El salón principal del hotel “Ángel del Mar”, en la costa de Veracruz, estaba decorado con bugambilias color vino y luces cálidas que daban la sensación de estar dentro de un sueño. Los invitados conversaban animadamente alrededor de las mesas redondas, donde se servían aguas frescas de jamaica y horchata, junto a pequeñas canastitas con pan dulce. La banda en vivo afinaba instrumentos mientras se escuchaban los primeros acordes de un bolero suave, creando un ambiente entre romántico y festivo.
En el centro del salón, un arco de flores blancas esperaba a los novios. Los fotógrafos se movían como colibríes, tratando de capturar cada gesto, cada sonrisa, mientras los padrinos coordinaban los últimos detalles. A lo lejos, las olas golpeaban con suavidad contra la orilla, como un aplauso constante y espontáneo de la naturaleza.
Lucía —la novia— respiró profundo antes de entrar. Su vestido de corte sirena dejaba al descubierto sus hombros, realzando la delicadeza de su piel. El peinado recogido dejaba caer unos mechones que le daban un aire de inocencia juvenil. Pero lo que más llamaba la atención era el collar de jade verde que descansaba en su cuello, enmarcado por la luz tenue que caía desde los candelabros.
Al llegar al arco floral, tomó la mano de su futuro esposo: Adrián.
—Estás hermosa —susurró él, con la voz entrecortada.
Lucía sonrió, tratando de controlar sus emociones.
Entre los invitados, don Emilio, el padre de la novia, observaba con orgullo. Él mismo había acompañado a Lucía a elegir el collar, una pieza que —según el vendedor— era “clásica y elegante”, muy común en bodas tradicionales. Don Emilio nunca imaginó que esa joya, tan sencilla y aparentemente sin significado, desataría un terremoto emocional en medio de la ceremonia.
La maestra de ceremonias pidió silencio.
—Queridos familiares, amigos, hoy estamos reunidos para celebrar la unión…
Sin embargo, antes de que pudiera continuar, un movimiento brusco llamó la atención de todos: Carmen, la madre del novio, se levantó de golpe de su asiento. Su rostro había perdido todo color. Los dedos le temblaban mientras señalaba, con incredulidad y horror, el collar en el cuello de Lucía.
—¡No puede ser! —gritó con la voz quebrada—. Ese collar... ese collar es de mi hija.
El salón entero quedó en silencio.
El corazón de Lucía dio un salto, sin entender qué estaba pasando. Adrián soltó su mano, confundido, y miró a su madre.
—Mamá… ¿qué estás diciendo?
Carmen dio unos pasos hacia adelante, como si no pudiera controlar sus piernas. Lágrimas desesperadas comenzaron a correr por su rostro.
—Ese collar es de Mariana —dijo con voz temblorosa—. Lo reconozco… yo… yo misma se lo puse aquel día… antes de que desapareciera.
Lucía retrocedió un paso, asustada.
Los murmullos comenzaron a llenar el salón:
—¿La hija que murió?
—¿La que se perdió hace tantos años?
—¿Cómo puede ser posible?
Carmen avanzó hasta llegar al altar, sin importarle el protocolo ni las miradas. Se detuvo frente a Lucía, y sin pedir permiso, tomó su rostro entre las manos.
—Mi niña… —susurró, ahogada en llanto—. Yo pensé que nunca volvería a verte.
La abrazó con fuerza, con una mezcla de dolor y esperanza.
Lucía quedó paralizada, los brazos rígidos a los costados, sin saber cómo reaccionar. Los invitados se pusieron de pie, algunos grabando con sus teléfonos. La banda dejó de tocar.
Adrián se acercó, tratando de separar a su madre.
—Mamá, basta. Estás confundida.
—¡No estoy confundida! —gritó Carmen—. Ese collar es único. Lo mandé hacer especialmente para Mariana en su cumpleaños número diez. ¡Es el mismo!
Don Emilio intervino, caminando hacia ellos con paso fuerte y decidido.
—Señora… por favor, suelte a mi hija.
Carmen no lo escuchó. Acariciaba el collar como si quisiera absorber un recuerdo.
—Este jade… estas líneas doradas… ¡es idéntico! Yo lo reconocería en cualquier parte. Lo llevaba puesto el día que... —Sus palabras se quebraron— que desapareció.
Un murmullo recorrió el salón.
Lucía temblaba.
Don Emilio alzó la voz, firme pero tratando de mantener la calma.
