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Estuvo a punto de perder la razón en medio del panteón, justo después de enterrar a su esposa. En ese momento, su celular vibró: era un mensaje del banco desde la cuenta de ella, con un contenido que lo dejó completamente paralizado…

**CAPÍTULO I

BAJO EL SOL DEL CEMENTERIO**


El sol de la Ciudad de México caía sin piedad sobre el Panteón Civil de Dolores. No había nubes, no había viento. Solo ese cielo azul excesivamente limpio, como si el mundo hubiera decidido seguir adelante sin pedir permiso.

Alejandro Cruz permanecía inmóvil frente a la tumba recién cerrada.

—Lucía… —susurró, pero su voz no logró romper el silencio.

La tierra aún estaba oscura, húmeda. El nombre de su esposa brillaba en la lápida provisional, escrita con una tipografía fría, impersonal. Lucía Hernández de Cruz. Tres días atrás, ella estaba viva. Tres días atrás, había salido de casa diciendo que regresaría temprano.

Accidente, le dijeron. Un camión sin frenos. Fue inmediato. No sufrió.

Alejandro había aceptado esas palabras como quien se aferra a una tabla en medio del mar.

Hasta que el teléfono vibró.

El sonido fue tan fuera de lugar que le atravesó el pecho. Sacó el celular con manos temblorosas, convencido de que sería algún familiar, otro pésame tardío.

Pero no.

“Cuenta de Lucía Hernández: Transferencia realizada – 50,000 pesos.”

Alejandro parpadeó varias veces. El sol, el sudor, el cansancio… esto no puede estar pasando.

—No… —murmuró—. No es posible.

Lucía estaba muerta.
Esa cuenta estaba solo a su nombre.
Y la contraseña… jamás se la había dicho.

Abrió los detalles de la operación. El nombre del destinatario apareció en la pantalla como una bofetada:

Sombra Roja.

El corazón le golpeó las costillas con violencia.

—¿Qué es esto, Lucía? —preguntó al aire, como si ella pudiera responder.

A su alrededor, otras familias colocaban flores, rezaban, lloraban en voz baja. La vida seguía. Solo la suya acababa de fracturarse en dos.

Un recuerdo lo atravesó sin aviso.

—“Hay cosas que es mejor no saber, Ale” —le había dicho ella una vez, sonriendo—. Confía en mí.

En ese momento, Alejandro sintió algo nuevo, algo que no había sentido ni siquiera al bajar el ataúd: miedo.

Guardó el teléfono. Miró una última vez la tumba.

—Si esto es una broma… —susurró—. No tiene gracia.

Pero en el fondo sabía que Lucía jamás habría jugado con algo así.

Cuando salió del cementerio, tuvo la extraña sensación de que alguien lo observaba. Volteó. Nada. Solo filas de lápidas blancas bajo el sol inmóvil.

El teléfono vibró de nuevo.

Un mensaje sin remitente:

“No debiste abrir eso.”

Alejandro sintió que el suelo se deslizaba bajo sus pies.

Y por primera vez, entendió que el entierro de Lucía no era un final, sino el inicio de algo mucho más grande.

**CAPÍTULO II
LO QUE LUCÍA ESCONDIÓ**


Esa noche, Alejandro no durmió.

Se sentó en la sala, rodeado de recuerdos: fotos, libros, una taza de café que Lucía nunca terminó. El silencio del departamento era distinto ahora, más pesado, como si las paredes supieran algo que él no.

Encendió la laptop de Lucía.

—Perdóname —dijo en voz baja—. Juro que no lo haría… pero necesito entender.

Para su sorpresa, la computadora no tenía contraseña.

Siempre confiando, pensó, con un nudo en la garganta.

Encontró archivos ocultos. Carpetas con nombres anodinos: Contabilidad 2019, Veracruz, Logística. Pero dentro, nada era normal. Códigos, transferencias, nombres en clave.

