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Después de cinco años juntos, mi novio, en cuanto lo ascendieron, me terminó de manera fría para irse con su nueva secretaria. Me dolió tanto que decidí casarme con un chico del pueblo, alguien que había pasado toda su vida entre corrales de cerdos, solo para decir que al menos tenía un esposo. Pero en nuestra noche de bodas, descubrí algo que me dejó completamente atónita…

CAPÍTULO 1 — EL ADIÓS QUE ME ROMPIÓ Y EL MATRIMONIO QUE NO ESPERABA


El aire acondicionado de la oficina estaba tan frío que sentía cómo la piel se me erizaba, pero no tenía que ver con la temperatura. Era la noticia. La frase. Esas malditas palabras que destrozaron cinco años de mi vida:
—Lo siento, pero necesito tiempo. No creo que debamos seguir juntos.

Julio ni siquiera me miró a los ojos cuando lo dijo. Solo mantenía la mirada fija en el vaso de café que sostenía con ambas manos, como si buscara excusas en ese líquido negro. El mismo hombre que juró acompañarme hasta que ambos envejecieran, ahora parecía un desconocido.

—¿Necesitas tiempo… para ella, verdad? —pregunté con la voz rota, sintiendo el corazón golpearme las costillas.

Julio tardó unos segundos en responder. Su silencio lo dijo todo.

Ella.
La secretaria nueva. Daniela, la de cabello lacio y sonrisa ensayada, especialista en caminar con tacones como si desfilara sobre una pasarela. La misma que no entendía la palabra “límite”.

Mi mundo se vino abajo en ese momento. Todo lo que planeamos —el departamento que íbamos a comprar juntos, las vacaciones en la Riviera Maya, el perro que íbamos a adoptar— se desmoronó como un castillo de arena frente a una ola.

Me quedé ahí, con la humillación pegada al cuerpo, escuchando cómo él se justificaba:
—Me ascendieron, tengo demasiadas responsabilidades, mi vida está cambiando… yo estoy cambiando.

¿Y yo qué?
¿Yo no contaba?

Los días siguientes fueron una mezcla de lágrimas, rabia y silencio. Mi familia en Veracruz me llamó varias veces, preocupados por el tono apagado de mi voz. Yo solo respondía: “Estoy bien”. Pero la verdad era que me sentía vacía.

Una noche, mi madre —sin previo aviso— me mandó un mensaje:

Mamá: Ya está decidido.
Vas a regresar. Un muchacho del pueblo quiere conocerte.

Yo casi suelto el celular de la impresión.

Yo: ¿Qué? ¿Quién? ¿Por qué?

Mamá: Hija, no puedes quedarte llorando por alguien que no te valoró. Este joven es trabajador, noble, sano. Cría puercos en su rancho. Es serio. Te merece.

Me reí amargamente.
¿Casarme con un criador de puercos?

Yo, que había vivido en la ciudad, acostumbrada a cafés elegantes, reuniones de oficina, tacones y carpetas, ¿casarme con alguien que oliera a establo todo el día?

—Ni loca —susurré mientras apagaba el celular.

Pero la vida tiene maneras extrañas de arrinconarte hacia donde menos esperas.

Una semana después, estaba en la terminal de autobuses con dos maletas, mi corazón roto y cero expectativas. Mis padres insistieron en que necesitaba un cambio y yo… yo ya no tenía fuerzas para discutir.

El camino a mi pueblo estaba lleno de montañas verdes, curvas pronunciadas y pequeñas casas de adobe. Hacía años que no regresaba. Sentí cómo la nostalgia se mezclaba con una ligera vergüenza. Había creído que lo tenía todo en la ciudad. Ahora volvía derrotada.

Cuando bajé del autobús, lo vi.

