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Cuando su joven y hermosa amante le anunció que estaba embarazada, el hombre no dudó en divorciarse de su esposa para casarse con ella. Sin embargo, en la noche de bodas, al tocar el vientre de la novia, se puso pálido y cayó en shock al descubrir un secreto estremecedor y una conspiración oculta que terminaría por hacerle perderlo todo…

CAPÍTULO 1 – EL ERROR DULCE


Alejandro Cruz se desplomó de rodillas junto a la cama nupcial sin entender todavía qué acababa de tocar.

—Lucía… —susurró, con la voz quebrada—. ¿Por qué… por qué tu vientre está así?

La habitación estaba iluminada por velas aromáticas, herencia de una antigua hacienda colonial a las afueras de la Ciudad de México. Afuera, los músicos ya se habían marchado. El silencio era tan espeso como el miedo que empezaba a apoderarse de él.

Lucía lo miró desde la cama. Sonrió. Pero no era la sonrisa dulce que él había amado durante meses. Era una sonrisa lenta, calculada.

—Alejandro —dijo con calma—. Creo que es hora de que dejemos de fingir.

Ese instante fue el verdadero comienzo de la historia. Pero para entender cómo llegó hasta allí, había que volver atrás.

Alejandro Cruz era un hombre respetado en Guadalajara. A sus cuarenta y ocho años, había construido un imperio inmobiliario aprovechando la llegada de capital extranjero. Trajes hechos a medida, reuniones en restaurantes discretos, entrevistas en revistas financieras. Todo en su vida parecía estable.

Incluso su matrimonio.

Isabel, su esposa, era una mujer serena, de pocas palabras. Hija de una familia tradicional, trabajaba en una biblioteca pública. No pedía lujos ni atención excesiva. Para muchos, era la esposa ideal.

Pero para Alejandro, con el tiempo, se había vuelto invisible.

—¿Estás escuchando, Alejandro? —le preguntó Isabel una noche, mientras cenaban.

—Sí, claro —respondió él, sin levantar la vista del teléfono.

Ella suspiró, pero no dijo nada más. Así era su matrimonio: silencios largos, costumbre, ausencia de conflictos… y de emoción.

Todo cambió en Cancún.

Durante un viaje de negocios para cerrar la compra de un terreno frente al mar, Alejandro conoció a Lucía Moreno. Ella trabajaba como coordinadora de eventos en un hotel boutique. Tenía veintisiete años, la piel dorada por el sol, y una risa que parecía desafiar al mundo.

—¿Siempre habla usted de negocios? —le preguntó ella, burlona, la primera vez que conversaron.

Alejandro rió, sorprendido.

—Supongo que ya olvidé cómo hablar de otra cosa.

—Entonces yo le enseñaré —respondió Lucía.

Y lo hizo.

Con Lucía, Alejandro se sentía joven. Importante. Deseado. Ella lo escuchaba con atención, tocaba su brazo al reír, le decía que era distinto a los hombres de su edad.

—Contigo siento que puedo ser yo misma —le dijo una noche, caminando por la playa.

Esa frase lo atrapó.

La relación comenzó como algo que Alejandro juró controlar. Un secreto. Un escape. Pero los mensajes se hicieron diarios, los viajes más frecuentes, las excusas más elaboradas.

Hasta que un día, en una cafetería frente al mar, Lucía le tomó la mano con expresión seria.

—Alejandro… estoy embarazada.

El mundo se le vino abajo.

—¿Estás segura? —preguntó él, con la garganta seca.

—Sí. Ya fui al médico.

Alejandro pasó noches sin dormir. Pensó en Isabel. En su reputación. En sus socios. Pero también pensó en Lucía, en el hijo que creía venir en camino, en la posibilidad de empezar de nuevo.

—No puedo vivir una mentira —se dijo frente al espejo.

El divorcio fue rápido y doloroso.

—¿Por ella? —preguntó Isabel, con lágrimas contenidas.

Alejandro no pudo responder.

Seis meses después, rodeado de flores, políticos y empresarios, Alejandro se casó con Lucía en una hacienda restaurada, símbolo de tradición y poder. Sonreía para las cámaras, convencido de que había elegido el amor.

