CAPÍTULO 1 – EL GRITO EN LA IGLESIA
Las campanas de la Iglesia Santa María de los Ángeles repicaban con fuerza bajo el sol brillante de Guadalajara. Afuera, un grupo de mariachis tocaba suavemente El Son de la Negra, como si la ciudad entera celebrara el acontecimiento más importante del año. Dentro, el aire olía a incienso y flores blancas.
—Esto parece un sueño —susurró una invitada, ajustándose el rebozo—. Don Alejandro merece volver a ser feliz.
Alejandro Montoya, de traje oscuro impecable, estaba de pie frente al altar. A sus cincuenta y tres años, era uno de los hombres más poderosos del país. Minería, bienes raíces, fundaciones… su apellido abría puertas. Pero su mirada, fija en el suelo de mármol, no reflejaba triunfo, sino cansancio.
A su lado, Isabela Cruz brillaba como una imagen sagrada. Joven, elegante, con una sonrisa que había conquistado a todos en pocos meses. Nadie dudaba de ella. Nadie… excepto uno.
En la primera fila, Diego Montoya, doce años, apretaba los puños dentro del saco. Su corazón golpeaba con fuerza. Sentía que el tiempo se acababa.
—Respira —se dijo—. Es ahora o nunca.
El sacerdote levantó las manos.
—Si alguien tiene una razón para oponerse a esta unión, que hable ahora o calle para siempre…
El silencio cayó como una losa.
De pronto, una voz infantil lo rompió.
—¡NO! ¡DETÉNGASE!
Las cabezas giraron. Diego se puso de pie de un salto.
—¡Papá, no te cases con ella! —gritó, corriendo hacia el altar—. ¡Ella te está engañando!
Un murmullo recorrió la iglesia como un viento furioso.
—¿Qué dice ese niño?
—¿Está loco?
—¡Qué vergüenza!
Alejandro dio un paso al frente.
—Diego… ¿qué haces? —preguntó, confundido—. Baja la voz.
Diego sacó de su bolsillo un USB negro y lo levantó con la mano temblorosa.
—Encontré esto en su cuarto —dijo—. No es quien dice ser.
Isabela palideció. Sus labios se entreabrieron, pero no salió ninguna palabra.
—Eso es absurdo —murmuró—. Alejandro, por favor…
Pero Diego la miraba fijo.
—Tiene documentos falsos. Mensajes. Planes —tragó saliva—. Yo lo vi todo.
Isabela dio un paso atrás. Luego otro. Sus ojos, por primera vez, mostraron miedo.
Y sin decir nada más, corrió.
El vestido blanco se arrastró por el piso mientras los guardias reaccionaban tarde. El caos estalló: gritos, flashes, invitados de pie.
Alejandro se quedó inmóvil. Miró el USB. Luego a su hijo.
—¿Es verdad? —preguntó en voz baja.
Diego asintió, con lágrimas contenidas.
Esa noche, en la mansión Montoya, la pantalla del despacho iluminó los rostros tensos de padre e hijo.
—Mira esto —dijo Diego, conectando el USB—. Yo solo… no quería perderte también.
Archivos aparecieron uno tras otro: identidades falsas, correos cifrados, transferencias sospechosas.
Alejandro sintió un frío recorrerle la espalda.
—Dios mío… —susurró.
Y entonces apareció el documento final: un plan detallado para quedarse con su fortuna tras un “accidente” cuidadosamente planeado.
Alejandro cerró los ojos.
—Mi propio hijo… me salvó la vida.
CAPÍTULO 2 – LAS SOMBRAS DETRÁS DEL VELO
El silencio en la mansión Montoya era pesado. Alejandro permanecía sentado, con las manos entrelazadas, mirando la pantalla apagada.
—¿Desde cuándo lo sabías? —preguntó finalmente.
Diego dudó.
—Desde que mamá murió… aprendí a observar —dijo—. Isabela nunca lloraba cuando tú hablabas de ella. Solo cambiaba de tema.
Alejandro sintió una punzada en el pecho.
—Pensé que me estaba dando otra oportunidad —murmuró—. Quise creerlo.
Diego bajó la mirada.
—Yo también quería creerlo.
Horas después, Alejandro llamó a su abogado y a un viejo amigo de la policía federal.
—Necesito discreción —dijo con voz firme—. Y rapidez.
Mientras tanto, Isabela viajaba rumbo a Ciudad de México. En el asiento del avión, miraba por la ventana, apretando el celular.
—Todo salió mal —susurró—. El niño lo arruinó todo.
Una voz al otro lado respondió con frialdad:
—Entonces corre. Ya no podemos protegerte.
En Guadalajara, los medios no hablaban de otra cosa. “La boda cancelada”, “El escándalo Montoya”.
Alejandro evitó las cámaras. Solo una cosa le importaba: Diego.
—Perdóname —le dijo una noche—. Te dejé solo demasiado tiempo.
Diego lo miró.
—Yo solo quería que no te pasara nada.
En el aeropuerto de Ciudad de México, Isabela avanzaba rápido entre la gente. Sudaba. Miraba a todos lados.
—Señorita Cruz —dijo una voz detrás de ella—. ¿Podría acompañarnos?
Se detuvo. Supo que era el final.
—No entienden —intentó decir—. Yo solo…
Las palabras se perdieron.
Esa misma noche, Alejandro recibió la llamada.
—La tenemos —confirmaron—. No estaba sola. Es una red grande.
Alejandro colgó y apoyó la frente contra la pared.
—Se acabó.
Diego se acercó.
—¿Ya estás a salvo?
Alejandro lo abrazó con fuerza.
—Gracias a ti, hijo.
CAPÍTULO 3 – LO QUE REALMENTE IMPORTA
Pasaron los meses. La mansión volvió a llenarse de luz lentamente. Los jardines, antes descuidados, florecieron.
Una tarde, Alejandro observaba a Diego jugar fútbol entre los cactus, bajo un cielo naranja.
Recordó la iglesia. El grito. El miedo. La verdad.
Se acercó y se arrodilló frente a su hijo.
—Creí que el dinero me protegía —dijo—. Pero eras tú todo este tiempo.
Diego sonrió tímidamente.
—Solo soy tu hijo.
Alejandro lo abrazó.
Las campanas de Santa María volvieron a sonar en la distancia. Esta vez, no por una boda, sino por algo más fuerte.
La verdad.
Y un amor que no se compra.
‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.
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