Capítulo 1 – El olor
El reloj marcaba las diez y media cuando Mariana escuchó el ruido del motor en la calle. Desde la ventana de la sala, alcanzó a ver los faros del viejo sedán de su esposo iluminando el portón. Había pasado otra noche bebiendo con sus amigos del taller. No era la primera vez, pero cada vez regresaba más tarde, más cansado, más callado.
—¿Otra vez, Jorge? —murmuró ella mientras abría la puerta.
Él apenas levantó la cabeza, con los ojos entrecerrados y un olor a cerveza que llenó la entrada.
—Sólo unas cervezas, Mari… ya sabes, los muchachos del trabajo.
Mariana le sujetó del brazo con cuidado. No quería discutir, no esa noche. Lo guió hasta la recámara, intentando que no despertara a su hijo pequeño, que dormía en la habitación de al lado.
—Anda, quítate los zapatos —le dijo, y él se dejó caer pesadamente sobre la cama, riéndose entre dientes.
—Eres mi ángel, ¿lo sabías? —balbuceó él antes de cerrar los ojos.
Ella lo miró por unos segundos. Había amor todavía, pero también cansancio, ese tipo de cansancio que no se quita con el sueño. Lo tapó con una sábana, apagó la luz y bajó las escaleras. En el patio trasero, el aire olía a lluvia próxima. Se quedó unos minutos bajo el cielo oscuro, sintiendo la humedad en la piel, intentando olvidar la sensación amarga que siempre le dejaba cada noche de espera.
A la mañana siguiente, el sol entró por las cortinas. Mariana se levantó temprano, preparó el desayuno para su hijo y dejó que Jorge siguiera durmiendo. El silencio en la casa era denso, casi pesado.
Cerca del mediodía, salió al patio para barrer las hojas secas. El viento soplaba suave, y el canto de los pájaros llenaba el aire. De pronto, algo cambió. Un olor extraño, penetrante, le llegó desde la entrada. Frunció el ceño. No era basura, ni drenaje. Era algo más fuerte, más… orgánico.
Siguió el rastro hasta el coche de Jorge, estacionado en la sombra. El maletero estaba entreabierto, apenas unos centímetros. “Qué raro”, pensó. Se acercó despacio. El olor se hacía más intenso. Con un gesto de duda, levantó la tapa.
Entonces lo vio: una bolsa negra de plástico, medio abierta, con un líquido rojizo goteando hacia el suelo. El olor era insoportable. Mariana retrocedió con un grito ahogado, llevándose la mano a la boca. Su corazón empezó a latir con fuerza.
—¡Dios mío! —susurró, temblando.
Durante unos segundos no supo qué hacer. Miró hacia la casa, luego hacia la calle. No había nadie. El silencio del mediodía le pareció ensordecedor. Se armó de valor, estiró la mano y separó un poco la bolsa. Dentro, distinguió algo que parecía carne… carne cruda, de color oscuro, con un tono gris verdoso en los bordes. El olor la golpeó otra vez, haciéndola dar un paso atrás.
Sintió que las piernas le temblaban. Por un instante, un pensamiento fugaz cruzó su mente, absurdo, imposible: “¿Y si…?”. Pero no, se obligó a respirar.
“Debe ser comida —se dijo—, tal vez algo que se echó a perder”.
Corrió a la casa y subió las escaleras.
—¡Jorge! —lo llamó, casi sin aliento.
Él se incorporó lentamente, con el cabello despeinado y la voz ronca.
—¿Qué pasa? ¿Por qué gritas?
Mariana, todavía pálida, lo miró con los ojos abiertos de par en par.
—Tu coche… hay una bolsa… huele horrible.
Él se quedó callado unos segundos, luego frunció el ceño y soltó una carcajada.
—Ah, caray. Seguro es la carne que compré anoche.
—¿Qué carne?
—Fui con los muchachos a cenar birria y compré un kilo extra para ti y el niño. Pero ya ves, se me subieron las cervezas. Olvidé guardarla.
Mariana lo miró incrédula.
—¿Cómo puedes bromear? Está podrida, Jorge. ¡Apesta!
