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A las dos de la madrugada, estaba en casa de mi hermana cuidando a su hijo de cuatro años cuando, de repente, me llamó mi esposo. “Sal de la casa ahora mismo, que nadie se dé cuenta”, me dijo. Cargué al niño y salí del cuarto, pero justo cuando giré la perilla de la puerta, descubrí algo tan aterrador que me dejó sin aliento…

CAPÍTULO 1 – LA LLAMADA A LAS DOS DE LA MAÑANA


Ciudad Juárez nunca duerme del todo. A las dos de la madrugada, cuando la mayoría intenta convencerse de que el silencio existe, la ciudad sigue respirando con dificultad. El viento del desierto se cuela por las calles angostas, levantando polvo viejo, mezclándolo con el olor a gasolina rancia y esa inquietud constante que todos aquí aprendemos a reconocer sin saber explicarla.

Yo estaba en casa de mi hermana María. Una casa pequeña, de muros amarillos descarapelados, levantada con prisa y resignación. María trabajaba en el turno nocturno de una maquiladora y me había dejado cuidando a su hijo de cuatro años, Diego. El niño dormía profundamente en una cama baja, abrazando un oso de peluche sin una oreja. Su respiración era lo único que sonaba con regularidad en esa casa.

Yo estaba sentada a la mesa, tomando café frío, cuando el celular vibró.

El nombre en la pantalla me hizo enderezarme de golpe: Alejandro.

Mi esposo nunca llamaba a esa hora. Nunca.

Contesté de inmediato.
—¿Alejandro?

Su voz llegó en un susurro urgente, como si hablara desde muy lejos o desde un lugar donde no debía estar.
—Sal de la casa ahora mismo. No prendas luces. No dejes que nadie te vea.

Sentí cómo se me helaba la espalda.
—¿Qué pasa? ¿Dónde estás?

Me interrumpió.
—No hay tiempo. Confía en mí. Sal de ahí. Ya.

La llamada se cortó.

Me quedé mirando el celular, esperando que volviera a sonar, pero la pantalla quedó negra. El corazón me latía tan fuerte que me dolía el pecho. No pensé. No analicé. El instinto habló por mí.

Fui hasta el cuarto, cargué a Diego con cuidado. Él se movió un poco, murmuró “mamá” y apoyó la cabeza en mi hombro. Ese peso tibio me devolvió un poco de claridad, pero también multiplicó el miedo.

Salí al pasillo sin encender la luz. Cada paso crujía como si la casa quisiera delatarme. Avancé hasta la puerta principal. Al tocar la perilla fría, me repetí: Solo sal. Todo va a estar bien.

Pero justo cuando giré la llave—

Vi luz filtrándose por debajo de la puerta.

No era la luz amarilla del poste de la esquina.

Era una luz intermitente, azul y roja, lenta, constante.

Sentí que el aire se me atoraba en la garganta.

Me agaché y miré por la mirilla.

Dos camionetas negras estaban estacionadas frente a la casa. No tenían placas. Las luces principales estaban apagadas, pero las intermitentes seguían encendidas, como una advertencia silenciosa. En la parte trasera, varias figuras permanecían inmóviles, con el cuerpo rígido, como si no fueran personas sino sombras.

Llevaban máscaras de calavera.

Santa Muerte.

Di un paso atrás, apretando a Diego contra mi pecho. Él ya estaba despierto, con los ojos muy abiertos, pero no lloraba. Como si supiera que el silencio era nuestra única defensa.

El celular vibró otra vez.

Alejandro.

Me pegué a la pared y contesté con manos temblorosas.
—Estoy en la puerta… hay gente afuera.

Hubo un silencio pesado. Escuché su respiración acelerada.
—Escúchame bien —dijo por fin—. No abras. No intentes salir por atrás. Ya rodearon la casa.

—¿Entonces qué hago? —susurré, sintiendo las lágrimas correr sin control.

Su voz se quebró.
—Perdóname.

Tres golpes sonaron en la puerta.

Lentos. Firmes.

Una voz masculina habló desde afuera, educada, casi amable.
—Señora, sabemos que está ahí. Solo queremos platicar.

Diego se aferró a mi ropa.
—Mamá… vámonos a casa —susurró.

Yo cerré los ojos, apretándolo, mientras la ciudad seguía respirando allá afuera, indiferente.

CAPÍTULO 2 – DETRÁS DE LA PUERTA


—¿Qué hiciste, Alejandro? —le susurré al teléfono, con la voz rota.

No respondió de inmediato. Afuera, alguien volvió a tocar la puerta, esta vez un poco más fuerte, pero aún con paciencia. Como si supieran que el tiempo jugaba a su favor.

—Yo… trabajé para ellos —dijo al fin Alejandro—. Manejaba. Solo eso, según yo. Pensé que no tenía nada que ver conmigo.

—¿Ellos quiénes? —pregunté, aunque en el fondo ya lo sabía.

—La gente que está afuera.

Un golpe seco resonó en la puerta. Diego dio un pequeño salto.
—¿Llamaste a la policía? —pregunté, desesperada.

Alejandro soltó una risa breve, amarga.
—¿En Juárez? ¿A quién crees que llaman ellos cuando algo no les gusta?

Las luces seguían parpadeando por debajo de la puerta. Sentía que cada destello marcaba un segundo menos de tiempo.

—Esta noche vi algo que no debía —continuó—. Algo que no se olvida. Me dijeron que no preguntara, que solo manejara. Pero no pude.

—Alejandro, dime qué hacer —le supliqué—. Hay un niño aquí.

Hubo un silencio largo. Afuera, las voces se alejaron unos pasos. Ya no tocaban.

—No te buscan a ti —dijo al fin, muy despacio—. Me buscan a mí.

Sentí un vacío en el estómago.
—¿Qué estás diciendo?

—Diles que no estoy ahí. Abre la puerta cuando se vayan.

—No —respondí—. No pienso abrir.

—Escúchame —su voz se volvió extrañamente tranquila—. Les dije que yo no estaba contigo. Que no sabías nada.

—¿Dónde estás? —pregunté, con un hilo de esperanza.

—En un lugar donde no me van a encontrar.

Un sonido seco, muy lejano, rompió el aire. No fue fuerte, pero fue suficiente para entender.

—Alejandro… —susurré.

La llamada se cortó.

Afuera, el silencio regresó. Las luces dejaron de parpadear. Las camionetas arrancaron una tras otra y se perdieron en la calle.

Me quedé de pie, sin moverme, abrazando a Diego, mientras el amanecer comenzaba a dibujar sombras suaves en las paredes.

CAPÍTULO 3 – CUANDO AMANECE EN MÉXICO


La policía llegó casi una hora después. Dos agentes cansados, con libretas viejas y miradas que evitaban la mía. Preguntaron lo justo, anotaron lo mínimo.

—¿Vio algo?
—No.
—¿Escuchó algo?
—No.

Asintieron, como si esperaran exactamente esas respuestas, y se fueron.

Nadie buscó a Alejandro.

Días después, alguien comentó que habían encontrado una camioneta quemada en el desierto. Sin placas. Sin identificación.

Yo no fui a ver.

Un mes más tarde, me mudé con Diego a Chihuahua, a casa de mi madre. Le dije que su papá estaba trabajando lejos. Él asintió, como si lo entendiera mejor de lo que yo quería creer.

A veces sueño con luces azules y rojas entrando por debajo de una puerta. Pero cada mañana, cuando el sol ilumina las paredes color tierra, abrazo a mi hijo y sigo adelante.

Porque en este lugar, sobrevivir no siempre se siente como ganar, pero sigue siendo lo único que importa.


‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.

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