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La esposa acababa de fallecer, pero desde debajo de la cama siempre se escuchaban ruidos extraños. Un día, el esposo decidió inclinarse para revisar, y la escena que se presentó ante sus ojos lo dejó atónito, sin poder creer lo que veía…

Capítulo 1: El sonido bajo la cama


El silencio en la casa de adobe parecía tener peso. Desde que Lucía había muerto, la vida de Andrés se había vuelto un eco constante de lo que fue: el olor del café en la cocina ya no tenía sentido, las canciones del radio sólo servían para recordarle lo que había perdido. A veces, creía escuchar la voz de su esposa en el patio, llamando al niño, o el roce de sus sandalias arrastrándose sobre el piso de piedra. Pero al mirar, no había nadie. Solo el aire caliente del atardecer moviendo las cortinas.

Era una casa humilde, situada en las afueras del pueblo de San Miguel del Alto, rodeada de campos de maíz y un olor persistente a tierra mojada. Andrés trabajaba en el taller mecánico de su primo, tratando de mantener cierta rutina, pero cada noche al volver, el vacío era insoportable. Su hijo, Emiliano, de apenas cinco años, dormía temprano, abrazando el peluche que su madre le había cosido.

Fue una noche de luna creciente cuando Andrés escuchó por primera vez el ruido.

Un sonido leve, irregular, como algo rascando el suelo. Provenía de debajo de la cama matrimonial —esa cama donde Lucía había pasado sus últimos días, pálida pero siempre sonriente, sus ojos aún llenos de ternura. Andrés creyó que era producto de su imaginación. Quizá una ilusión del cansancio o del dolor. Pero al día siguiente, el sonido volvió. Y la siguiente noche también.

“Debe de ser un ratón”, murmuró, tratando de convencerse.

Colocó trampas, barrió, revisó cada rincón de la habitación. Nada. Pero el ruido seguía ahí, insistente, como si algo se moviera lentamente bajo el piso, esperando a ser descubierto. Emiliano, una madrugada, se levantó asustado.

—Papá, hay alguien abajo —dijo con voz temblorosa.

Andrés lo abrazó fuerte.
—No hay nadie, hijo. Solo el viento.

Pero él mismo ya no estaba tan seguro.

Los días pasaron, y el sonido se volvió parte de las noches. Un susurro metálico, un crujido leve, como si algo pequeño estuviera mordiendo madera o arrastrando granos. Andrés comenzó a perder el sueño. En el taller, sus compañeros notaron su semblante demacrado, pero él solo respondía: “No dormí bien, eso es todo”.

Una tarde, al regresar, notó que el ruido se escuchaba incluso de día. El sol caía sobre la cama, dibujando sombras doradas, y el sonido seguía, persistente. Andrés se arrodilló, tomó una linterna, y decidió mirar de una vez por todas.

Al principio solo vio polvo y algunas telarañas. Pero al mover la linterna un poco más, algo brilló.

Un pequeño saco de manta, arrugado, lleno de manchas. De su interior, salían algunos granos de arroz. “Ahí estás, condenado ratón”, murmuró. Extendió la mano para sacarlo, pero el saco era más pesado de lo que esperaba. Lo colocó sobre la cama, sacudió el polvo y lo abrió.

Dentro, además del arroz, había algo que no esperaba.

Diez anillos de oro, relucientes a pesar del tiempo. Y una carta doblada, con su nombre escrito a mano: “Para Andrés”.

Sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Reconocía esa caligrafía. Era la letra de Lucía.

El aire de la habitación se volvió denso. Afuera, un trueno lejano anunció el inicio de la lluvia. Andrés se sentó en la cama, con el sobre temblando en sus manos. El corazón le golpeaba el pecho como si quisiera salir.

Durante meses había intentado borrar el olor de ella, las huellas de su presencia. Pero ahí estaba, otra vez, de alguna forma, hablándole desde el otro lado.
Desdobló la carta con cuidado, y comenzó a leer.

“Mi querido Andrés:
Si estás leyendo esto, significa que ya no estoy contigo. No quiero que te entristezcas, porque sé que Dios me permitirá seguirte cuidando desde donde esté. Guardé este pequeño tesoro para ti y para Emiliano. No es mucho, pero espero que sirva para que nunca les falte nada. Prométeme que cuidarás de nuestro hijo, que lo harás reír, que le hablarás de mí sin tristeza.
Y si alguna noche escuchas algo bajo la cama… no tengas miedo. Es solo mi manera de recordarte que sigo aquí, velando por ustedes.
Con todo mi amor,
Lucía.”

Andrés dejó caer la carta. Las lágrimas le nublaban la vista. Apretó los anillos entre las manos como si fueran lo único que lo mantenía de pie. El sonido bajo la cama, ese ruido que tanto lo había atormentado, volvió, suave, insistente.

