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El marido, de manera despiadada, echó a su esposa y a su hija de la casa en plena lluvia y viento para recibir a su joven y hermosa amante y vivir con ella. La mujer, llena de dolor, no tuvo más remedio que aceptar la situación y marcharse junto a su hija. Cinco años después, la mujer había logrado salir adelante. Viajaba con su hija en un auto de lujo cuando quedó impactada al ver que su exesposo, el mismo que la había traicionado en el pasado, ahora estaba sentado en la calle vendiendo mercancía.

CAPÍTULO 1: BAJO LA LLUVIA DE GUADALAJARA

La lluvia caía con furia sobre Guadalajara, como si el cielo mismo hubiera decidido participar en la ruptura de aquel matrimonio. Las gotas golpeaban el empedrado antiguo de la calle, rebotaban en los charcos iluminados por los faroles amarillos y parecían abrir grietas invisibles en una historia que llevaba años resquebrajándose.

María López apretaba contra su pecho a su hija Sofía, de apenas seis años. La niña temblaba, no solo por el frío, sino por el tono desconocido en la voz de su padre. Frente a ellas, la puerta de madera maciza de la casa se mantenía abierta, como una boca que acababa de escupirlas.

—Llévate eso también —dijo Alejandro Torres, lanzando una maleta vieja al porche—. No quiero nada que me recuerde a esta vida miserable.

La maleta cayó con un golpe seco. María no se movió. Sus manos estaban rígidas, pero su mirada seguía fija en el hombre con el que se había casado diez años atrás, en la iglesia de San Juan, jurándose amor eterno frente a Dios y a toda la familia.

—¿De verdad vas a echarnos así? —preguntó María, con la voz quebrada, pero firme—. Está lloviendo, Alejandro. Es tu hija.

Alejandro suspiró con fastidio, como si aquella escena fuera una molestia más.

—Ya estoy cansado de sobrevivir, María. De contar monedas, de remendar ropa, de promesas vacías. Yo quiero vivir. Y contigo eso no va a pasar.

Detrás de él, apoyada en la escalera, apareció Valeria. Joven, alta, con un vestido rojo que contrastaba brutalmente con la penumbra de la casa. Sonreía apenas, con esa seguridad cruel de quien cree haber ganado.

—Alejandro, amor, no te alteres —dijo ella, cruzándose de brazos—. Mientras más rápido se vayan, mejor para todos.

Sofía alzó la mirada hacia su madre.

—Mamá… ¿ya no vamos a vivir aquí?

María sintió que algo se rompía por dentro, pero no lloró. Se inclinó, tomó la pequeña mano de su hija y respondió con suavidad:

—No, mi amor. Pero vamos a estar juntas. Eso es lo importante.

Alejandro apartó la mirada. No soportaba verlas así, no porque le doliera, sino porque le incomodaba.

—Cierren al salir —dijo, dándoles la espalda.

María dio un último vistazo a la casa. Las paredes que ella misma había pintado, la mesa donde celebraron cumpleaños, el rincón donde Sofía aprendió a caminar. Todo quedaba atrás.

La lluvia se intensificó cuando bajaron el último escalón. Sofía tropezó y María la sostuvo con fuerza.

—No mires atrás —susurró—. Nunca mires atrás.

Mientras caminaban calle abajo, empapadas, María pensaba en cómo había llegado a ese punto. Recordó las noches cosiendo hasta la madrugada, los sueños de Alejandro de hacerse rico rápidamente, las discusiones, los silencios largos, la distancia creciente.

Dentro de la casa, Valeria rodeó el cuello de Alejandro.

—Ahora sí, todo va a cambiar —le dijo—. Te prometo que juntos vamos a llegar lejos.

Alejandro asintió, convencido. No vio cómo, a lo lejos, la silueta de María se perdía bajo la lluvia, llevándose no solo a su hija, sino también la última oportunidad de redención.

Esa noche, María y Sofía durmieron en una habitación prestada, escuchando el eco de la tormenta. María no cerró los ojos. Miró al techo y juró en silencio:

—Nunca más voy a permitir que nadie nos humille.

La lluvia siguió cayendo. Y con ella, terminó una vida… y comenzó otra.