No sabía que acababa de firmar su propia caída.

Y esa noche, cuando tocó el vientre de su esposa, entendió que todo había sido una ilusión.

CAPÍTULO 2 – EL VIENTRE DE LA MENTIRA


—No estoy embarazada —dijo Lucía finalmente.

Las palabras flotaron en el aire como un golpe invisible.

—Eso… eso no es posible —balbuceó Alejandro—. Yo vi los estudios. Tú lloraste. Me dijiste…

Lucía se incorporó lentamente y dejó a un lado la bata de seda. Alejandro observó con horror cómo ella retiraba con calma una especie de soporte oculto bajo el vestido.

—La tecnología médica hace maravillas —comentó ella, con ironía—. Sobre todo cuando sabes a quién pagar.

Alejandro retrocedió, apoyándose en la pared.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué hacerme esto?

Lucía lo miró fijamente. Por primera vez, no había afecto en sus ojos.

—¿Recuerdas el terreno en Cancún? El que compraste usando abogados y contactos para desplazar a varias familias.

Alejandro frunció el ceño.

—Era un negocio legal.

—Para ti —respondió ella—. Para Raúl Mendoza, fue el fin.

El nombre le heló la sangre.

—Raúl… ¿qué tiene que ver él contigo?

Lucía soltó una risa breve.

—Fue mi pareja durante años. Soñábamos con ese terreno. Cuando lo perdiste todo para él… también me quitaste mi futuro.

Alejandro negó con la cabeza.

—Yo no sabía…

—Nunca saben —interrumpió ella—. Los hombres como tú creen que todo es un juego de cifras.

Se acercó a él.

—Tú me enseñaste lo fácil que era entrar en tu mundo. Tus cuentas, tus contratos, tus firmas… siempre confiado.

Alejandro recordó vagamente documentos que había firmado sin leer, reuniones que ella organizó “para ayudar”.

—Lucía… podemos arreglar esto —dijo desesperado—. Te daré dinero. Todo lo que quieras.

Ella lo miró con lástima.

—Ya es tarde.

Un golpe seco resonó en la puerta.

—Policía Federal —se escuchó desde afuera.

Alejandro sintió que las piernas ya no lo sostenían.

—¿Qué hiciste? —susurró.

—Nada que tú no hubieras hecho antes —respondió ella—. Solo usé tus propias armas.

Los agentes entraron con órdenes en mano. Hablaron de investigaciones, de irregularidades, de fraude fiscal. Alejandro apenas podía escuchar.

Mientras lo esposaban, miró a Lucía una última vez.

—¿Nunca… nunca me quisiste? —preguntó.

Ella guardó silencio. Luego respondió:

—Te quise lo suficiente como para destruirte desde adentro.

Las puertas se cerraron. La hacienda quedó en silencio.

El matrimonio había durado apenas unas horas.

CAPÍTULO 3 – EL PRECIO DE LA TRAICIÓN


La celda era pequeña y fría. Alejandro había perdido la noción del tiempo. Los juicios, las audiencias, los titulares de prensa se mezclaban en su memoria como un mal sueño.

Había perdido todo.

Sus propiedades fueron confiscadas. Sus socios se alejaron. Su nombre se convirtió en sinónimo de escándalo.

Isabel nunca respondió a sus cartas.

Un día, un guardia le entregó un periódico viejo.

—Por si quiere leer —dijo sin interés.

Alejandro lo abrió al azar. Una nota pequeña llamó su atención: Raúl Mendoza fallece en un enfrentamiento entre grupos rivales en el norte del país.

Alejandro cerró los ojos.

—Así que todo terminó —murmuró.

Recordó la risa de Lucía, su voz suave, la ilusión de empezar de nuevo. Comprendió que no había sido solo víctima de un engaño, sino de su propia ambición.

—Creí que podía tenerlo todo —se dijo—. Y perdí lo único que valía la pena.

Años después, sentado en el patio de la prisión, Alejandro observó el cielo gris del norte de México. No esperaba perdón ni redención.

Solo entendimiento.

Porque algunas decisiones, por dulces que parezcan, esconden un precio imposible de pagar.

Y él ya lo había pagado todo.

‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.

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