—Ese collar fue comprado en una joyería de la Ciudad de México. Tengo la factura y el certificado en mi maletín.
Pero Carmen, cegada por el dolor, negó con la cabeza.
—No. No lo entiendes. Ese diseño es único. No hay otro igual.
Los ojos de Adrián se llenaron de angustia. Ver a su madre así, quebrándose en público, era algo que nunca había experimentado.
—¿Estás segura? —preguntó con voz baja.
Carmen lo miró fijamente.
—Es el collar de tu hermana.
Y en ese instante, todo pareció detenerse.
Lucía sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No sabía si debía quitarse la joya, si debía defenderse o simplemente dejar que todo pasara.
Don Emilio apretó los labios. Dio media vuelta, caminó hacia su mesa y abrió un portafolio negro. Mientras tanto, el ambiente se volvió tenso; parecía que todo el salón contenía la respiración.
—Aquí está —dijo finalmente, regresando al altar con una caja rectangular en la mano.
Todos miraron con expectación.
Don Emilio abrió la caja. Dentro había una pieza idéntica al collar de Lucía… pero con un pequeño detalle: el colgante llevaba grabado un número de serie.
—Este collar —dijo claramente— es parte de una colección popular que se vendió hace veinte años. Se fabricaron miles. No es exclusivo.
Sacó la factura, mostrando el sello de la tienda y la fecha de compra.
—Aquí está el certificado de diseño masivo, señora —añadió—. Es imposible que sea el mismo collar que menciona.
El cuerpo de Carmen se paralizó.
Sus manos temblaron.
Su mirada pasó del collar de Lucía al de la caja.
Luego volvió a mirar el rostro de la joven.
La realidad comenzó a filtrarse lentamente en su mente.
—Entonces… —susurró— ella… no es…
Las lágrimas resbalaron por sus mejillas, ya sin fuerza, sin histeria. Sólo quedaba el dolor puro de una madre que extraña.
—Perdón… —balbuceó— yo sólo… pensé… que quizá el destino…
Lucía, que había permanecido inmóvil todo ese tiempo, finalmente encontró la voz.
—No soy su hija —dijo con suavidad, sin rencor—. Lo siento mucho.
Carmen bajó las manos. De pronto parecía más pequeña, más frágil. Dio un paso atrás, como si el suelo hubiera desaparecido bajo sus pies.
Adrián la sostuvo antes de que perdiera el equilibrio.
—Mamá… vuelvamos a nuestro lugar. Por favor.
Pero Carmen no dejaba de mirar el collar.
Era como si cada jade reluciente le dijera:
“No es Mariana.”
“No la recuperarás.”
El maestro de ceremonias intentó retomar la ceremonia, pero el ambiente estaba roto, cargado de tensión emocional.
Don Emilio carraspeó para disimular su propio temblor interior.
—Lamento esta escena —dijo a todos—. Pero todo está aclarado.
Carmen respiró profundo, cerró los ojos y dijo con voz casi inaudible:
—A veces… cuando se ha perdido tanto… el corazón quiere creer en milagros.
Se secó las lágrimas con un pañuelo.
—Perdón por arruinar el momento.
Pero antes de que pudiera volver a su asiento, algo sucedió.
Lucía se llevó la mano al collar.
Y notó algo.
Detrás del jade, justo donde el metal tocaba su piel, había un relieve diminuto, como una marca desgastada. Algo que ella nunca había visto antes.
Algo que no estaba en la descripción de la tienda.
El aire se volvió a congelar.
—Papá… —murmuró Lucía—, esto… tiene un grabado.
Don Emilio frunció el ceño.
Carmen volvió su rostro lentamente.
—¿Un grabado…?
Lucía tocó con los dedos, tratando de enfocar la vista.
La luz del candelabro iluminó un pequeño símbolo invisible a simple vista:
Una letra M.
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Capítulo 2
El ambiente dentro del salón seguía tenso después del inesperado incidente. Algunos invitados susurraban entre ellos, otros evitaban mirar directamente hacia el altar, como si temieran quedar atrapados en aquella escena llena de dolor. La maestra de ceremonias, incapaz de manejar la situación, hizo una señal discreta al coordinador del evento.
—¿Podemos... llevar esto a un lugar privado? —preguntó Adrián en voz baja, mirando a los padres de Lucía.
