaron, y las cámaras captaron gritos, insultos, discusiones. Nada gráfico, nada violento físicamente… pero suficiente para demostrar que Mariela vivía en un ambiente de agresión constante.

Cada vez que el esposo la buscaba en el puesto de frutas, Édgar estaba cerca.

Pero evitaba intervenir directamente. Necesitaban pruebas, no confrontaciones.

Mariela comenzó a recuperar algo que había perdido: su voz. Ya no hablaba temblando. Ya no bajaba la cabeza.

Una tarde, mientras acomodaba unas piñas, Mariela dijo:

—Hace mucho no me sentía… libre.

Édgar sonrió.

—No estás libre todavía. Pero estás más cerca.

Ella lo miró, con gratitud profunda.

—Gracias por aparecer cuando más te necesitaba.

Édgar guardó silencio. Había una verdad que nunca le había dicho a nadie:
Él jamás la había olvidado.

Pero las cosas cambiaron drásticamente una noche.

Édgar recibió una llamada.
Era Mariela.
Su voz era urgente.

—Édgar… él no está en casa. Creo que revisó mi teléfono. Creo que sospecha.

El cuerpo de Édgar se tensó.

—Voy para allá.

Tomó las llaves, salió del hotel donde se hospedaba y manejó lo más rápido que pudo. Llegó en diez minutos.

Cuando estacionó, vio algo que le heló la sangre.

La puerta de la casa de Mariela estaba abierta de par en par.

—Mariela, quédate atrás —ordenó Édgar mientras avanzaba.

Dentro de la casa, cajas rotas en el piso, ropa desordenada, objetos tirados.

—Sofi está en la recámara con seguro puesto —dijo ella, temblando.

—¿Él vino aquí? —preguntó Édgar.

Antes de que pudiera contestar, una voz surgió desde atrás:

—¡Claro que vine!

El esposo apareció en la entrada, con los ojos rojos y el aliento impregnado de alcohol. En la mano, un objeto metálico relucía: parecía una herramienta, no un arma, pero amenazante.

—Tú —le señaló a Mariela— me vas a decir quién te está llenando la cabeza de ideas. ¿Él? ¿El niño rico?

—No es un niño —respondió Édgar, dando un paso al frente—. Y no voy a dejar que las toques.

El esposo soltó una carcajada amarga.

—¿Crees que puedes meterte en mi familia?

—No es tu familia cuando las lastimas —dijo Édgar, firme.

—¡Tú no sabes nada!

—Sé suficiente —Édgar sacó el celular—. Tengo todo grabado. Los insultos, las amenazas. El incidente con el auto.

El rostro del hombre se descompuso.

—Estás muerto —dijo en voz baja.

Y se lanzó.

Édgar reaccionó rápido, sujetándolo por el brazo. La herramienta cayó al suelo. Se forcejearon. El impacto movió los muebles, derribó un florero. Mariela retrocedió, buscando algo para proteger a Sofi.

—¡Déjalo, no vale la pena! —gritó.

Édgar lo empujó con fuerza hacia la pared.

En ese instante, la policía entró por la puerta. El guardia privado que Édgar había contratado había llamado a las autoridades al ver el auto del esposo estacionado afuera.

—¡Alto! ¡Policía! —gritaron.

El esposo levantó ambas manos, derrotado.

Los oficiales se acercaron.

—Queda detenido por amenazas y poner en riesgo a una menor —informó uno.

Mariela cubrió su boca, sin creer lo que veía.

El esposo fue esposado y llevado hacia la patrulla, aún gritando que era una injusticia.

La casa quedó en silencio.

Sofi salió corriendo desde el cuarto y abrazó a su mamá.

—¿Ya se fue? —preguntó con voz pequeña.

Mariela la apretó contra su pecho.

—Sí, mi amor. Ya se fue.

Édgar observaba la escena con alivio, pero sabía que esto no era el final. Era apenas el comienzo de algo más grande: el juicio, las medidas de protección, la libertad real.

Mariela se acercó a él.

—No sé cómo devolver todo lo que hiciste.

Édgar negó con la cabeza.

—No tienes que devolver nada. Lo importante es que ahora estás a salvo.

Mariela lo miró con ojos llenos de vida, de esperanza, de un futuro nuevo que empezaba a nacer.

—Édgar… no sé qué vendrá después. Pero por primera vez en mucho tiempo… tengo fe en mañana.

Édgar sonrió.

—Mañana lo construiremos juntos.

El capítulo termina con un nuevo inicio.
Pero la historia aún no termina.

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CAPÍTULO 3 — UN NUEVO AMANECER


El cielo de San Miguel del Mar amaneció con tonos rosados. El aire olía a pan dulce recién horneado y a café de olla. Era el primer amanecer en semanas que no estaba cargado de miedo.