A lo lejos, junto a una camioneta vieja pero brillante, estaba él: Mateo.
Camisa de mezclilla remangada hasta los antebrazos, sombrero de palma y un par de botas llenas de tierra seca. Su piel morena brillaba bajo el sol y sus ojos eran tan tranquilos como un río sin viento. Parecía salido de una postal de vida rural.

No dijo mucho cuando nos presentaron. Solo me extendió la mano con una sonrisa tímida.

—Mucho gusto, María.

—Igualmente —contesté, evitando mirarlo directo.

No tenía ganas de conocer a nadie. Mucho menos enamorarme.

Pero había algo en él… algo diferente.

Los días siguientes fueron un desfile de intentos de conversación y silencios incómodos. Mateo me visitaba cada tarde con una bolsa de mangos, flores del campo o una botella de agua fresca de jamaica. No insistía, no forzaba nada. Simplemente estaba ahí.

A veces, sólo se quedaba sentado conmigo en el corredor de la casa, mirando cómo caía la tarde detrás de los montes.

Una noche, mientras el cielo se teñía de violeta, me dijo en voz baja:
—No quiero que pienses que estoy aquí porque tus padres me obligan. Vine porque creo que el amor se construye con paciencia.

Le respondí con una risa cansada.

—No sé si me quede amor para construir algo más.

Mateo no se ofendió.
Solo asentó y dijo:

—Yo puedo esperar.

Pero las cosas cambiaron cuando mi madre, después de una comida dominical, soltó la bomba:

—Ya arreglamos todo para la boda. La próxima semana firmarán en el Registro Civil.

Casi me atraganto con el agua.

—¿¡Cómo que arreglaron todo!? —exclamé, dejando caer el vaso.

Mi padre cruzó los brazos, serio pero cariñoso:
—No tienes nada en la ciudad. Aquí tienes una oportunidad de empezar de nuevo.

Miré a Mateo, esperando que dijera algo, que contradijera esa locura, pero él solo me observó con serenidad.
—No tienes que aceptarlo si no quieres —dijo con voz suave.

Pero yo estaba rota. Cansada. Necesitaba huir de mi propio dolor. Y, aunque suene absurdo, casarme con un hombre que apenas conocía me parecía menos doloroso que seguir enfrentando la sombra de Julio en cada esquina de la ciudad.

—Acepto —susurré.

Sentí la mirada aliviada de mis padres y la sorpresa tímida de Mateo.

La boda civil fue sencilla: flores del jardín de mi madre, mesas con manteles blancos y música de trío. Nadie podría acusarme de no intentar ser feliz, pero había una parte de mí que seguía enterrada bajo los escombros de mi viejo amor.

Cuando firmé el acta matrimonial, pensé:
Ya está. Tengo un esposo. Y ni siquiera lo amo.

La noche llegó rápido.
La habitación estaba llena del aroma a velas perfumadas y flores silvestres. Me senté en la orilla de la cama con las manos temblando. Sentía que había cometido una locura irreversible.

Mateo se acercó lentamente, sin tocarme.

—No quiero que te sientas obligada a nada esta noche. Podemos solo hablar… o dormir. Lo que necesites.

Por primera vez, lo miré de verdad.
Había honestidad en su mirada. Una honestidad que dolía.

—Mateo… —susurré, sintiendo un nudo en la garganta— yo no sé si puedo ser la esposa que mereces.

Él sonrió con suavidad.

—No espero perfección. Solo quiero sinceridad.

Pero justo cuando creí que la noche sería tranquila, Mateo caminó hacia un pequeño cajón, sacó un sobre y lo puso en mis manos.

—Antes de que decidas cómo será nuestro matrimonio, necesito decirte la verdad. Lo que conoces de mí… no es toda mi historia.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

—¿Qué… qué quieres decir?

Mateo respiró hondo. Sus ojos se clavaron en los míos, serios, intensos.

—No soy un simple criador de puercos. El rancho donde trabajo… es mío. No son solo animales. Tengo cultivos, exportamos productos, y manejo más empleados de los que puedo recordar. Nunca te lo dije porque quería algo de ti que nadie me ha dado: sinceridad. No quería que me eligieras por dinero.