Carmen seguía con los ojos fijos en el collar, como si cada segundo de distancia pudiera hacer que desapareciera. Don Emilio, visiblemente alterado pero tratando de mantener la compostura, exhaló lentamente para liberar la tensión de su pecho.
—Sí —dijo—. Hablemos en un lugar más tranquilo. Aquí no.
El coordinador del hotel condujo a las dos familias hacia un salón privado que se utilizaba comúnmente para reuniones ejecutivas. Las luces eran más tenues, y una larga mesa de madera oscura dominaba la habitación. Afuera, el murmullo del mar era apenas perceptible. El personal cerró la puerta, dejando a ambas familias dentro.
Adrián acomodó una silla para su madre.
—Mamá, siéntate.
Pero Carmen permaneció de pie, rígida, como si moverse significara aceptar algo que no estaba lista para enfrentar. Sus manos seguían temblando ligeramente.
Lucía, aún perturbada por el abrazo inesperado, se sentó junto a su padre. Sentía la piel todavía caliente en el lugar donde la mujer la había tocado, como si la emoción ajena se hubiese impregnado en ella.
El silencio era tan fuerte que parecía ocupar espacio físico.
Finalmente, Don Emilio rompió el hielo.
—Señora Carmen —dijo con tono sereno—, lamento que este momento haya removido recuerdos dolorosos. Verdaderamente lo siento.
Carmen lo miró, sus ojos brillando con la vulnerabilidad de una herida abierta.
—No se trata de recuerdos —respondió con voz ronca—. Se trata de una posibilidad.
Adrián cerró los ojos brevemente, como si ese simple comentario le doliera.
—Mamá…
Pero ella lo interrumpió.
—Adrián, tú no entiendes. Una madre... una madre sabe. Yo vi el collar y sentí… algo. No pude evitarlo.
Lucía tragó saliva.
—Pero mi padre ya mostró la factura —dijo con suavidad, sin querer parecer defensiva.
—Una factura no cambia que ese collar se parece demasiado —respondió Carmen—. Demasiado como para ser casualidad.
Sus palabras resonaron en la habitación.
Don Emilio se echó hacia adelante, apoyando los antebrazos sobre la mesa.
—No es solo la factura —aclaró—. Tengo el comprobante de la tienda, el certificado y fotos del proceso de compra. No entiendo por qué insiste en que tiene relación con usted.
—Porque lo sé —susurró Carmen, llevando una mano al pecho—. Porque lo siento.
El padre de Adrián frunció el ceño. Hasta ese momento había permanecido en silencio, pero ahora intervino.
—Carmen… estás dejando que la emoción te ciegue.
Ella giró a verlo con furia contenida.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Ignorar que vi el mismo collar en el cuello de mi hija el día que desapareció? ¡¿Cómo se supone que debo reaccionar?!
El silencio volvió a caer sobre la mesa. Incluso Adrián parecía desarmado ante el dolor de su madre. Lucía sentía un nudo en la garganta.
—Perdone la pregunta —dijo Lucía con mucha cautela—, pero… ¿está segura de que es exactamente igual?
Carmen cerró los ojos un instante.
—No me equivoco con eso. Era el regalo más querido de mi hija. Lo diseñé yo. Cada detalle. Cada línea dorada.
El problema era que Don Emilio había mostrado pruebas claras de que ese modelo era parte de una colección masiva y accesible. Sin embargo, la convicción de Carmen era impenetrable.
Don Emilio sacó otra carpeta de su portafolio.
—Aquí tengo la correspondencia con el vendedor —agregó, mostrando correos impresos—. Había tres colores disponibles del mismo diseño. Jade, cuarzo rosa y ópalo. Lucía eligió jade porque era el que mejor iba con su vestido.
Carmen no miró los documentos.
—Puede tener mil explicaciones —respondió—. Pero no puede negar lo que sentimos las madres cuando algo es… de nosotras.
Lucía sintió algo muy parecido a un pinchazo en el pecho. La sinceridad en la voz de aquella mujer era dolorosa, incluso para una extraña.
—No quiero lastimarla —dijo Lucía con un hilo de voz—. De verdad no quiero.
Carmen la miró fijamente.
—No me lastimas tú, hija. Me lastima el destino.
Adrián soltó aire, cansado.
—¿Qué quieres hacer, mamá?
Carmen inspiró hondo, como si estuviera tomando una decisión de la que no podría volver atrás.