Sombra Roja aparecía una y otra vez.

—¿Qué hiciste, Lucía…?

Viajó a Veracruz dos días después. El edificio donde ella había trabajado estaba cerca del puerto, rodeado de camiones y ruido constante. Preguntó por ella en recepción. La mujer evitó mirarlo a los ojos.

—Aquí ya no hablamos de esa persona —dijo en voz baja—. Le conviene irse, señor.

—Era mi esposa —respondió Alejandro, conteniendo la rabia—. Tengo derecho a saber.

Ella dudó. Luego se inclinó un poco hacia él.

—Usted no conocía a su esposa —susurró—. Y debería agradecerlo.

Esa noche, en el hotel, Alejandro recibió una llamada.

—¿Alejandro Cruz? —preguntó una voz masculina, firme.

—Sí.

—Soy el fiscal Ramírez. Trabajé con Lucía.

El mundo pareció detenerse.

—¿Trabajó…? —Alejandro rió sin humor—. Mi esposa era contadora.

—Era mucho más que eso. Nos ayudó a seguir el rastro del dinero. Sabía que no saldría viva.

—¿Qué está diciendo? —la voz de Alejandro se quebró.

—Que Lucía sabía que la estaban vigilando. Por eso preparó un sistema automático. Si algo le pasaba, la información saldría a la luz.

Alejandro recordó el mensaje del banco. El nombre en rojo.

—La transferencia… —susurró—. ¿Fue ella?

—Sí. Y no fue la última.

Colgó sin despedirse.

Esa madrugada, Alejandro notó un detalle nuevo: una camioneta negra estacionada frente al hotel. Estaba allí cuando amaneció. Y cuando salió.

De regreso en Ciudad de México, comenzaron las llamadas silenciosas. Siempre a las tres de la mañana. Y una mañana encontró una marca oscura en la puerta de su departamento, una cruz dibujada de forma inquietante.

—Lucía… —dijo, apoyando la frente contra la madera—. ¿En qué me metiste?

Entonces encontró el último archivo.

Un video.

Lucía miraba directamente a la cámara. Estaba cansada, pero serena.

—Si estás viendo esto, amor, significa que fallé en protegerte —dijo—. Pero no en decir la verdad.

Alejandro lloró por primera vez desde el funeral.

—Confía en mí una vez más —continuó ella—. Y sigue viviendo.

**CAPÍTULO III
EL DÍA DE LOS QUE REGRESAN**


El Día de Muertos, el cementerio estaba lleno de colores.

Flores de cempasúchil, velas encendidas, música suave. El olor a pan y copal llenaba el aire. Era una celebración, no un adiós.

Alejandro caminó entre las tumbas hasta llegar a la de Lucía. Se arrodilló, colocó una foto de ambos en Guanajuato. Ella reía. Él también.

—Siempre te gustó este día —dijo—. Decías que la muerte no era silencio.

El teléfono vibró por última vez.

“Transferencia finalizada.”

Al mismo tiempo, las noticias comenzaron a explotar en las pantallas cercanas: investigaciones abiertas, documentos filtrados, nombres importantes involucrados.

Lucía había cumplido su promesa.

Sirenas sonaron a lo lejos. Helicópteros cruzaron el cielo. La ciudad despertaba a una verdad que llevaba años enterrada.

—Lo lograste —susurró Alejandro—. Nos salvaste.

Una brisa suave movió las velas. Por un instante, Alejandro sintió una presencia familiar. No miedo. Paz.

—Gracias por quedarte —dijo, sin saber a quién hablaba exactamente.

Se levantó y se alejó sin mirar atrás.

En México se dice que los muertos regresan cuando se les recuerda.

Y mientras Alejandro caminaba entre la gente, supo que Lucía no estaba atrapada en una tumba, sino viva en cada paso que él aún podía dar.

Porque el amor, como la memoria,
no entiende de finales.

‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.

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