El sobre que sostenía en mis manos tenía documentos: escrituras, fotografías, informes. Todo real.

Me quedé helada.
Sentí cómo el mundo giraba bajo mis pies.

—¿Tú… eres dueño de un rancho enorme… y no dijiste nada?

Mateo dio un paso hacia mí.

—Quería que me eligieras… por mí.

La habitación se hizo pequeña.
Las lágrimas brotaron sin control.

Había elegido casarme por huir del dolor…
Y ahora estaba frente a un hombre que me había elegido de verdad.

Mi voz se quebró:

—¿Por qué yo?

Mateo sonrió, con esa calma que siempre lo rodeaba.

—Porque cuando te vi por primera vez… supe que contigo no necesitaba fingir.

Y entonces, sin poder contenerlo, rompí en llanto.

No por él.
No por Julio.

Por mí.
Porque alguien me estaba ofreciendo amor sincero… y yo llegué sin nada.

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CAPÍTULO 2


Desperté con el primer rayo de sol filtrándose entre las cortinas de la habitación. Por un instante, no recordé dónde estaba. Las paredes eran de color crema, había una mesita con flores silvestres, y el aroma a café recién hecho llenaba el aire.

La boda.
El rancho.
Mateo.

Todo volvió de golpe.

El peso de la noche anterior todavía me oprimía el pecho. Él se había quedado en el sofá, a varios metros de la cama, respetando mi espacio. No me tocó, no insinuó nada. Solo se aseguró de que yo tuviera una cobija extra y que pudiera dormir tranquila.

Cuando giré la cabeza, lo vi dormido.

El cuerpo relajado, la respiración profunda, el sombrero descansando en su regazo. Parecía ajeno al resto del mundo, como si nada pudiera perturbar esa paz interna que siempre tenía.

Lo observé unos segundos.
Me pregunté si realmente merecía esa calidad de hombre.

—¿Dormiste bien? —preguntó su voz, ronca por el sueño.

Me sobresalté. No sabía que estaba despierto.

—Sí —respondí bajito—. ¿Y tú?

Él sonrió sin abrir del todo los ojos.

—Dormí donde quería estar.

Esa frase me golpeó el estómago. No supe qué contestar.

Mateo se levantó, tomó su sombrero y me dijo:
—Bájate cuando estés lista. Quiero mostrarte el rancho. Quiero mostrarte mi mundo… nuestro mundo, si tú quieres.

No supe si decir que sí o que no. Solo asentí.

Cuando salí, la luz de la mañana bañaba todo el lugar. Sentí el olor a tierra húmeda, a pasto recién cortado, a libertad. Las gallinas caminaban cerca del corral, los perros corrían alrededor, y el aire era limpio, sin smog, sin ruido, sin prisa.

Mateo caminaba unos metros delante de mí, saludando a los trabajadores como si fueran familia.

—Buenos días, don Mateo.

—Buen día, patrón.

—¿Ya vio los nuevos surcos? Están quedando hermosos.

Patrón.

Esa palabra todavía me parecía extraña.

Yo había imaginado un hombre rudo, quizá grosero, alguien presumido. Pero Mateo era lo contrario. Era sencillo, educado, escuchaba con paciencia, respondía con respeto.

—Aquí —dijo mientras me entregaba un casco—, para que no te ensucies los zapatos.

—¿Y tú? —pregunté.

Él sonrió.

—Yo nací pisando lodo, no me hace daño.

El sol iluminó su sonrisa y sentí algo incómodo moverse dentro de mí. Como si mi corazón hubiera olvidado por un instante el dolor que llevaba cargando.

Caminamos hacia los establos. El olor no era tan fuerte como imaginé; estaba limpio, ordenado. Había cerdos, pero también vacas, caballos, gallinas, y al fondo, enormes campos verdes donde varios trabajadores plantaban hortalizas.