—Quiero una forma… de comprobarlo —dijo finalmente—. No quiero interferir con su boda, pero necesito estar segura de que no estoy perdiendo a mi hija por segunda vez.
Lucía abrió los ojos, confundida.
—¿Comprobar… qué?
—Que el collar no tiene ninguna marca relacionada con Mariana —respondió Carmen—. Que no hay ninguna señal en él.
Don Emilio movió la cabeza, incrédulo.
—Ya vimos que el diseño es común. Ya comprobamos que se vendió públicamente. ¿Qué más necesita?
—Quiero revisar el reverso del collar —dijo Carmen—. Y si hay algún grabado, quiero ver si coincide con lo que recuerdo.
Lucía levantó una mano instintivamente hacia su cuello.
—Pero… ya lo vio.
—No de cerca —aclaró—. Quiero revisarlo bien.
Adrián la miró fijamente.
—Mamá, ¿estás insinuando que Lucía oculta algo?
—Claro que no —respondió ella de inmediato—. No creo que ella tenga culpa de nada. Pero necesito mirarlo por mí misma.
Don Emilio apretó los labios, como si aquello fuera absurdo.
—No hay problema —dijo finalmente, con voz firme pero no agresiva—. Lucía, quítatelo.
Lucía parpadeó varias veces. Desabrochó lentamente el collar y lo colocó sobre la mesa. El jade reflejó las luces cálidas del techo.
Carmen lo tomó con extremo cuidado, como si temiera que se evaporara entre sus dedos. Lo giró, inspeccionando cada borde. Entonces, vio de nuevo la pequeña letra grabada en el metal.
—Aquí… —susurró—. Aquí está.
Adrián se inclinó hacia adelante.
—Eso ya lo vimos. Es solo una letra.
—Una letra M —replicó Carmen—. La inicial de Mariana.
Don Emilio abrió su carpeta y sacó otro papel.
—Esto también lo trae el certificado. La letra M es por modelo, no por nombre. Es parte del número de serie de toda la colección.
Se lo mostró a Carmen.
Ella lo leyó con los ojos llenos de lágrimas.
Pero aun así negó con la cabeza.
—No. El de mi hija también tenía una letra. M… como Mariana. Yo misma lo pedí.
Hubo un silencio espeso.
Un silencio que parecía no tener paredes.
Lucía sintió cómo cada palabra de aquella mujer se clavaba en su corazón.
—Señora Carmen… —dijo despacio—. Entiendo que la pérdida de una hija debe ser lo más doloroso del mundo. Pero yo… no soy ella.
Carmen dejó el collar sobre la mesa como si fuera frágil. Dio un paso hacia Lucía.
—No estoy diciendo que lo seas —respondió con voz baja, casi rota—. Solo digo que… si el destino puso este collar en tus manos… tiene que haber una razón.
Don Emilio respiró profundamente.
—La única razón —dijo— es que su hija extraña a Mariana. Y eso es comprensible.
Los ojos de Carmen se llenaron de lágrimas una vez más.
—¿Puedo…? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Puedo tenerlo unos segundos más?
Lucía dudó, miró a su padre, y Don Emilio asintió.
—Adelante.
Carmen cerró los ojos, apretando el collar en sus manos, como quien trata de retener un recuerdo vivo.
—Mariana —susurró casi sin voz—, si de verdad estás aquí… dame una señal.
Adrián estaba al borde de romperse.
Don Emilio ya no sabía si debía sentirse molesto o conmovido.
Lucía… simplemente no sabía cómo procesar todo eso.
Finalmente, Carmen abrió los ojos. Dejó el collar sobre la mesa y dio un paso atrás. Parecía exhausta, como si diez años hubieran caído sobre sus hombros en un solo instante.
—Gracias —dijo, con humildad—. Gracias por permitirme verlo.
Lucía tomó aire, tratando de aliviar la tensión de su pecho.
Carmen miró al collar por última vez, luego levantó la mirada hacia todos.
—He cometido un error —admitió lentamente—. Sé que Mariana no regresará. Sé que este collar no cambia nada.
Pero luego agregó algo que dejó la habitación completamente inmóvil:
—Aun así… quiero pedir una prueba final. No para culpar a nadie. Solo para poder cerrar esta herida.
Adrián frunció el ceño.
—¿Qué prueba?
Carmen miró directo a Lucía.
—Quiero comparar ese grabado con una foto del collar de mi hija. No me tomará mucho. Solo necesito… saber.
Nadie habló.