Pero esta vez no era el roce de un ratón.

Era un tintineo leve, metálico, como el de una joya al moverse sola.

Andrés, paralizado, miró hacia el suelo.
El saco estaba cerrado otra vez.

Y del espacio oscuro bajo la cama, un hilo de arroz comenzó a salir, grano por grano, como si alguien invisible estuviera arrastrándolo hacia adentro.

Andrés retrocedió, el corazón acelerado, la respiración entrecortada.
—Lucía… —susurró.

El viento se coló por la ventana y apagó la vela que iluminaba la habitación.
En la oscuridad, solo se escuchó una voz, leve, casi inaudible, que parecía venir desde debajo de la cama:

—Te lo prometí, Andrés… aún estoy aquí.

Y en ese instante, algo golpeó la base del mueble con fuerza.
El suelo tembló.
El niño, en el cuarto contiguo, comenzó a llorar.

Andrés, temblando, no sabía si rezar, correr o hablarle a su esposa muerta.
Solo sabía una cosa: esa noche, algo había despertado.

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Capítulo 2: La promesa de los muertos


El amanecer llegó gris, como si el cielo también dudara entre la lluvia y el llanto. Andrés no había dormido ni un minuto. Seguía sentado al borde de la cama, con la carta de Lucía sobre el pecho y los anillos guardados en el puño. El saco de arroz estaba otra vez bajo la cama, inmóvil, pero el recuerdo del sonido seguía vivo, latiendo en su cabeza.

El niño, Emiliano, entró al cuarto aún medio dormido, frotándose los ojos.

—Papá… ¿mamá vino anoche?

La pregunta lo dejó helado.

—¿Por qué dices eso, hijo?

—Porque la escuché cantar —respondió el pequeño, con una serenidad que asustaba—. Era su voz, papá. Me cantó la misma canción de siempre, la de “Cielito lindo”.

Andrés sintió cómo se le apretaba el pecho. Esa canción era la que Lucía cantaba para dormir al niño cuando el viento soplaba fuerte. La que, incluso durante su enfermedad, tarareaba entre suspiros para que el miedo no se quedara en casa.

—Tal vez fue un sueño —intentó decir, pero la voz se le quebró.

Emiliano negó con la cabeza.
—No, papá. Ella estaba ahí. Tenía su vestido blanco, y olía a flores. Dijo que no lloraras más, que pronto todo estaría bien.

Andrés se arrodilló y abrazó a su hijo con fuerza. No supo si sentir miedo o esperanza.

Esa tarde, mientras el sol caía sobre los campos de maíz, Andrés decidió visitar al padre Mateo, el párroco del pueblo. Era un hombre mayor, de cabello completamente blanco y voz pausada. Había conocido a Lucía desde niña.

—Padre —comenzó Andrés, con el sombrero en las manos—, desde que Lucía murió, pasan cosas… raras. Escucho ruidos, y mi hijo dice que la ve.

El sacerdote lo observó en silencio, sin sorpresa.
—El amor, hijo mío, no se apaga con la muerte. A veces los que se van encuentran la manera de quedarse un poco más —dijo mientras acariciaba su rosario—. Pero debes tener cuidado. Cuando el alma no descansa, también sufre.

—Ella me dejó una carta —añadió Andrés, sacando el papel doblado—. Y anillos… oro que no sé de dónde salió.

El padre Mateo lo leyó en silencio, asintiendo lentamente.
—Lucía siempre fue previsora. Sabía que su enfermedad no tenía cura. Quizá guardó ese dinero para ustedes. Pero el mensaje… —hizo una pausa—, el mensaje parece más que una simple despedida. Tal vez quiere que termines algo que ella no pudo.

—¿Cómo qué?

El sacerdote miró al suelo.
—El Día de los Muertos se acerca. Quizá lo que necesita es un altar, una oración, un espacio donde pueda descansar. A veces los espíritus solo buscan que los recordemos con amor, no con miedo.

Andrés asintió, pero en el fondo algo lo inquietaba.
Esa voz bajo la cama no le había sonado triste.
Le había sonado… viva.

Esa noche, preparó un pequeño altar con flores de cempasúchil, una foto de Lucía, velas y pan de muerto. Emiliano lo ayudó, colocando su dibujo favorito de la familia, hecho con crayones. La casa se llenó del aroma dulce de la flor y del humo de la vela.

Por un momento, todo pareció en paz.

Hasta que un golpe seco rompió el silencio.

Venía del dormitorio.

Andrés corrió y vio el saco de arroz tirado en el suelo. Los granos estaban desparramados, formando un camino hacia la ventana abierta. Afuera, el viento agitaba las cortinas, y una voz, tenue, se colaba entre las hojas:

—No olvides la promesa…

Andrés se quedó inmóvil, con el corazón latiendo en los oídos.
—¿Qué promesa, Lucía? —gritó, sin darse cuenta de que su hijo lo observaba desde la puerta.