—No solo criamos animales —explicó—. Exportamos carne y vegetales a otros estados. Y si todo sale bien, pronto a otros países.

Lo dijo en tono sereno, pero en sus ojos había determinación, pasión.

—¿Y por qué nadie del pueblo sabe? —pregunté.

Mateo se encogió de hombros.

—A veces, cuando la gente sabe lo que tienes, deja de ver quién eres.

Eso me atravesó.

Pensé en Julio.
En cómo cambió cuando obtuvo su ascenso, como si yo ya no perteneciera a su nuevo nivel de vida. Como si el éxito le hubiera dado permiso de reemplazarme.

Pero este hombre delante de mí… tenía éxito y humildad.

Mientras caminábamos, un caballo relinchó suavemente y Mateo lo acarició con la mano.

—Este se llama Valiente —dijo con orgullo—. Es terco como yo.

—¿Y yo cuál sería? —pregunté con tono divertido.

No respondió de inmediato. Me miró con esos ojos profundos, como buscando dentro de mí.

—Tú serías… Luz.

Me ruboricé sin querer.

—¿Luz? Eso suena muy cursi.

—No es cursi —replicó con seriedad—. Cuando llegaste a este lugar, trajiste luz. Aunque todavía no te des cuenta.

Me quedé en silencio.
¿Cómo podía alguien que me conocía tan poco verme tan profundamente, mientras Julio, después de cinco años, nunca me vio realmente?

Entramos al invernadero. Era enorme, lleno de plantas verdes, tomates colgando de las ramas y un sistema de riego que parecía de película.

—Aquí trabajo cuando necesito despejar mi mente —explicó Mateo—. Es mi lugar favorito.

—Es hermoso —susurré.

—Como tú —respondió sin pensarlo.

Mis mejillas ardieron.

—Mateo… no tienes que decir esas cosas.

Él me miró, serio.

—No lo digo porque tenga que decirlo. Lo digo porque lo siento.

Quise contestar algo, pero un trabajador interrumpió:

—Patrón, lo buscan por teléfono. Es el proveedor de Querétaro.

Mateo asintió.

—Regreso en cinco minutos. No te muevas, ¿sí? Quiero mostrarte algo más.

Lo vi alejarse, hablando con los trabajadores como si fueran amigos de toda la vida. Su voz firme, pero nunca autoritaria.

Fue entonces cuando alguien se acercó a mí.
Una mujer joven, de unos veinticinco años, ojos vivaces y sonrisa enorme.

—Hola, ¿tú eres María?

—Sí —respondí, algo confundida.

—Soy Carolina, la hermana de Mateo.

—¡Ah! Encantada —dije.

Ella me tomó de la mano con confianza, como si fuéramos amigas de años.

—Estoy tan feliz de conocerte. Mateo nunca había traído una mujer aquí. Y créeme, no es porque no quisieran. ¡Muchas andaban detrás de él!

Me quedé paralizada.

—¿Muchas? —pregunté, fingiendo desinterés.

—Claro. —Se encogió de hombros—. Él es trabajador, generoso, y sí, está guapo. Las mujeres del pueblo lo ven como un buen partido. Pero Mateo siempre dijo lo mismo: “Cuando encuentre a la indicada, ella me reconocerá, aunque llegue con botas llenas de lodo.”

Mi corazón dio un vuelco.

—Él cree… que yo soy esa mujer —murmuré.

Carolina me miró con ternura.

—No sé si tú eres la indicada, eso lo decidirán ustedes dos. Pero hay algo que sí sé: Mateo jamás te mentiría para impresionar. Él solo quiere ser amado por quien es, no por lo que tiene.

No supe qué decir.
Apreté mis manos, tratando de contener las lágrimas.

—Yo… yo no sé si estoy lista para amar de nuevo —admití—. Pensé que el matrimonio sería solo un escape.

