CAPÍTULO I – EL ESPEJO ROTO
El sonido seco de una guitarra rasgando el aire partió la tarde en dos.
Alejandro Montoya detuvo el coche de golpe frente a la Catedral de Guadalajara. El chofer lo miró sorprendido, pero Alejandro no dijo nada. Tenía la mano apretada contra el pecho, como si algo invisible acabara de golpearle el corazón.
Allí estaba.
Sentado en las escaleras de piedra, con la espalda apoyada en una columna antigua, un joven de ropa gastada tocaba una melodía lenta, casi dolorosa. Su cabello oscuro caía desordenado sobre la frente. El sol del atardecer dibujaba sombras familiares en su rostro.
Demasiado familiares.
—No puede ser… —murmuró Alejandro, bajando del coche.
Cada paso que daba era una negación. Cada metro, una amenaza a la vida perfectamente ordenada que conocía. Cuando estuvo frente a él, el joven levantó la vista.
Los mismos ojos.
La misma nariz recta.
La misma cicatriz pequeña en la ceja izquierda.
El guitarrista dejó de tocar.
—¿Qué pasa, señor? —preguntó con voz ronca, marcada por el polvo y las noches al raso—. ¿Nunca ha visto a alguien tocar aquí?
Alejandro sintió que el mundo se inclinaba.
—Tú… ¿cómo te llamas? —preguntó, casi sin voz.
El joven sonrió de lado, una sonrisa cansada.
—Mateo. Solo Mateo. ¿Eso importa?
—Importa —dijo Alejandro—. Importa mucho.
Mateo lo observó con atención. Luego rió suavemente.
—Déjeme adivinar. ¿Alguien le debe dinero? ¿O cree que me parezco a algún amigo suyo?
—Te pareces a mí.
El silencio se estiró entre los dos como una cuerda tensa. El ruido de la ciudad siguió su curso, indiferente.
Mateo inclinó la cabeza.
—Eso dicen a veces. En México hay millones de caras parecidas. Pero no millones de vidas iguales.
—¿Dónde naciste? —insistió Alejandro.
Mateo apretó los dedos sobre las cuerdas.
—¿Para qué quiere saber eso? —sus ojos se endurecieron—. Aquí, los pobres no guardamos recuerdos. Guardamos cicatrices. Lo único importante es seguir respirando.
Alejandro sacó su tarjeta, la dejó caer lentamente sobre el estuche abierto de la guitarra.
—Si alguna vez necesitas algo… llámame.
Mateo no la miró.
—No necesito favores de hombres con trajes caros.
Alejandro regresó al coche con el corazón desordenado. Esa noche, el rostro de Mateo apareció en cada espejo, en cada sombra. Por primera vez en su vida, el apellido Montoya no le ofrecía respuestas.
Solo miedo.
CAPÍTULO II – LA SANGRE QUE CALLA
Las respuestas llegaron como cuchillas lentas.
Registros médicos. Archivos sellados. Una enfermera jubilada que tembló al hablar. Alejandro reconstruyó la verdad en silencio, con las manos sudorosas.
Dos bebés.
La misma hora.
El mismo hospital.
—Eran gemelos —susurró la mujer—. Pero solo uno salió con el apellido Montoya.
Alejandro cerró los ojos.
Esa noche enfrentó a su padre.
—¿Quién es Mateo? —preguntó, de pie en el despacho donde se decidían fortunas.
Don Rafael Montoya levantó la vista lentamente.
—No pronuncies ese nombre aquí.
—Entonces es real.
El viejo suspiró, cansado.
—Fue una equivocación —dijo—. Un error que debía quedarse enterrado.
—¿Enterrado como una persona viva?
El silencio fue la respuesta.
Alejandro buscó a Mateo en los barrios donde la ciudad se agrieta. Cuando lo encontró, Mateo ya sabía.
—Así que ahora vienes con la verdad —dijo Mateo, apoyado en una pared húmeda—. ¿Qué quieres? ¿Perdón? ¿Limosna con apellido?
—Quiero que sepas que no fue mi elección.
Mateo soltó una risa amarga.
—Tú creciste con vino fino. Yo aprendí a contar noches sin cena. No somos lo mismo.
—Somos hermanos.
—La sangre no hace familia —respondió Mateo—. Las decisiones sí.
Esa misma semana, Mateo notó sombras siguiéndolo. Miradas que no pertenecían al barrio. Una noche, la lluvia cayó sin aviso. Pasos apresurados. Voces bajas.
Alejandro llegó cuando el miedo ya había rozado la piel.
—¡Mateo! —gritó, interponiéndose—. ¡Basta!
Todo ocurrió rápido. Un empujón. Un golpe seco contra el pavimento. El mundo se volvió blanco.
En el hospital, Alejandro despertó con el cuerpo dolorido y el alma despierta.
Don Rafael estaba allí.
—Esto se te fue de las manos —dijo Alejandro—. Yo no voy a permitirlo.
El anciano lo miró largo rato. Su rostro se quebró.
—Elegí mal —susurró… y el peso de los años lo venció.
Las sirenas llegaron después.
Y con ellas, la verdad salió a la luz.
CAPÍTULO III – BAJO EL MISMO SOL
Don Rafael murió días después.
La prensa no perdonó. El apellido Montoya dejó de ser intocable. Alejandro habló cuando nadie lo esperaba.
—Mateo es mi hermano —dijo ante las cámaras—. Y no voy a negarlo.
Los socios se retiraron. Los salones se vaciaron. Alejandro se quedó.
Dividió la herencia. Cerró fábricas que aplastaban vidas. Caminó calles que nunca había pisado.
Mateo observó todo desde lejos.
—¿Por qué haces esto? —preguntó un día.
—Porque no quiero seguir viviendo una mentira.
El centro musical abrió en una casa vieja. Guitarras colgadas. Voces infantiles. Mateo sonrió por primera vez sin desconfianza.
Años después, en Día de Muertos, los dos caminaron entre velas y flores.
—Nunca pensé quedarme —dijo Mateo.
—Nunca pensé perderlo todo —respondió Alejandro—. Y aquí estamos.
Dos sombras iguales bajo el sol mexicano.
Por fin, completos.
‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.
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