Él se levantó, tambaleándose un poco, y fue con ella hasta el auto. Al abrir el maletero, hizo una mueca.
—Pues sí, se echó a perder —dijo encogiéndose de hombros—. Ni modo, la tiro y ya.
Tomó la bolsa con una mano y la llevó al contenedor frente a la casa. Mariana lo observó, todavía con el corazón acelerado. Algo no encajaba. ¿Por qué estaba esa carne suelta, sin envoltorio, dentro de una bolsa negra? ¿Y ese líquido rojizo… era sangre?
Pero Jorge ya había vuelto a entrar, silbando, como si nada hubiera pasado.
El resto del día transcurrió en una calma extraña. Mariana trató de concentrarse en sus labores, pero cada vez que el viento soplaba, sentía que el olor seguía allí, como si se hubiera impregnado en el aire. Por la noche, mientras servía la cena, observó a su esposo. Él comía tranquilo, hablaba de fútbol y del taller, fingiendo una normalidad que a ella le resultaba forzada.
—¿No recuerdas nada más de anoche? —preguntó de pronto.
—¿A qué te refieres? —replicó él, levantando la vista del plato.
—No sé… parecías nervioso cuando llegaste.
Él sonrió con esa sonrisa cansada que usaba cuando no quería discutir.
—Mari, estaba borracho. Ya sabes cómo soy cuando bebo.
Ella bajó la mirada. En su interior, algo seguía inquieto.
Esa noche, no pudo dormir. El sonido de la lluvia golpeando el techo la mantenía despierta, junto con el recuerdo del olor. Se levantó, caminó hasta la ventana y miró hacia el coche de su esposo, ahora vacío bajo el aguacero. La calle se veía desierta.
“Sólo era carne”, se repitió una y otra vez. Pero su mente no encontraba paz.
A la mañana siguiente, mientras preparaba el desayuno, vio a Jorge salir temprano. Dijo que iría al taller a entregar unas piezas. No se despidió con beso, sólo un “vuelvo en la tarde”.
Mariana, por impulso, se acercó a la ventana y lo observó alejarse. En el asiento trasero del coche, creyó ver una mancha oscura en la tapicería, pero la lluvia la borró enseguida.
Horas después, al barrer el patio, volvió a sentirlo.
Ese olor.
Ya no provenía del coche, sino del contenedor de basura donde Jorge había tirado la bolsa.
Se cubrió la nariz con la mano y se acercó. La tapa estaba entreabierta. Dentro, la bolsa seguía ahí, pero ahora estaba manchada con algo nuevo: un trozo de tela, como si alguien lo hubiera metido durante la noche.
Mariana dio un paso atrás. Miró hacia la calle, hacia las casas vecinas. Nadie. El viento soplaba fuerte, moviendo las hojas.
De repente, algo dentro de la bolsa pareció moverse.
Mariana soltó la escoba y retrocedió con un grito ahogado.
Minutos después, su teléfono vibró en el bolsillo.
Era un mensaje de texto.
Lo abrió con las manos temblorosas. Era de un número desconocido.
“No abras más lo que no entiendes. Él no te lo perdonará.”
El celular se le resbaló de los dedos.
El olor del maletero volvió a su mente.
Y por primera vez, Mariana sintió miedo.
No del contenido de la bolsa, sino del hombre que dormía cada noche a su lado.
Capítulo 2 – La sombra de Jorge
Mariana no pudo concentrarse en todo el día. Cada vez que pasaba cerca del contenedor, el olor seguía ahí, pesado, como si se negaba a desaparecer. Finalmente, al caer la tarde, el camión de la basura llegó y se llevó la bolsa negra. Pero el malestar no se fue. Quedó flotando en el aire, igual que la desconfianza que crecía dentro de ella.
Esa noche, cuando Jorge regresó, venía de mejor humor.
—Hoy sí que nos fue bien en el taller —dijo mientras se servía un plato de frijoles refritos—. Cerramos un trato grande con la compañía de transporte.
Mariana forzó una sonrisa.
—Qué bueno, Jorge.
—¿Y tú? ¿Todo tranquilo aquí?