Ni Don Emilio.
Ni Adrián.
Ni Lucía.
Porque en ese momento, todos entendieron una cosa:
Carmen no quería pruebas.
Carmen quería paz.
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Capítulo 3
El silencio dentro de la sala privada se había vuelto casi insoportable. Las emociones seguían suspendidas en el aire, como un perfume pesado que nadie sabía cómo disipar. Sin embargo, había llegado el momento de decidir qué hacer. El coordinador del evento tocó suavemente la puerta.
—Los invitados están esperando —informó con discreción.
Adrián hizo un gesto de agradecimiento. Entonces miró a su madre.
—Mamá… tenemos que regresar.
Carmen respiró hondo. Sostenía un pañuelo entre los dedos, arrugándolo sin darse cuenta. Había lágrimas secas marcadas en su rostro, pero ahora ya no lloraba. Era como si finalmente el dolor hubiese encontrado su lugar, como si la realidad hubiera llegado a su corazón sin necesidad de gritar.
—Lo sé —respondió con voz baja—. No puedo detener la boda por algo que… ya entendí.
Lucía se levantó lentamente. No había rencor en sus ojos, solo una mezcla de cansancio y empatía.
—Señora Carmen —dijo suavemente—, ¿está lista?
Carmen miró a Lucía durante varios segundos. Aquella joven parecía tan distinta a la imagen de su Mariana, y sin embargo, en algún lugar profundo de su corazón, había sentido que el destino le había dado una señal. Pero ahora, con la razón regresando a su mente clara, comprendía algo más doloroso: no era Lucía.
—Sí —respondió finalmente—. Estoy lista.
El grupo salió de la sala privada en silencio. Al abrirse la puerta, una ráfaga de aire fresco y música de fondo volvió a envolverlos. Los invitados se acomodaron en sus asientos cuando los vieron regresar, curiosos pero intentando mantener las apariencias.
La maestra de ceremonias, visiblemente aliviada, los recibió con una sonrisa nerviosa.
—¿Todo bien? —preguntó.
Don Emilio asintió.
—Podemos continuar.
Los músicos retomaron el bolero suave. Las luces se ajustaron, volviendo a su tono cálido y romántico. Lucía y Adrián regresaron al arco floral donde todo había empezado. Carmen y el padre de Adrián se dirigieron a la primera fila.
Antes de sentarse, Carmen se detuvo. Miró a Adrián.
—Necesito hacer algo —susurró.
Adrián frunció el ceño.
—¿Qué cosa?
Ella apretó ligeramente su mano y caminó hacia el centro del escenario. La maestra de ceremonias pareció sorprendida, pero retrocedió unos pasos para permitirle el espacio.
Los murmullos volvieron a surgir.
Lucía y Adrián se quedaron de pie, tomados de la mano, sin entender lo que estaba a punto de pasar.
Carmen tomó el micrófono.
Su voz sonó débil al principio, pero luego tomó fuerza.
—Queridos invitados… quiero pedir unos minutos.
Los asistentes dejaron de murmurar. La banda redujo el volumen. Incluso los fotógrafos bajaron sus cámaras.
—Hoy… —comenzó Carmen— debió haber sido un día de pura felicidad. Pero dejé que mi dolor hablara más fuerte que mi corazón.
Lucía sintió cómo su pecho se apretaba.
—Hace veinte años —continuó— perdí a mi hija. Desde entonces, cada aniversario, cada evento importante… siento que una parte de mí no está. Hoy, cuando vi el collar en el cuello de Lucía, mi mente creyó ver una señal. Creí, por un instante, que el universo me estaba devolviendo lo que había perdido.
Una lágrima cayó, silenciosamente.
—Pero estaba equivocada.
Miró a Lucía y, frente a todos, dijo:
—Perdóname. No debí interrumpir tu boda, ni debí poner mi dolor sobre tus hombros.
Lucía se adelantó un paso. No sabía si debía hablar, abrazarla o simplemente escuchar.
Carmen respiró hondo y sonrió con tristeza.
—Lucía, no eres mi hija… pero eres una mujer valiente y generosa. Fuiste paciente conmigo en vez de alejarme. Eso dice más sobre ti que cualquier joya.
Adrián sintió un nudo en la garganta.
—Mamá… —susurró.
Ella lo miró, con el mismo amor con el que lo había criado.
—Y tú, hijo… te debo una disculpa también. Hoy por poco rompo un momento único en tu vida. Lo lamento.