CAPÍTULO 2: CINCO AÑOS DESPUÉS, BAJO EL SOL DE LA CIUDAD DE MÉXICO


El sol brillaba con fuerza sobre Paseo de la Reforma. Los edificios de cristal reflejaban el movimiento constante de la ciudad, y el tráfico avanzaba con ese caos ordenado tan propio de la Ciudad de México.

Un auto negro de lujo se detuvo frente al semáforo.

María López iba al volante. Vestía un traje sobrio, elegante, y llevaba el cabello recogido con precisión. Su mirada era segura, pero no arrogante. Había aprendido a caminar firme sin necesidad de pisar a nadie.

—Mamá, ¿vas a llegar a tiempo a la reunión? —preguntó Sofía, ahora una adolescente, revisando su celular.

—Claro que sí —respondió María sonriendo—. Y luego pasamos por tu escuela.

Sofía asintió. Estudiaba en un colegio internacional y hablaba inglés con fluidez. Nada quedaba de aquella niña asustada bajo la lluvia.

María había empezado de cero. Primero, cosiendo ropa para vender en un mercado. Luego, asociándose con otras mujeres. Más tarde, creando una marca de moda artesanal inspirada en la cultura mexicana. Hoy, sus diseños se vendían fuera del país.

El semáforo seguía en rojo.

Entonces María lo vio.

En la esquina, bajo una lona desgastada, un hombre vendía elotes. Su ropa estaba vieja, su rostro marcado por el cansancio. Tenía el cabello encanecido antes de tiempo y los hombros encorvados.

Algo en él la hizo estremecerse.

—Sofía… —murmuró—. Espera aquí.

Alejandro levantó la vista, quizás atraído por el silencio repentino del auto lujoso. Sus ojos se abrieron con incredulidad.

—¿María…?

El mundo pareció detenerse. Él dejó caer uno de los elotes, que rodó hasta el borde de la banqueta.

—No puede ser… —susurró—. Tú…

María respiró hondo. No sentía odio. Tampoco alegría. Solo una calma extraña.

—Hola, Alejandro.

—Yo… yo no sabía… —balbuceó—. Te ves… diferente.

—La vida me cambió —respondió ella—. A ti también, por lo que veo.

Alejandro bajó la cabeza. Valeria se había ido años atrás. Se llevó el dinero, las promesas y lo dejó con deudas. Perdió la casa, el trabajo, los amigos.

—Me equivoqué —dijo—. Cada día lo sé más.

María guardó silencio. El semáforo seguía en rojo, como si el tiempo les concediera unos minutos más.

—¿Te va bien? —preguntó él, con una mezcla de vergüenza y esperanza.

—Sí —respondió ella con sinceridad—. Nos va bien.

Sofía observaba desde el auto, sin reconocer del todo a aquel hombre.

—¿Es él? —preguntó cuando María regresó al volante.

—Sí —respondió—. Pero ya no importa.

El semáforo cambió a verde. El auto avanzó lentamente, dejando atrás a un hombre que entendía, demasiado tarde, el precio de sus decisiones.

CAPÍTULO 3: EL PRECIO DE LA TRAICIÓN


María volvió a detener el auto unos metros más adelante. Algo dentro de ella pedía cerrar ese capítulo con dignidad.

Bajó del vehículo. Alejandro la miró, sorprendido.

—María…

—No vengo a reprocharte nada —dijo ella—. Solo a despedirme.

Alejandro tragó saliva.

—Perdóname —pidió—. Si pudiera volver atrás…

María negó con suavidad.

—No se puede. Y no hace falta.

Sacó un billete de su bolso y lo colocó sobre la mesa improvisada.

—Por los elotes.

—No… —dijo él—. No quiero tu dinero.

—No es caridad —respondió ella—. Es respeto.

Sofía se acercó. Miró a Alejandro con curiosidad distante.

—Cuídese —dijo educadamente.

Alejandro sintió un nudo en la garganta. Esa niña ya no era suya.

María tomó la mano de su hija.

—Vámonos.

El auto se perdió entre el tráfico. Alejandro se sentó en la banqueta, con los ojos húmedos, entendiendo que nadie le había quitado nada. Él mismo lo había perdido todo.

La lluvia de Guadalajara había sellado su destino.
El sol de la Ciudad de México solo se lo recordó.

‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.

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