Dentro de la pequeña casa, Mariela preparaba el desayuno mientras Sofi jugaba en el suelo con un peluche de conejo. Ambas parecían más tranquilas, como si una nube espesa hubiese abandonado por fin ese hogar.

Édgar, sentado en una silla de la cocina, revisaba unos documentos legales.

—La audiencia será en tres semanas —explicó mientras señalaba una carpeta—. La abogada Jimena quiere que estés tranquila. Ya tenemos suficientes pruebas.

Mariela sirvió café en una taza y lo colocó frente a él.

—Gracias por todo lo que estás haciendo.

Édgar la miró, sonriendo.

—No lo hago por agradecimiento. Lo hago porque te lo mereces. Tú y Sofi merecen paz.

Mariela respiró profundo y apoyó la espalda en la mesa. El cansancio aún se le notaba en los ojos, pero también algo nuevo: determinación.

—No puedo creer que por fin esté pasando. Pensé que nunca podría salir de ese ciclo.

—Ya estás fuera —dijo Édgar, seguro—. Ahora viene la parte donde reconstruyes tu vida como tú quieras.

Mariela miró sus manos, como si buscara allí el valor que había recuperado.

—¿Sabes qué fue lo más difícil? —preguntó de pronto—. Creer que no valía nada. Me repetía tanto que no podía sola… que terminé creyéndolo.

Édgar dejó el papel a un lado.

—Eres fuerte, Mariela. Mucho más de lo que piensas.

Ella sonrió con tristeza y luego cambió el tono.

—¿Y tú? ¿Cuándo regresas a Ciudad de México?

Édgar guardó silencio unos segundos.

—Tenía que regresar la próxima semana. Pero decidí quedarme hasta que esto termine.

Mariela frunció el ceño.

—Édgar, no quiero que pongas tu vida en pausa por mí.

—No estoy poniendo nada en pausa —respondió con calma—. Estoy donde quiero estar.

Mariela no supo qué decir. Fingió revisar la olla con frijoles, tratando de ocultar el leve rubor que subía a sus mejillas.

Los días siguientes estuvieron llenos de trámites legales: firmas, declaraciones, entrevistas con la fiscalía familiar. Mariela aprendió a hablar sin temblar. Aprendió a levantar el rostro. Aprendió a decir:

—Sí, quiero protección para mí y para mi hija.

Édgar estuvo en todas esas reuniones. A veces detrás, en silencio; a veces adelante, enfrentando a quienes minimizaban la situación. Su presencia era un escudo.

Jimena, la abogada, estaba impresionada.

—Édgar, he trabajado con muchas mujeres en esta situación, pero pocas tienen a alguien con tu compromiso acompañándolas.

Édgar respondió sin dudar:

—No hago esto por ser un héroe. Lo hago porque es lo correcto.

Mariela lo escuchó desde el pasillo. Y sintió algo cálido crecer dentro de ella.

Mientras avanzaban los trámites, Mariela volvió al puesto de frutas. Había decidido seguir trabajando; necesitaba retomar su independencia.

Édgar pasaba por allí todas las tardes.

—Vengo por mis manguitos —decía con una sonrisa.

—Ya sabía yo que no puedes vivir sin mis frutas —respondía Mariela bromeando.

La gente del pueblo empezó a notar algo distinto. Algunos murmuraban cuando veían al presidente joven conversando con la mujer del puesto. Otros sonreían discretamente, como si apoyaran esa cercanía.

Un mediodía, mientras Mariela acomodaba unas papayas, Sofi llegó corriendo desde la escuela.

—¡Édgar! —gritó la niña, abrazando su pierna.

Édgar se inclinó hacia ella.

—Hola, campeón… digo, campeona —corrigió, haciéndola reír.

Mariela observó la escena y su corazón dio un vuelco.

Édgar se sentía tan natural en ese pequeño mundo que Mariela había construido con esfuerzo. Sofi lo adoraba. Y él… parecía disfrutar cada minuto junto a ellas.

—¿Te puedo decir algo? —dijo Sofi con inocencia.

—Claro.

—Ojalá fueras mi papá.

Mariela quedó congelada.

Édgar también. Pero se recuperó rápido, acarició la cabeza de la niña y dijo:

—Yo… siempre estaré para ti. No importa qué pase.

Sofi sonrió y corrió a jugar.

Mariela evitó mirarlo, incómoda.

—Lo siento. No debería decirle eso.

—Mariela… —Édgar se acercó con suavidad—. No tienes por qué disculparte por lo que siente una niña.

Ella respiró hondo.

—No quiero confundirte. Tú vas a volver a la ciudad. Tienes una empresa que dirigir. Tu vida es allá.

