CAPÍTULO 1 – LA NOCHE QUE NO DEBIÓ EXISTIR
La luna colgaba baja sobre San Elías, derramando una luz amarillenta que hacía parecer el desierto de Sonora aún más inmenso y silencioso. La música de guitarras seguía flotando desde la plaza, mezclada con risas, copas chocando y el olor fuerte del tequila recién servido. Las flores de cempasúchil decoraban cada rincón, como si el pueblo entero celebrara no solo una boda, sino algo más antiguo, más profundo… algo que yo aún no lograba comprender.
Yo era Lucía Morales, nacida en Guadalajara, criada entre avenidas ruidosas y cafés llenos de gente. Ahora estaba allí, en una habitación antigua de paredes gruesas, convertida en esposa de Diego Hernández, heredero de una familia respetada y temida a partes iguales.
Diego había sido atento durante la ceremonia, pero distante. Sonreía poco, hablaba lo justo. Cuando alguien mencionaba el pasado de su familia, su mirada se endurecía.
—Aquí las cosas se hacen de otra manera —me dijo una vez, sin explicar más.
Intenté convencerme de que era solo timidez, una diferencia cultural. Sin embargo, al quedarme sola en la habitación nupcial, esa sensación de incomodidad regresó con fuerza. La puerta de madera maciza parecía demasiado pesada. Las ventanas, demasiado pequeñas.
Me quité los zapatos y respiré hondo.
Entonces, la puerta se abrió.
No fue Diego.
Era don Rafael Hernández, mi suegro.
Entró con pasos inseguros, cerrando detrás de sí con cuidado. Su rostro estaba pálido, los ojos enrojecidos, como si llevara horas sin dormir. Sudaba, a pesar del aire frío del desierto.
—Señor… ¿pasa algo? —pregunté, levantándome de la cama.
No respondió de inmediato. Miró hacia el pasillo, luego a la ventana, y finalmente a mí. Se acercó y, sin decir palabra, me puso algo en la mano.
Era dinero. Billetes arrugados.
—Escúchame bien, muchacha —susurró, con la voz temblorosa—. Si quieres seguir viva… tienes que irte. Ahora.
Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies.
—¿Cómo dice? —balbuceé—. ¿Irme… de dónde?
Apretó mis dedos con una fuerza inesperada.
—De esta casa. De este pueblo. De esta familia.
—No entiendo… Diego es mi esposo.
Don Rafael negó con la cabeza, desesperado.
—No confíes en nadie —murmuró—. En nadie… y menos en Diego.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Quiso decir algo más, pero se contuvo. Se dio la vuelta y salió, dejándome sola con un silencio insoportable.
Cerré la puerta con llave. Mi corazón latía con violencia. Las palabras de mi suegro resonaban una y otra vez en mi mente.
“Si quieres seguir viva…”
Con manos temblorosas, revisé el dinero. Dentro había también un pequeño papel doblado. Lo abrí.
Un dibujo tosco: Santa Muerte. Debajo, una frase escrita con tinta corrida:
“La novia es el sacrificio.”
Sentí un frío recorrerme la espalda.
Recordé las miradas del pueblo durante la boda. Los murmullos. La expresión rígida de mi suegra. Nadie hablaba de las esposas anteriores de los Hernández. Nadie decía dónde estaban.
Un ruido en el pasillo me hizo contener la respiración.
Pasos.
La voz de Diego, grave y cercana:
—Lucía… ábreme la puerta.
Me acerqué a la ventana. Afuera, el desierto se extendía como una promesa peligrosa.
Sabía que si abría esa puerta, mi vida cambiaría para siempre.
Y no para bien.
CAPÍTULO 2 – EL DESIERTO ESCUCHA TODO
—Lucía, amor… ¿por qué cerraste? —insistió Diego, con un tono que intentaba ser calmado—. La fiesta terminó. Ven, es tarde.
No respondí.
Mi mente trabajaba a toda velocidad. El papel. Las palabras de don Rafael. Las historias que alguna vez escuché en Guadalajara sobre familias que seguían rituales antiguos, disfrazados de tradición.
—Lucía —dijo Diego, ahora más serio—. Abre.
Miré el vestido blanco, largo, demasiado visible. Me lo levanté como pude y empujé la ventana. El aire caliente del desierto me golpeó el rostro. Salté.
Caí mal, pero no me detuve. Corrí. Las piedras lastimaban mis pies, los cactus rozaban mi piel. Detrás de mí, gritos.
—¡Se fue!
—¡Por allá!
Luces se encendieron. Linternas cortaron la oscuridad.
Corrí sin rumbo hasta ver la silueta de la capilla abandonada al borde del pueblo. Había oído historias sobre ese lugar. Nadie iba allí después del anochecer.
Entré y cerré como pude.
—Lucía… —una voz quebrada me hizo girar.
Era don Rafael.
Estaba arrodillado frente a una figura cubierta de velas. Lloraba.
—Sabía que vendrías —dijo—. Perdóname.
—¿Qué es todo esto? —grité, con lágrimas en los ojos—. ¡¿Qué quieren de mí?!
Don Rafael se levantó con dificultad.
—Nuestra familia hizo un pacto hace generaciones —confesó—. Creyeron que así protegerían sus negocios, su poder. Cada cierto tiempo… necesitaban una ofrenda. Una mujer de fuera.
—¡Eso es una locura!
—Lo sé —asintió—. Y por eso quise detenerlo.
Las voces se escucharon afuera. Diego apareció en la entrada, acompañado de otros hombres.
—Padre —dijo Diego, con frialdad—. Apártate.
—No —respondió don Rafael, colocándose frente a mí—. Esto termina hoy.
—Ella ya es parte de la familia —replicó Diego—. Tiene que cumplir.
—¡No! —grité—. ¡Yo no acepté esto!
Diego me miró por primera vez sin máscaras.
—Nadie acepta —dijo—. Solo sucede.
Los hombres avanzaron. El ambiente era denso, asfixiante. Entonces, don Rafael se adelantó.
—¡Basta! —exclamó—. Ya es suficiente.
Hubo un forcejeo. Un grito. Yo cerré los ojos.
Cuando los abrí, don Rafael yacía en el suelo. El silencio fue absoluto.
A lo lejos, se escucharon sirenas.
Diego retrocedió.
—¿Qué hiciste? —susurró.
Don Rafael había cumplido su última promesa.
Salvarme.
CAPÍTULO 3 – LO QUE SOBREVIVE
El amanecer encontró a San Elías rodeado de autoridades. Nadie hablaba. Nadie miraba a los ojos.
Diego fue arrestado horas después, intentando huir hacia la frontera. La verdad salió a la luz. No solo rituales: contrabando, amenazas, años de secretos enterrados.
Yo permanecí en silencio, envuelta en una manta, observando cómo se llevaban los restos de la capilla.
—Lo siento mucho —me dijo una mujer policía—. Usted fue muy valiente.
No me sentía valiente. Me sentía vacía.
Meses después, dejé México. Llevé conmigo las cenizas de don Rafael. Antes de irme, regresé una última vez al desierto.
El viento soplaba suave. Cerré los ojos.
—Viviste —susurró una voz en mi recuerdo.
Y por primera vez, lo creí.
‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.
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