—Papá… —dijo el niño—, ella quiere que vayas al río.

El río de San Miguel del Alto corría a las afueras del pueblo, rodeado de piedras grandes y sauces que parecían llorar sobre el agua. Fue allí donde Lucía solía lavar la ropa, charlando con otras mujeres del pueblo. Allí también, según los rumores, había perdido algo valioso años atrás.

Andrés tomó la linterna y fue esa misma noche. El viento olía a tierra mojada y a misterio. Caminó con el saco de arroz en una mano y la carta en la otra.

Cuando llegó al río, escuchó un suspiro.
No era el viento.

El agua se movía lentamente, reflejando la luna. De pronto, algo brilló entre las piedras.
Era otro anillo. Idéntico a los del saco.

Andrés se inclinó, temblando, y lo tomó. En el momento en que sus dedos tocaron el oro, un aroma familiar lo envolvió: perfume de jazmín.
Y una voz suave le habló, tan cerca que sintió su aliento en la nuca.

—No quería que sufrieras, mi amor… pero había algo que no podía decirte.

Andrés se giró, pero no vio a nadie.
Solo la neblina levantándose sobre el río y el reflejo de la luna temblando sobre el agua.

—¿Qué escondiste, Lucía? —susurró.

El agua respondió con un murmullo.
Una corriente leve arrastró el saco de arroz hacia la orilla. Andrés lo abrió de nuevo: dentro ya no estaban los anillos. En su lugar había un pequeño relicario con la foto de ellos tres.
Y detrás de la imagen, una inscripción grabada:

“Te busco donde empieza la vida.”

El viento sopló fuerte, casi apagando la linterna. Andrés sintió un escalofrío.
Miró el relicario, luego el río, y recordó que Lucía siempre decía que el agua era “donde empieza la vida”, porque ahí bautizan a los niños.
El bautismo de Emiliano había sido allí, hacía cinco años. En ese mismo sitio.

De pronto, el agua comenzó a burbujear, como si algo se moviera desde el fondo. Andrés retrocedió un paso, pero no pudo apartar la mirada.
Una figura blanca emergió lentamente del río, envuelta en luz tenue.

Era Lucía.

Su rostro estaba sereno, sus ojos llenos de lágrimas y de algo que no pertenecía al mundo de los vivos.
—Cumple la promesa, Andrés… —susurró—. No dejes que él venga por el niño…

El viento sopló tan fuerte que la linterna cayó al suelo. Todo se volvió oscuridad.

Andrés escuchó el grito de Emiliano a lo lejos.
—¡Papá! ¡Papá!

Corrió, tropezando entre piedras y raíces, con el corazón a punto de estallar.
Cuando llegó a la casa, la puerta estaba abierta. El altar, destruido.
Las velas apagadas.

Y sobre la cama…
el saco de arroz, completamente vacío.

En la pared, con polvo de cempasúchil, alguien —o algo— había escrito una sola palabra:

“Promesa.”

Andrés cayó de rodillas, gritando el nombre de su esposa.
Pero solo el eco respondió.
Y entre ese eco, muy leve, casi imperceptible, una risa infantil resonó desde el cuarto del niño.

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Capítulo 3: Donde empieza la vida


El amanecer trajo un silencio extraño. No el silencio tranquilo de las mañanas en San Miguel del Alto, sino uno denso, lleno de presagio. Andrés se despertó en el suelo, junto a la cama. Había pasado la noche entera sin recordar cómo había llegado ahí. El altar estaba destruido, el saco vacío, y la palabra Promesa seguía escrita en la pared, como una herida abierta.

Emiliano no estaba en su cama.

El corazón de Andrés comenzó a golpearle el pecho como un martillo. Buscó en toda la casa, gritó su nombre hasta que la garganta se le secó. Afuera, el sol apenas empezaba a salir y el aire tenía un sabor a polvo y miedo.

Corrió al pueblo, preguntando a los vecinos, pero nadie lo había visto.
Solo una anciana, doña Mercedes, le dijo con voz temblorosa:

—Vi al niño caminar hacia el río, con una mujer vestida de blanco. Pensé que eras tú el que los acompañaba…

El mundo se le nubló.

El camino hacia el río le pareció interminable. Cada paso era un latido de desesperación. Recordaba las palabras de Lucía: “No dejes que él venga por el niño.” ¿Quién era “él”? ¿Qué promesa debía cumplir?

El río murmuraba su canción eterna cuando Andrés llegó. Y allí, junto al agua, estaba Emiliano.

