Capítulo 1: La Puerta Entreabierta
El sol del mediodía golpeaba con fuerza las calles empedradas del pequeño pueblo en el centro de México. Marisol ajustó la bolsa del mercado sobre su hombro mientras avanzaba hacia el puesto de frutas, el sudor pegándole a la frente. “Solo un par de tomates y un poco de chile… nada del otro mundo”, murmuró para sí misma.
Alejandro, su esposo, se encontraba en casa viendo un programa de televisión, riendo suavemente ante los chistes de un comediante que ella ya no soportaba.
Al llegar al puesto, Marisol sacó la bolsa de su cartera y, en ese instante, sintió un vacío. “¡Ay no… el dinero!”, exclamó con un hilo de voz. Su cartera había quedado sobre la mesa de la cocina. Frustrada, apretó los labios y giró sobre sus talones.
Mientras cruzaba la calle de regreso, su mente repasa las tareas pendientes: el mercado, lavar la ropa, preparar la cena… y algo más que no podía nombrar sin sentir un pinchazo en el estómago.
Al llegar a la casa, un sonido extraño la detuvo en seco: un murmullo suave, un risita apenas audible y un tintineo de objetos que se movían. Marisol avanzó lentamente por el pasillo hacia la habitación principal. Su corazón comenzó a latir con fuerza, un tambor rítmico que parecía llenar toda la casa.
Al asomar la cabeza por la puerta entreabierta, la escena la paralizó: Alejandro y la joven vecina, Isabella, estaban demasiado cerca, demasiado íntimos, demasiado ajenos a que alguien los observaba.
Marisol no gritó. No corrió. Simplemente retrocedió un paso, contuvo la respiración y salió de la casa como si nada hubiera pasado. Sus manos apretaron la bolsa con fuerza, sus uñas marcando surcos en la tela, pero su rostro permaneció inexpresivo. Cualquiera que la hubiera visto en la calle pensaría que era un día más, común y corriente.
—¿Marisol? —la voz de una vecina la llamó mientras pasaba por la plaza—. ¿Todo bien?
—Sí, sí… solo un calor terrible —respondió, con una sonrisa que no llegaba a los ojos.
Esa noche, mientras las luces del pueblo se encendían una a una, Marisol se sentó en la cocina con un cuaderno. Empezó a anotar nombres, horarios, coincidencias… cada gesto de Alejandro, cada visita de Isabella. La venganza no era un impulso; era un plan frío, meticuloso, como la marea que poco a poco arrastra todo a su paso.
Capítulo 2: La Telaraña de Marisol
Los días siguientes fueron extrañamente silenciosos en la casa de Marisol. Alejandro y Marisol se saludaban con monosílabos, y nadie en el pueblo sospechaba que detrás de esa fachada tranquila se tramaba algo oscuro.
Marisol comenzó a observar. Cada vez que Isabella aparecía, ella tomaba nota: la hora de llegada, el color de la ropa, las expresiones de Alejandro. Una tarde, la joven vecina se quedó charlando demasiado tiempo en el patio, y Marisol, con voz suave y casi casual, preguntó:
—¿Isabella, quieres un poco de agua fresca?
—Oh, gracias, Marisol —dijo ella, sonriendo con confianza. —No sabía que ibas a estar aquí.
Marisol asintió, fingiendo una hospitalidad que escondía un filo invisible. Por dentro, cada palabra, cada movimiento, cada sonrisa era un dato que alimentaba su estrategia.
Una tarde, Alejandro dejó su motocicleta mal estacionada frente a la calle. Al día siguiente, alguien—o algo—movió las llaves del freno y Alejandro tuvo un pequeño accidente sin gravedad, pero suficiente para sembrar miedo y desconfianza. Isabella, siempre atenta, comenzó a mirar a su alrededor con cautela, preguntándose cómo algo tan casual podía sucederle siempre cuando Marisol estaba cerca.
—¿Crees que alguien nos sigue? —susurró Alejandro a Isabella, nervioso.
—No… es imposible —dijo ella, pero sus ojos reflejaban incertidumbre.
Marisol observaba desde la ventana de su cocina, con la luz del atardecer reflejando sus ojos fríos y calculadores. Cada error, cada tropiezo, cada gesto de paranoia que surgía entre ellos era una victoria silenciosa. Su plan no necesitaba confrontación; necesitaba tiempo y paciencia, y la comunidad del pueblo nunca sospecharía que la mujer tranquila, que todos saludaban con cortesía, estaba moviendo las piezas de un juego mortal.
Una noche, Alejandro llegó a casa con el rostro pálido y las manos temblorosas. Isabella se quedó en el umbral, con los labios apretados. Marisol apareció en la puerta con una sonrisa suave:
—Parece que hoy fue un día difícil, ¿no?
—Sí… —murmuró Alejandro, y por primera vez en años, miró a su esposa con algo que no era familiaridad, sino temor.
El terror silencioso había comenzado a tejer su red, y Marisol sabía exactamente cómo tensar los hilos sin romperlos.
Capítulo 3: El Silencio que Mata
Las semanas siguientes fueron una danza macabra. Cada acción de Marisol era precisa: un comentario casual que sembraba dudas, un “accidente” que parecía fortuito, una visita inesperada al pueblo que coincidía con la ausencia de otros. Alejandro y Isabella comenzaron a desconfiar el uno del otro, discutiendo por razones triviales, imaginando traiciones que no existían.
Una noche, Isabella decidió confrontar a Marisol directamente. La encontró en la plaza, con la bolsa de compras sobre el hombro, el cabello recogido, y una expresión serena que helaba la sangre:
—Marisol, sé que sabes cosas… cosas sobre Alejandro y yo —dijo Isabella, la voz temblorosa.
Marisol la miró con calma:
—Solo sé lo que veo, querida. A veces, la vida nos enseña… de formas que no esperamos.
Isabella retrocedió, sin entender si hablaba de advertencia o de amenaza. En su interior, algo le decía que esta mujer no era la esposa indefensa que todos creían.
En las últimas semanas, los pequeños “accidentes” se intensificaron: papeles importantes extraviados, malentendidos que se convertían en discusiones, y finalmente, Alejandro y Isabella se distanciaron de manera irreversible. La joven vecina dejó el pueblo y Alejandro quedó solo, con un rostro marcado por la culpa y la confusión.
Marisol volvió a la cocina, abrió su cuaderno y sonrió ligeramente. Cada trazo, cada anotación, cada plan se había cumplido. No había gritos, no había escándalos; solo silencio.
El pueblo siguió su vida, murmurando sobre la tragedia de la joven pareja, pero nadie sospechaba de la mujer que pasaba entre las calles empedradas, con su bolsa de mercado, su sonrisa tranquila y su mirada que contenía un secreto tan profundo como la noche que caía sobre el pueblo.
Marisol caminó bajo las luces amarillas del alumbrado público, absorbiendo la calma de la noche. Nadie miraba demasiado cerca. Nadie sabía. Y ella estaba exactamente donde quería estar: victoriosa, serena… y aterradoramente imperturbable.
El silencio que dejaba atrás era su firma, y cualquier persona que la viera entendería, aunque inconscientemente, que la calma puede esconder un peligro insondable.
‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.
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