—A veces, cuando algo se rompe —respondió ella—, lo que llega después no es para reemplazar, sino para sanar.

Sentí que mis ojos se humedecían.

Mateo regresó, y cuando me vio hablando con Carolina, sonrió.

—Ya le contaste todo, ¿verdad? —dijo bromeando.

—Solo lo necesario —respondió ella, guiñando un ojo.

Mateo me extendió la mano.

—Ven. Falta el último lugar.

Me llevó hasta un pequeño cerro detrás del rancho. Caminamos por un sendero rodeado de flores silvestres. El viento soplaba suave, moviendo mi cabello. Sentía la tierra bajo mis pies, la vida latiendo fuerte.

Cuando llegamos a la cima, me quedé sin aliento.

Desde ahí se veía todo el rancho. Un mar de campos verdes, establos ordenados, trabajadores moviéndose como pequeñas hormigas con propósito. El sol iluminaba todo, haciendo brillar la tierra como si fuera oro.

—Este es mi lugar favorito —dijo Mateo—. Cuando dudo de algo, vengo aquí. Me recuerda de dónde vengo y hacia dónde voy.

Yo no podía apartar la mirada del paisaje.

—Mateo… esto es más grande de lo que imaginé.

—Y aun así, no tiene sentido si no tengo con quién compartirlo.

Sentí cómo las palabras me rodeaban por dentro.
Pero antes de que pudiera responder, Mateo sacó algo de su bolsillo.

Era un pequeño llavero, con la forma de una casita.

—Esto… —dijo mientras lo colocaba en mi palma— es la llave de tu casa. La casa del rancho. No tienes que vivir conmigo si todavía necesitas espacio. Puedes quedarte ahí. Yo no voy a presionarte.

Yo abrí la boca, sorprendida.

—¿Me estás dando… una casa?

—Te estoy dando un hogar —corrigió él—. Pero solo si tú quieres hacerlo tuyo.

Me quedé en silencio.
No estaba acostumbrada a ese tipo de amor. Un amor que no exigía nada a cambio.

Finalmente dije:

—Tengo miedo, Mateo.

Él se acercó apenas lo suficiente para que yo sintiera el calor de su presencia.

—Yo también. Pero quiero intentarlo contigo.

Y por primera vez desde que Julio me dejó, sonreí sin fingir.

Esa noche, mientras cenábamos con su familia, el teléfono de Mateo vibró. Él miró la pantalla y su expresión cambió, endureciéndose.

—¿Todo bien? —pregunté.

No respondió.
Se levantó de la mesa y contestó, alejándose unos metros.

Ahí lo escuché.

—No tienes derecho a llamar. No vuelvas a hacerlo.

Silencio.
Luego agregó con voz baja, tensa:

—No te atrevas a venir aquí.

Se giró y me vio. Sus ojos estaban llenos de algo oscuro… preocupación.

—Mateo… ¿quién era?

Él guardó el teléfono en su bolsillo.

—Nada importante.

Pero estaba mintiendo.
Lo sentí.
Lo vi en sus ojos.

Ese momento se clavó en mi pecho.

Porque entendí algo:

Mateo también tenía un pasado.

Y, sin saberlo, ese pasado estaba a punto de golpear nuestra puerta.

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CAPÍTULO 3


El sonido del teléfono de Mateo quedó grabado en mi mente, como una alarma que anunciaba peligro.

Durante la cena, aunque todos hablaban y reían, yo solo podía pensar en esa llamada misteriosa. Mateo evitaba mirarme y masticaba la comida sin realmente comerla. Cuando terminamos, se ofreció a llevarme a la casa del rancho para descansar, pero la tensión entre nosotros era tan espesa que casi podía tocarla.

—Si necesitas hablar de algo… —le dije cuando llegamos frente a la puerta.

Él me interrumpió:

—No es nada de qué preocuparse.