Ella dudó. Quiso mencionarle el mensaje extraño, pero algo en su mirada la detuvo.
—Sí, todo bien —mintió—. Sólo un poco cansada.
Él asintió, sirviéndose una cerveza.
—Deberías descansar. Estás muy tensa últimamente.
Mariana lo observó beber. En su mente, la imagen de la bolsa negra no la dejaba en paz. “No abras más lo que no entiendes”, decía el mensaje. ¿Quién podría haberlo mandado? ¿Y qué significaba?
Al día siguiente, Jorge salió temprano. Mariana aprovechó para revisar el garaje. No buscaba nada concreto, sólo necesitaba respuestas. Entre las cajas de herramientas y los frascos de aceite, encontró un par de guantes de látex manchados con algo oscuro. Los levantó con cuidado; parecían recientes.
—¿Qué estás haciendo, mamá? —preguntó la voz de su hijo, Emiliano, de seis años, que apareció en la puerta.
Mariana se sobresaltó.
—Nada, hijo, sólo limpiando.
—¿Papá va a llegar temprano hoy?
—No lo sé, mi amor.
Guardó los guantes en una bolsa de plástico y los escondió detrás del refrigerador. No sabía por qué lo hacía; sólo sentía que debía hacerlo.
Por la tarde, fue al mercado del barrio. En la carnicería, mientras pagaba, no pudo evitar observar el color de la carne colgada en los ganchos, el olor metálico que llenaba el aire. Recordó el líquido que goteaba del maletero y sintió un escalofrío.
—¿Está bien, señora? —preguntó el carnicero, un hombre gordito con bigote.
—Sí, sólo… me mareé un poco —respondió ella, evitando mirar las piezas colgantes.
De regreso a casa, pasó frente a la iglesia del barrio. En la reja había un cartel: “Se busca información sobre el paradero de un hombre desaparecido. Responde al nombre de Raúl Martínez.”
La foto mostraba a un hombre de unos treinta años, con una sonrisa amable y una gorra de béisbol. Mariana sintió una punzada en el pecho. No sabía por qué, pero el rostro le resultaba vagamente familiar.
Esa noche, la tensión entre ella y Jorge era palpable. Él notó su silencio.
—¿Te pasa algo? —preguntó mientras se quitaba la camisa.
—No.
—No me mientas, Mariana. Te conozco.
Ella dudó, luego respiró hondo.
—Encontré unos guantes en el garaje. Tenían manchas.
Él se giró lentamente.
—¿Y qué con eso? Trabajo con grasa, aceite, pintura. Todo mancha.
—No era grasa, Jorge. Era algo más oscuro.
Él soltó una carcajada seca.
—¿Otra vez con tus ideas? Deberías dejar de ver tantas series policíacas.
Mariana lo miró, con una mezcla de rabia y miedo.
—Entonces explícame por qué recibí este mensaje —dijo, mostrando el teléfono.
Jorge frunció el ceño al leer las palabras.
“No abras más lo que no entiendes. Él no te lo perdonará.”
—¿Quién te mandó esto? —preguntó él con voz baja.
—No lo sé.
—¿Y me estás acusando a mí?
—No, sólo quiero entender…
Él dio un paso hacia ella. Por un segundo, Mariana sintió su respiración muy cerca. Pero en vez de enojarse, Jorge suspiró, cansado.
—Mira, Mari. Últimamente estás muy nerviosa. Si quieres, mañana te llevo a visitar a tu madre unos días. Te hará bien cambiar de ambiente.
Su tono era amable, pero algo en sus ojos —una sombra fugaz, un brillo extraño— la dejó helada.
Esa noche, Mariana no durmió. Esperó a que Jorge se quedara profundamente dormido y bajó al garaje otra vez. El olor a aceite y metal era fuerte, pero debajo, percibía otro aroma más tenue, uno que no era del taller: algo agrio, húmedo.
Con la linterna del celular, revisó el fondo del garaje. Detrás de unas cajas, había una lona azul doblada con cuidado. La movió con las manos temblorosas. Debajo, encontró una cuerda gruesa y una mancha seca en el piso, color marrón oscuro.
