Capítulo 1: La Casa del Tiempo
Las campanas de la parroquia principal de San Miguel de Allende sonaron tres veces, lentas y profundas, como si el pueblo entero contuviera la respiración. No era una mañana cualquiera. El aire olía a incienso viejo y a tierra húmeda. Doña Isabel de la Cruz había muerto.
Alejandro de la Cruz observaba la fachada de la mansión familiar desde el asiento trasero del coche. La Casa del Tiempo seguía ahí, imponente, hecha de cantera rosada, con balcones de hierro forjado y puertas de madera que habían crujido durante generaciones. Sin embargo, ya no era hogar. Era un lugar lleno de ecos.
—Volvió el hijo pródigo —murmuró el chofer, sin intención de que Alejandro lo escuchara.
Quince años. Quince años lejos de México, lejos de su madre, lejos de su hermano Emilio. Alejandro bajó del coche con el traje negro cubierto de polvo del camino. Al cruzar el umbral, sintió un escalofrío que no pudo explicar.
La casa estaba en silencio. Demasiado silencio.
Esa noche, incapaz de dormir, Alejandro escuchó unos golpes suaves en la puerta de su habitación.
—¿Señor Alejandro? —la voz era débil, temblorosa.
—Pase, Don Mateo.
El viejo mayordomo entró despacio. Llevaba más de cincuenta años sirviendo a los de la Cruz. Sus manos arrugadas sostenían un pequeño objeto envuelto en un pañuelo.
—Su madre me pidió que se lo entregara… solo a usted.
Alejandro tomó el objeto. Un reloj de bolsillo de plata, antiguo, con el vidrio rayado y las manecillas inmóviles.
—El reloj se detuvo exactamente a las once —susurró Don Mateo—. Justo cuando ella dio su último aliento.
Alejandro frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir?
Don Mateo tragó saliva. Se acercó más, bajando la voz.
—La señora… no se fue por voluntad propia. A ella… la presionaron.
—¿Quién? —preguntó Alejandro, sintiendo un nudo en el pecho.
El mayordomo negó con la cabeza.
—No puedo decir más. Pero tenga cuidado, joven. No confíe ni siquiera en su propia sangre.
Cuando Don Mateo salió, Alejandro se quedó mirando el reloj. El tiempo detenido. Como si alguien hubiera decidido congelar la verdad.
Esa noche, el pasado volvió a tocar a su puerta.
Capítulo 2: El Mensaje Oculto
El viento nocturno se colaba por las ventanas, trayendo consigo el murmullo lejano de los cactus y los tejados antiguos. Alejandro sostenía el reloj entre sus manos. Sin saber por qué, giró la corona.
Tac.
El sonido seco lo hizo estremecerse. El reloj volvió a funcionar.
—No puede ser… —susurró.
Al abrir la tapa trasera, algo cayó sobre la mesa: un pequeño papel doblado. Reconoció de inmediato la letra elegante de su madre.
“Si estás leyendo esto, es porque fallé.
No confíes en la familia.
La verdad está bajo la capilla vieja.”
Alejandro cerró los ojos. Recordó la capilla de San Judas, abandonada desde el incendio de hacía treinta años. El mismo año en que su padre había muerto en circunstancias poco claras.
Al día siguiente, comenzó a investigar. Viejos documentos, escrituras, cuentas ocultas. Descubrió lo que su madre había intentado hacer en silencio: reparar una injusticia histórica. La fortuna de los de la Cruz se había construido sobre tierras arrebatadas a comunidades indígenas, especialmente al pueblo Otomí.
—Esto es una locura —dijo Emilio cuando Alejandro lo enfrentó en el despacho—. Mamá estaba enferma. No sabía lo que hacía.
—Sabía perfectamente —respondió Alejandro—. Y tú también.
Emilio se levantó de la silla, molesto.
—Si esos papeles salen a la luz, todo se viene abajo.
—Tal vez eso es lo que debe pasar.
Los hermanos se miraron en silencio. Ya no eran familia. Eran adversarios.
Esa noche, durante el Día de Muertos, Alejandro se dirigió a la capilla vieja, guiado por la luz de las veladoras y el aroma del cempasúchil.
Capítulo 3: Cuando el Tiempo Avanza
La capilla de San Judas estaba medio en ruinas. Bajo el altar, Alejandro encontró una trampilla. Descendió con dificultad hasta un cuarto oculto, lleno de cajas y documentos.
Ahí estaba todo: contratos falsos, transferencias ilegales y el testamento final de su madre.
—Siempre llegas tarde —dijo una voz conocida.
Emilio apareció entre las sombras, con un arma en la mano.
—Mamá iba a destruirnos. Yo solo… la detuve.
—La obligaste —dijo Alejandro—. Y ahora pagarás por ello.
Un forcejeo. Un disparo que rompió una estatua antigua. Dentro, un último paquete de pruebas. Afuera, las sirenas. Don Mateo había cumplido su promesa.
Semanas después, Emilio fue detenido. La fortuna familiar, investigada. Las tierras, devueltas.
La Casa del Tiempo se convirtió en un lugar de memoria y reconciliación.
Antes de irse, Alejandro visitó la tumba de su madre. Sacó el reloj del bolsillo. Las manecillas seguían avanzando.
—Gracias —susurró.
El tiempo, al fin, había vuelto a moverse.
‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.
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