Pero sí lo era.
Yo podía sentirlo.

Pasé la noche en la cama mirando el techo, mientras preguntas y miedos daban vueltas en mi cabeza.

¿Tenía otra mujer?
¿Había una exnovia obsesionada con él?
¿Y si ese misterio era la razón por la cual nunca había tenido una relación seria antes?

A las cinco de la mañana me levanté. Quería aclarar mi mente, así que salí al porche de la casa. La brisa era fresca, y el cielo se teñía con los primeros tonos rosados del amanecer.

A lo lejos, vi a Mateo caminando hacia los establos, como si llevara horas despierto.

Decidí enfrentarlo.

—Mateo —lo llamé.

Él se detuvo.
Tragué saliva, intentando no mostrar cuánto me afectaba.

—Ayer recibiste una llamada. No quiero ser invasiva, pero… necesito saber la verdad.

Mateo respiró hondo, como si hubiera estado esperando este momento.

—No quería preocuparte.

—Prefiero la verdad a la incertidumbre —respondí con firmeza.

Él asintió y se recargó en la cerca del establo, mirando hacia la distancia antes de hablar.

—La llamada fue de alguien del pasado. Alguien que no quiero que vuelva a meterse en mi vida.

—¿Quién? —pregunté.

—Mi exnovia, Sofía.

Sentí cómo algo se apretaba dentro de mí.

—¿Y qué quiere ella?

—Quiere volver. —Su voz se volvió áspera— Y no entiende que ya no siento nada por ella.

—¿Y tiene algo que ver con tu secreto de ayer?

Mateo me miró directo a los ojos.
Y en esos segundos, supe que estaba a punto de confiar en mí por completo.

—Sí. Ella fue la razón por la que me oculté del mundo. Sofía nunca me quiso por quien era. Solo le importaba mi dinero. Cuando terminó conmigo, dijo que yo nunca sería suficiente para una mujer que supiera lo que quería de la vida.

Sus palabras cargaban dolor viejo, heridas que aún no sanaban.

—Después de eso —continuó— prometí que la próxima mujer que llegara a mi vida me elegiría a mí, no a mis bienes. Por eso mantuve todo en silencio cuando te conocí.

Tomé aire. Mi corazón estaba conmovido.

—Mateo… yo no estoy aquí por tu dinero. Yo estoy aquí porque necesitaba un nuevo comienzo.

Él dio un paso hacia mí, despacio, como si temiera que fuera a retroceder.

—¿Y ahora quieres un nuevo comienzo conmigo? —preguntó en voz baja.

Antes de que pudiera responder, se escuchó el motor de un carro acercándose. Segundos después, una camioneta blanca se detuvo frente a nosotros.

La puerta se abrió y una mujer delgada, elegante, de cabello perfectamente alisado, bajó del vehículo.

—Mateo —dijo con voz dulce pero arrogante—. Sabía que no te esconderías para siempre.

Era ella.
Sofía.

Se acercó con paso seguro, ignorando mi presencia como si fuera invisible.

—Tenemos que hablar —ordenó.

Mateo avanzó un paso, colocándose ligeramente frente a mí, como si quisiera protegerme.

—No tenemos nada de qué hablar —respondió con frialdad.

Ella rió con desprecio.

—¿De verdad piensas quedarte aquí, cuidando animales, casado con una mujer que ni conoces?

Sentí el golpe de sus palabras como una bofetada.

Mateo apretó la mandíbula.

—Mi vida aquí es real. Lo que tuve contigo fue una ilusión.

—No seas ridículo —bufó Sofía—. Tú no eres un hombre de rancho. Tú tienes dinero. Tú perteneces a un mundo mejor.

Mateo por fin estalló.

—¡El dinero no me define! —gritó—. Yo elegí este lugar porque aquí puedo ser quien soy, no lo que otros esperan de mí.