El corazón le golpeaba el pecho. Quiso salir corriendo, pero se obligó a seguir.
Buscó el teléfono, sacó una foto rápida y guardó todo como estaba.
Al regresar al dormitorio, Jorge seguía dormido, roncando. Mariana se sentó en el borde de la cama y lo observó. Por primera vez, lo vio como un extraño.
A la mañana siguiente, decidió visitar la iglesia. Llevó consigo la foto del cartel.
El padre Antonio, un hombre mayor de voz serena, la recibió en el atrio.
—Padre, ¿sabe algo sobre este muchacho? —preguntó Mariana, mostrando la imagen de Raúl Martínez.
—Sí, hija. Desapareció hace una semana. Trabajaba como repartidor de carnes en el mercado San Isidro. Su familia está desesperada.
Mariana sintió un nudo en el estómago.
—¿Repartidor de carnes…?
—Así es. Lo vieron por última vez un viernes, cerca del taller mecánico de la avenida Hidalgo.
El taller.
El mismo donde trabajaba Jorge.
Cuando regresó a casa, Jorge estaba lavando el coche. La música sonaba fuerte desde su teléfono. Sonreía, silbando una melodía alegre.
—¡Mira quién llegó! —dijo al verla—. Pensé que te habías ido con tu madre.
—Fui a la iglesia —respondió ella, intentando mantener la calma.
—¿A rezar por mí? —bromeó.
—Por todos —dijo ella, secamente.
Mientras él seguía lavando, Mariana se acercó al maletero. Aún recordaba el olor de días atrás. Todo parecía limpio ahora, demasiado limpio.
—¿Le hiciste limpieza completa al coche? —preguntó.
—Sí, ¿por qué? Estaba hecho un desastre después de esa carne podrida.
Mariana asintió, pero sus ojos se fijaron en algo en el suelo del garaje: una mancha húmeda, casi imperceptible, que se extendía desde donde él lavaba hacia un rincón oscuro.
La manguera goteaba, sí, pero el color del agua era extraño… como si arrastrara un tono rojizo.
Ella sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo.
—Voy a preparar la comida —dijo, intentando sonar normal.
—Perfecto —respondió él, sin mirarla—. Hoy tengo hambre de carne asada.
Esa tarde, mientras él se duchaba, Mariana revisó su celular otra vez. El número que le había enviado el mensaje había desaparecido de la lista. No había rastro alguno, como si nunca hubiera existido. Pero al abrir su correo electrónico, encontró un nuevo mensaje sin remitente:
“Raúl no volvió a casa. Pregunta en el taller. No confíes en Jorge.”
El corazón se le detuvo.
Su mente se llenó de imágenes: la bolsa negra, los guantes, la lona azul, el cartel de la iglesia.
Todo comenzaba a encajar… y a la vez, a desmoronarse.
Jorge salió del baño en ese momento, con el cabello mojado y una sonrisa tranquila.
—¿Con quién hablas? —preguntó al verla con el teléfono en la mano.
—Con nadie —respondió rápido.
Él la observó por un instante. Luego, como si nada, la abrazó por detrás.
—Te quiero, Mari. No sabes cuánto.
Ella se quedó inmóvil.
Sentía sus brazos rodearla, cálidos, familiares… y sin embargo, una voz interior le gritaba que algo en ese abrazo estaba roto.
Esa noche, mientras todos dormían, Mariana empacó una mochila pequeña. Guardó los documentos, algo de dinero y el teléfono. Antes de salir, miró una vez más a Jorge dormido. Su respiración era profunda, serena. En su mesita, el celular de él vibró con una notificación.
Sin pensar, lo tomó. Era un mensaje de un contacto guardado como “Chuy Taller”.
“Ya se deshizo todo, jefe. Nadie sospecha.”
La sangre de Mariana se congeló.
Dejó el celular en su lugar, tomó a su hijo en brazos y salió de la casa en silencio.
El aire de la madrugada era frío. Caminó por la calle vacía sin mirar atrás.
Pero antes de llegar a la esquina, su teléfono vibró una vez más.
Un nuevo mensaje del número desconocido.
“No corras. Él ya sabe que lo descubriste.”