Édgar negó con la cabeza.

—Mi vida está donde mi corazón se siente en casa.

Mariela tragó saliva. Cada palabra rompía las barreras que había levantado durante años.

—No sé si estoy lista… —murmuró.

Édgar sonrió con ternura.

—No tienes que estarlo ahora. Yo puedo esperar.

La audiencia llegó.

Mariela entró a la sala del juzgado con Sofi de la mano. Édgar iba junto a ellas como apoyo emocional; la abogada Jimena iba delante con los documentos.

El esposo estaba del otro lado. Sin beber, sin gritar, sin control aparente. Su mirada oscura se clavó en Mariela. Pero ella no bajó la cabeza.

El juez revisó las pruebas:

videos de insultos

grabaciones de amenazas

declaración del intento de acercamiento peligroso con el automóvil

testimonio del guardia

La abogada Jimena expuso con claridad:

—Mi clienta no busca venganza. Solo quiere vivir en paz con su hija.

El esposo intentó defenderse.

—Todo está fuera de contexto, yo estaba enojado, pero las quiero…

El juez lo interrumpió.

—Lo que usted llama enojo, la ley lo reconoce como poner en riesgo a una menor y generar un ambiente de agresión emocional.

Hubo silencio.

Finalmente, el juez dictaminó:

Orden de restricción inmediata

Custodia provisional para Mariela

Programa obligatorio de rehabilitación para el esposo

Mariela cerró los ojos. Sofi apretó su mano.

Édgar exhaló, dejando salir semanas de tensión acumulada.

Cuando salieron, Mariela abrazó a Jimena, luego abrazó a Sofi… y finalmente a Édgar.

No fue un abrazo corto.

Fue un abrazo lleno de agradecimiento, alivio y algo más que ninguno de los dos se atrevía todavía a nombrar.

Con el tiempo, Mariela amplió el puesto de frutas junto con otras mujeres del pueblo que también pasaban por dificultades. Édgar no les regaló dinero; les dio capacitación y un pequeño crédito para comprar refrigeradores y mejorar el negocio.

—No quiero que dependan de nadie —dijo—, ni de mí.

Pronto, el simple puesto de frutas se convirtió en “Frutas del Mar — Cooperativa Femenina”.

La historia de Mariela inspiró a otras mujeres a romper silencios.

Y el nombre de Édgar empezó a circular no como el presidente exitoso, sino como el hombre que cambió vidas sin pedir nada a cambio.

Tres meses después, en una tarde tranquila, Sofi jugaba con otros niños cerca de la playa. Mariela y Édgar caminaban por la orilla. La arena estaba fría, el viento suave.

—A veces pienso que todo esto es un sueño —dijo Mariela mirando el horizonte—. Y que un día voy a despertar y descubrir que sigo atrapada.

—Es real —respondió Édgar—. Tú lo hiciste real.

Mariela lo miró.

—No podría haberlo hecho sola.

—No —corrigió él—. Lo hiciste tú. Yo solo estuve a tu lado.

Ella se detuvo.

—Gracias por no soltar mi mano.

Édgar se acercó, pero con respeto, sin invadir su espacio.

—Mariela… no quiero presionarte. No espero nada de ti.

—Pero ya me diste algo —respondió ella.

—¿Qué cosa?

—Libertad.

El viento hizo danzar algunos mechones de su cabello. Édgar sintió que el mundo se detenía para escucharla.

Mariela dio un paso más cerca.

—Y ahora, por primera vez… puedo decidir lo que quiero.

—¿Y qué quieres? —Édgar susurró.

Ella tomó su mano con suavidad.

—Quiero un futuro donde Sofi crezca sin miedo. Quiero trabajar, ser independiente, vivir en paz. Y si tú aún quieres estar aquí…

Édgar la miró, conteniendo el aliento.

—No me voy a ninguna parte.

Mariela sonrió.

No necesitaban promesas grandiosas.

Solo verdad.

Ella apoyó su cabeza en su pecho. Él rodeó su espalda con los brazos, con un gesto lento, como si temiera romper algo frágil.

El sol comenzaba a ponerse, pintando el mar de colores dorados.

Sofi corrió hacia ellos.

—¡Miren! ¡Hice un castillo!

Mariela y Édgar se separaron para agacharse junto a ella.

Édgar levantó a Sofi en brazos.

—Tu castillo es el más bonito de la playa —dijo—. ¿Sabes por qué?

—¿Por qué?

—Porque tú también estás construyendo tu propio mundo.

Mariela sonrió. Édgar la miró.

Y los tres, juntos, miraron el atardecer.

No era un final feliz.
Era un nuevo comienzo.

FIN DE LA HISTORIA.

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