Sofía giró la cabeza y me miró con una mezcla de desdén e incredulidad.

—Y tú… —me señaló—, tú no lo mereces. Ni sabes lo que tienes entre las manos.

El silencio cayó como plomo.

No sé qué fuerza me hizo hablar, pero di un paso al frente.

—Tienes razón —dije con calma—. No sé todo lo que tengo. Pero sé lo que no tengo.

Sofía frunció el ceño.

—¿Y qué es?

—No tengo miedo de empezar de cero. No tengo miedo de trabajar. Y no tengo miedo de amar a alguien que me respeta.

Sofía intentó decir algo más, pero Mateo la interrumpió:

—Es mejor que te vayas.

Ella lo observó fijamente, esperando que él cambiara de opinión.

Pero no lo hizo.

Solo tomó mi mano.

Finalmente, Sofía subió a la camioneta, dando un portazo. La camioneta arrancó dejando una nube de polvo a su paso.

Cuando estuvimos solos, Mateo se volvió hacia mí.

—María… gracias.

—No lo hice por quedar bien —dije—. Lo hice porque ya no quiero vivir con miedo.

Él me miró de una forma que me hizo sentir vista, escogida. Y entonces, lentamente, tomó mi rostro entre sus manos.

—¿Puedo…? —susurró.

Esta vez, no dudé.

Asentí.

Él me besó. Un beso suave, lento, sin prisa. Un beso que no buscaba poseer, sino prometer.

Y yo supe que, sin darme cuenta, me había enamorado.

Los días siguientes fueron distintos.

Despertábamos temprano, desayunábamos pan dulce con café, trabajábamos juntos en los invernaderos. Los trabajadores comenzaban a bromear diciéndome patrona, y yo solo me reía, aunque en el fondo me emocionaba.

Aprendí a alimentar a los cerdos sin hacer caras.
Aprendí a montar a Valiente, el caballo que Mateo tanto cuidaba.
Aprendí que la felicidad podía tener aroma a tierra mojada y tortillas recién hechas.

Pero lo más importante…

Aprendí a estar en paz.

Una tarde, mientras colocábamos cajas de verduras en la camioneta para enviarlas al mercado, Mateo se acercó a mí con una pequeña cajita de madera.

—Abre —dijo.

Dentro había un anillo.
Sencillo, sin lujo, con una piedra pequeña pero brillante.

—Sé que ya estamos casados legalmente —dijo—, pero quiero hacer esto bien. Quiero casarme contigo de nuevo, pero esta vez… por amor.

Me quedé sin palabras.
No esperaba sentir algo tan grande, tan rápido.

—María —continuó—, yo no puedo prometerte una vida sin problemas. Pero sí puedo prometerte que cada día voy a elegirte, incluso cuando estés enojada, triste o con miedo. ¿Me dejas amarte a mi manera?

Las lágrimas me nublaron la vista.

—Yo también te elijo —murmuré—. No por lo que tienes. Sino por quien eres cuando nadie te mira.

Mateo sonrió, una sonrisa limpia, llena de luz.

—Entonces volvamos a empezar —dijo.

Y lo hicimos.

Nos tomamos de la mano, y en medio de ese rancho, con el sol cayendo detrás de las montañas, nos juramos amor.

Sin grandes fiestas.
Sin lujos.

Solo nosotros dos, y la certeza de que esta vez… era real.

Esa noche, mientras nos recostábamos mirando las estrellas desde el prado, Mateo dijo algo que jamás olvidaré:

—Gracias por enseñarme que el amor no se compra —susurró.

Yo sonreí, apoyando mi cabeza en su hombro.

—Gracias por enseñarme que el amor no se mendiga.

Y así, en una pequeña comunidad del sur de México, en un rancho lleno de vida, curé mi corazón roto.

No encontré un final de cuento de hadas.

Encontré algo mejor:

Un amor verdadero. Un hogar. Una segunda oportunidad.

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