Mariana levantó la vista.
Al final de la calle, bajo la luz del farol, una silueta se acercaba despacio.
Era Jorge.
Y sonreía.
Capítulo 3 – El regreso del silencio
El corazón de Mariana latía con fuerza. La calle estaba vacía, apenas iluminada por un farol parpadeante. La silueta de Jorge se recortaba contra la neblina de la madrugada, caminando hacia ella con paso tranquilo, casi relajado.
—¿A dónde vas tan temprano, Mari? —preguntó él, con voz suave, mientras avanzaba.
Mariana abrazó a Emiliano más fuerte.
—Voy con mamá. El niño se sintió mal —improvisó.
Jorge sonrió, pero su mirada era fría.
—¿Tan mal como para salir a las tres de la mañana?
—Sí… tiene fiebre —respondió ella, evitando mirarlo.
Él dio otro paso. El sonido de sus botas en el pavimento resonaba en la oscuridad.
—No me mientas —dijo en un tono casi susurrado—. Tú leíste algo, ¿verdad?
Mariana sintió que las piernas le temblaban.
—No entiendo de qué hablas.
—Del mensaje, Mariana. Sabes algo que no deberías.
Por un instante, la tensión fue insoportable. Entonces, un ruido rompió el silencio: el motor de un autobús que pasaba al fondo de la calle. Mariana aprovechó ese segundo para correr.
—¡Mari! —gritó Jorge detrás de ella.
Corrió con todas sus fuerzas, sosteniendo al niño, hasta llegar a la esquina donde vivía doña Lupe, una vecina anciana que siempre madrugaba para preparar tamales. Golpeó la puerta con desesperación.
—¡Doña Lupe, por favor! ¡Ábrame!
La mujer, confundida, asomó la cabeza.
—¿Qué pasa, hija?
—Necesito usar su teléfono, rápido.
Mariana marcó a la policía con las manos temblorosas. Mientras explicaba la situación, miró por la ventana. Jorge ya no estaba en la calle.
Había desaparecido.
Esa madrugada fue larga. Los agentes llegaron poco después, tomaron su declaración y registraron la casa. En el garaje encontraron la lona azul, los guantes y algunas manchas sospechosas en el suelo. Pero lo más extraño fue lo que hallaron detrás del taller donde trabajaba Jorge: restos de bolsas negras quemadas y documentos con el logo de una empresa de distribución de carne.
Los investigadores le explicaron que Jorge no sólo trabajaba como mecánico, sino que también colaboraba con una red de venta ilegal de carne en mal estado. El repartidor desaparecido, Raúl Martínez, había descubierto el negocio y amenazado con denunciarlo. Desde entonces, nadie lo había vuelto a ver.
Mariana sintió un vacío en el pecho. La verdad era peor de lo que había imaginado, pero al menos, por fin, tenía respuestas.
Sin embargo, Jorge seguía desaparecido.
Pasaron tres días sin noticias. Mariana se refugió en casa de su madre, en las afueras del pueblo. Emiliano jugaba en el patio, ajeno a todo. A veces preguntaba por su padre, y Mariana sólo respondía:
—Papá tuvo que irse a trabajar lejos.
Por las noches, el silencio era espeso. El sonido de los grillos se mezclaba con sus pensamientos. “¿Dónde estará Jorge? ¿Huyó? ¿O alguien más se encargó de él?”
No sabía si sentir miedo o alivio.
Una tarde, mientras colgaba ropa en el tendedero, vio a lo lejos una camioneta estacionarse frente a la casa. Dos hombres con chaquetas oscuras bajaron. Uno de ellos le mostró una placa.
—Señora Mariana Pérez, soy el agente Sandoval. Tenemos noticias sobre su esposo.
El aire pareció detenerse.
—¿Está… vivo?
—Sí —respondió el agente—. Lo encontramos esta mañana en el hospital de Culiacán. Había sufrido un accidente en la carretera. Está estable.
Mariana no supo qué sentir. Parte de ella deseaba no volver a verlo, pero otra parte —la que aún recordaba los años buenos, las risas, los sueños compartidos— no podía evitar preocuparse.