Luego, se volvió hacia la maestra de ceremonias.
—Gracias por su paciencia. Ya terminé.
Le devolvió el micrófono y regresó a su asiento. Pero antes de sentarse, Lucía caminó hacia ella.
Carmen se sorprendió cuando Lucía la abrazó sin decir palabra.
Fue un abrazo cálido. Real. No de obligación, sino de empatía.
Se escucharon susurros enternecidos entre los invitados.
—Qué momento tan lindo…
—Pobrecita señora…
—La novia tiene un corazón enorme…
Cuando se separaron, Carmen acarició la mano de Lucía.
—Gracias… por entender un corazón roto.
Lucía regresó junto a Adrián. Él la miró con un orgullo profundo.
—¿Lista? —preguntó él en voz baja.
—Sí —respondió ella—. Ahora, sí.
La maestra de ceremonias retomó el micrófono, con una sonrisa amplia.
—Bueno… retomemos este hermoso momento.
Los invitados aplaudieron levemente, animando el ambiente. Algunos hasta soltaron suspiros, como si la tensión hubiera sido reemplazada por un aire más ligero y esperanzador.
—Lucía y Adrián —anunció—, hoy están aquí para unir sus vidas. Lo ocurrido hace unos minutos nos recordó algo importante: el amor también significa paciencia, comprensión y respeto.
Lucía y Adrián entrelazaron las manos.
—Adrián —dijo la maestra de ceremonias—, ¿aceptas a Lucía como tu esposa?
Él la miró directamente a los ojos.
—Sí, la acepto.
—Lucía, ¿aceptas a Adrián como tu esposo?
Ella respondió sin dudar.
—Sí, lo acepto.
Los invitados aplaudieron, esta vez con verdadera emoción.
Los padrinos entregaron los anillos. Lucía sintió el metal frío en su dedo y, de alguna forma, también sintió que el peso emocional que cargaba desde hacía una hora finalmente se desvanecía.
—Por el poder que me concede la ley de este estado —dijo la maestra de ceremonias—, los declaro marido y mujer. Puedes besar a la novia.
Adrián se inclinó y la besó con ternura, no solo como el acto simbólico de una boda, sino como una promesa silenciosa de amor y apoyo. El público estalló en aplausos.
La banda musical comenzó a tocar una canción alegre, típica de bodas mexicanas, mezclando trompetas y guitarras con un ritmo contagioso.
Los meseros entraron para servir los platillos. Algunos invitados se acercaron a Carmen para darle apoyo, otros fueron a felicitar a la pareja.
Lucía y Adrián caminaron hacia su mesa, todavía tomados de la mano.
Pero antes de sentarse, Lucía volvió la vista hacia Carmen.
La mujer estaba sentada, mirando discretamente el collar que ahora descansaba en el cuello de Lucía —el mismo que había provocado lágrimas, dolor y confusión.
Lucía hizo algo inesperado.
Se quitó el collar y lo sostuvo entre sus dedos.
Caminó hacia Carmen.
La música seguía sonando, pero alrededor de ellas, todo pareció detenerse.
Lucía colocó el collar en las manos de Carmen.
—Llévelo usted —dijo suavemente—. No porque sea un recuerdo de su hija. Sino porque hoy… usted dejó ir su dolor.
Carmen abrió los ojos con asombro.
—Lucía… no puedo aceptar esto.
—Sí puede —respondió ella—. No lo estoy dando como una joya. Lo estoy dando como un símbolo de paz.
Los ojos de Carmen se llenaron de lágrimas, pero esta vez no fueron de dolor, sino de alivio.
—Gracias —susurró, llevándose el collar al corazón—. Gracias por sanar algo que llevaba roto muchos años.
Adrián se acercó, colocando una mano sobre el hombro de su madre.
—Te quiero, mamá —dijo.
Ella sonrió, por primera vez en mucho tiempo, desde un lugar real.
—Yo también los quiero. A los dos.
La boda continuó con risas, fotos y baile. Nadie volvió a mencionar el incidente. No porque quisieran olvidarlo, sino porque se había convertido en parte de la historia: un recordatorio de que el amor, incluso en su día más importante, también encuentra espacio para la compasión.
Lucía y Adrián bailaron su primer vals. Carmen los miró desde la mesa, tocando el collar suavemente.
Esta vez, no para aferrarse al pasado.
Sino para soltarlo.
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