El niño estaba de pie sobre una roca, mirando el reflejo del agua, quieto como si escuchara algo que solo él podía oír. A su lado, una figura blanca. Lucía.

Andrés se detuvo, sin aliento.
—¡Lucía! ¡No te lo lleves! —gritó, con voz rota.

Ella giró lentamente. Su rostro estaba pálido, iluminado por una luz que no pertenecía a este mundo.
—Andrés… no entiendes. No vine por él. Vine a protegerlo.

El agua empezó a agitarse.
Desde el fondo, un rumor sordo subía, como un rugido contenido. Una sombra oscura se movía bajo la superficie, creciendo, expandiéndose como tinta en el agua.

Lucía extendió su mano hacia Andrés.
—Recuerda la promesa que hiciste aquella noche antes de que muriera.

Y entonces Andrés lo recordó.

Era una noche parecida, meses antes de su muerte. Lucía, débil en la cama, le había tomado la mano y le dijo:
—Si algo me pasa, prométeme que nunca dejarás que Emiliano se acerque al río solo.
—¿Por qué? —preguntó él, sin entender.
—Porque ahí se ahogó mi hermano cuando era niña. Desde entonces, dicen que su alma no descansa… que busca llevarse a otros niños al agua.
—Eso son supersticiones, Lucía.
—Prométemelo —insistió ella, con una lágrima en los ojos.

Él lo había prometido.

Y lo había olvidado.

El rugido del agua lo trajo de vuelta al presente. La sombra bajo el río se alzó como un torbellino oscuro. De su centro emergió una figura deforme, hecha de agua y lodo, con ojos huecos y una voz como de mil ecos.

—La promesa se rompió, Andrés.
El río siempre cobra lo que le pertenece…

Emiliano gritó, paralizado. Lucía se interpuso entre él y la criatura.
—¡No! —clamó—. ¡No te lo llevarás!

La sombra se estremeció, lanzando un chorro de agua negra que la atravesó como humo. Pero Lucía no se desvaneció. Su luz brilló más fuerte, alimentada por el amor que aún la mantenía unida a este mundo.

Andrés, sin pensar, corrió hacia su hijo, tomándolo en brazos.
—¡Corre, Emiliano! ¡No mires atrás!

El agua se alzó como una ola. Andrés tropezó, pero se mantuvo firme. Lucía giró hacia él, sus ojos llenos de ternura y despedida.
—Solo puedes salvarlo si me dejas ir, Andrés.
—¡No! No otra vez.
—Sí —susurró ella—. Es mi hora. El río no tendrá a nuestro hijo. Me tendrá a mí.

La luz la envolvió completamente. La sombra rugió, intentando arrastrarla de vuelta, pero Lucía abrió los brazos y, con una sonrisa serena, se sumergió en el agua.

El río explotó en un resplandor dorado.

Cuando todo acabó, el agua volvió a calmarse. Emiliano sollozaba en los brazos de su padre. El sol se asomaba entre los sauces. Y en la superficie del río, flotaba el relicario.

Andrés lo recogió con manos temblorosas. Dentro ya no había foto, solo una frase grabada en la plata:

“Donde empieza la vida, termina el dolor.”

Esa noche, el pueblo celebró el Día de los Muertos. Las calles se llenaron de velas, flores de cempasúchil y pan recién horneado. Andrés y Emiliano prepararon un nuevo altar para Lucía. En el centro colocaron el relicario, su foto, y los anillos dorados.

Por primera vez desde su muerte, Andrés no sintió miedo.
Sintió paz.

El niño, con sus ojos grandes, preguntó:
—Papá, ¿mamá ya no volverá?
Andrés sonrió con tristeza.
—No, hijo. Pero siempre estará aquí —dijo, tocándole el pecho—, donde empieza la vida.

El viento sopló suavemente, haciendo danzar los pétalos anaranjados del altar. Una vela se encendió sola. Y el aire se llenó del perfume de jazmín.

Esa madrugada, cuando el pueblo dormía, Andrés se despertó por un sonido leve.
El mismo sonido que lo había perseguido tantas noches.
Provenía de debajo de la cama.

Sonrió.

Se arrodilló despacio, levantó la colcha, y miró.
Allí, entre el polvo, estaba un solo grano de arroz… y una carta nueva, escrita con la misma letra de Lucía.

“Gracias por cumplir la promesa.
Ahora puedo descansar.
No olvides vivir, mi amor.”

Andrés apretó la carta contra el pecho. Lloró en silencio, no de tristeza, sino de alivio. Afuera, el primer canto del gallo anunció un nuevo día.

En la ventana, el amanecer pintaba el cielo de tonos rosados y dorados. Emiliano dormía tranquilo.
Y bajo la cama, ya no hubo más ruidos.

Solo el eco suave de una canción antigua:

“Ay, ay, ay, ay, canta y no llores…”

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