—¿Puedo verlo? —preguntó al fin.
El hospital estaba frío, con olor a desinfectante. Jorge yacía en una cama, con el brazo vendado y un moretón en el rostro. Cuando la vio entrar, sus ojos se llenaron de algo parecido a vergüenza.
—Mari… —murmuró.
Ella se quedó en la puerta, sin saber si acercarse o no.
—¿Por qué? —preguntó simplemente.
Él suspiró, cerrando los ojos un momento.
—No quería meterte en eso.
—¿En qué, Jorge? ¿En esconder carne podrida? ¿En mentirnos? ¿En ponernos en peligro?
—Fue un error, te lo juro. Yo sólo arreglaba los coches de esa gente. Pero cuando Raúl descubrió lo que hacían, se armó un lío. Me obligaron a deshacerme de las pruebas. No lo lastimé, Mari, sólo… sólo tenía miedo.
Mariana lo miró largo rato.
—El miedo no te da derecho a mentir —dijo al fin, con voz temblorosa.
Él bajó la cabeza.
—Lo sé. Pero cuando te vi mirar esa bolsa, supe que todo se había acabado. No quería que pensara que yo…
Las lágrimas se acumularon en los ojos de Mariana, pero no cayeron.
—No sé si podré perdonarte, Jorge. Pero al menos, dime una cosa: ¿Raúl… está vivo?
Jorge levantó la mirada lentamente.
—Sí. Lo detuvieron conmigo. Estaba escondido. Fue él quien me ayudó cuando el coche derrapó. Él llamó a la policía.
Mariana se quedó inmóvil, sorprendida.
—¿Entonces… el mensaje que recibí?
—Él lo envió. Quería que te mantuvieras lejos mientras nos entregábamos. Dijo que era la única manera de protegerte.
El silencio llenó la habitación.
Por primera vez en semanas, Mariana sintió que podía respirar.
Pasaron los días. Jorge fue procesado, pero gracias a la declaración de Raúl, recibió una condena menor. Desde prisión, le escribió una carta a Mariana cada semana. No hablaba de amor ni de arrepentimiento forzado, sino de cosas simples: cómo estaba Emiliano, cómo olía el patio cuando llovía, cómo soñaba con empezar de nuevo algún día.
Mariana le respondía a veces, otras no. No sabía si llamarlo esperanza o costumbre. Pero con el tiempo, el rencor se fue volviendo silencio, y el silencio, comprensión.
Un año después, Mariana abrió una pequeña tienda de abarrotes en la esquina de su colonia. Vivía tranquila, dedicándose a su hijo y al jardín que tanto le gustaba cuidar. A veces, los vecinos le hablaban del caso, aún recordado por todos, pero ella sólo sonreía con discreción.
Una tarde, mientras barría la acera, un coche se detuvo frente a la tienda. Era Raúl. Bajó con una sonrisa tímida y una bolsa en la mano.
—Traigo un regalo, doña Mariana —dijo.
—No debiste molestarte.
—Es carne fresca, de buena calidad. Yo mismo la corté. Abrí mi propio negocio.
Mariana rió suavemente.
—Prométeme que no la dejarás en el maletero.
—Ni loco —respondió él, entre risas.
Se despidieron con un apretón de manos. Al verlo alejarse, Mariana levantó la vista hacia el cielo azul. Por primera vez en mucho tiempo, el aire no olía a miedo.
Entró a la tienda, preparó la cena para su hijo y puso música suave en la radio.
Emiliano jugaba con sus carritos en el suelo.
—Mamá, ¿crees que papá volverá algún día? —preguntó con inocencia.
Mariana sonrió, acariciándole el cabello.
—Tal vez, hijo. Pero si vuelve, será diferente.
Miró por la ventana. El atardecer pintaba el cielo de tonos naranjas y violetas. En la distancia, un tren pasaba lentamente, como si arrastrara los últimos recuerdos del pasado.
El olor en el maletero se había ido.
Pero las lecciones que dejó nunca desaparecerían.
Y en ese silencio, entre el viento y el canto lejano de los pájaros, Mariana supo que, al fin, la vida volvía a empezar.
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