CAPÍTULO 1 — EL DESGARRO INICIAL
Nací en una familia de clase media en Guadalajara, rodeada de calles empedradas que brillaban bajo el sol tapatío y cantinas donde los mariachis tocaban hasta que la luna se escondía. Mis padres, dueños de varias propiedades en la ciudad, caminaban siempre con la certeza de que el mundo les pertenecía. Repetían, desde que yo era adolescente, que una mujer “bien educada” debía escoger a un hombre con posición social, alguien que pudiera sostener una vida “a la altura” de nuestras expectativas.
Pero a los veintidós años, yo había decidido algo muy distinto. Me había enamorado de Diego, un joven artesano de Tlaquepaque que trabajaba moldeando barro con una dedicación casi poética. Era tranquilo, honesto, y sus ojos color café tenían esa mezcla de fuerza y ternura propia de quienes saben lo que cuesta ganarse la vida.
Nunca olvidaré la primera vez que lo llevé a cenar a la casa. Mi madre arregló la mesa como si esperara al gobernador; mi padre, en cambio, se sentó con los brazos cruzados, observando a Diego como si fuera una anomalía. Desde el primer momento supe que algo iba mal. Como si el aire se adelgazara, como si la noche estuviera destinada a fracturarse.
—Así que trabajas con cerámica —comentó mi padre, fingiendo interés aunque su tono llevaba un filo cortante.
—Sí, señor —respondió él con humildad—. Mi familia se dedicó a esto por generaciones. Intento mantener la tradición.
—Tradición… —mi madre sonrió sin calidez—. Qué romántico. Pero dime, Diego, ¿eso te alcanza para vivir… bien?
Sentí cómo mi pecho se apretaba. Diego parpadeó, sorprendido pero sin perder la compostura.
—Trabajo mucho —contestó—. No nos sobra, pero salimos adelante.
La palabra adelante fue suficiente para que el ambiente estallara. Mi madre soltó una risa suave, casi imperceptible pero cruel. Mi padre no se molestó en disimular.
—Mi hija está acostumbrada a otra cosa —dijo—. A una vida cómoda, estable. No queremos que termine… con problemas.
Diego apartó la mirada hacia su plato. Yo, paralizada, intentaba encontrar valor para defenderlo, pero las miradas de mis padres me taladraban. Sabía que si decía lo que pensaba, me esperaba otra semana de reproches, amenazas y sermones interminables.
—Papá… —intenté decir.
—No, hija —me interrumpió—. Esto es serio. Un hombre debe ser capaz de ofrecer más que ilusión.
Diego respiró hondo. Yo esperaba que él se defendiera, que discutiera, que mostrara esa determinación que yo amaba. Pero no lo hizo. Solo dijo:
—Entiendo lo que dice, señor.
Mi corazón se rompió en ese instante.
Quizá habría podido arreglarlo. Quizá si hubiese tomado su mano y dicho “no los escuches”, habríamos salido de ahí juntos. Pero no lo hice. El miedo me tragó por dentro.
Y entonces cometí el error más grande de mi vida.
—Diego… —tragué saliva—. Tal vez… no somos compatibles. Yo necesito otro tipo de vida, otra… seguridad.
Diego levantó la mirada lentamente. Sus ojos, antes llenos de esperanza, se habían vuelto opacos. No había enojo, no había reproche. Solo un dolor silencioso, profundo, de esos que se quedan años atorados en la memoria.
—Ya veo —murmuró—. Entonces… no hay más que hablar.
Se levantó con calma, agradeció por la cena y caminó hacia la puerta. Nadie lo detuvo. Ni siquiera yo.
Cuando la puerta se cerró, la casa quedó en silencio. Mis padres parecían satisfechos, como si hubieran evitado una catástrofe. Yo, en cambio, sentí que había arrojado algo invaluable a un abismo.
Esa noche lloré en silencio, pero ya era tarde.
El daño estaba hecho.
Y Diego se había ido de mi vida.
CAPÍTULO 2 — EL REGRESO QUE LO CAMBIA TODO
Cinco años después, mi vida tenía poco que ver con la que imaginé. Un matrimonio breve con un empresario de Monterrey había terminado en divorcio. El trabajo que había encontrado tras volver a Guadalajara apenas cubría mis gastos. La ciudad seguía igual de viva, igual de hermosa, pero yo me sentía ajena a ella, como si caminara entre sombras que conocía demasiado bien.
Una tarde, mi empresa anunció una visita guiada a una de las mayores fábricas de cerámica de Jalisco, recientemente adquirida por un nuevo propietario. Yo no presté mucha atención al comunicado. Estaba cansada, frustrada, atrapada en una rutina gris.
Hasta que escuché su nombre.
—Les presento a nuestro nuevo dueño —anunció el gerente—. El señor Diego Herrera.
El mundo se derrumbó bajo mis pies.
Diego apareció frente al grupo con un traje de lino blanco impecable, elegante sin esfuerzo. No era el chico humilde que recordaba; era un hombre seguro, dueño de una presencia tranquila pero imponente. Sus empleados lo observaban con respeto genuino. Su mirada, tan firme como antes, se cruzó con la mía.
Sentí que el aire desaparecía.
—Mucho gusto en recibirlos —dijo, sin apartar los ojos de mí.
Durante la visita, expliqué documentación, firmé formularios, asentí a comentarios… pero no escuché nada. Toda mi atención estaba atrapada en la nueva realidad: Diego, aquel joven artesano que mis padres habían despreciado, ahora era un empresario exitoso, un referente regional.
Tras la visita, él se acercó a mí.
—Ha pasado tiempo —dijo con una serenidad que me desarmó.
—Sí… —contesté, torpe—. Mucho.
No pude evitar observarlo de cerca. Sus manos, aunque ahora cuidadas, conservaban la firmeza del trabajo manual. Sus ojos ya no tenían aquella vulnerabilidad que recordaba; ahora había una calma madura, casi estoica.
—Te ves bien —me dijo suavemente.
—Tú… tú también. Más que bien.
Él sonrió, apenas.
—Después de aquella noche, dejé Guadalajara —explicó—. Fui a Oaxaca. Luego a Puebla. Aprendí de maestros artesanos. Viajé, conocí gente. Al final, abrí mi propio taller… y todo se fue dando.
—Me alegra —logré decir, pero mi voz temblaba.
La conversación terminó pronto. Él tenía asuntos que atender, empleados que dirigir, decisiones que tomar. Yo solo tenía un montón de recuerdos y un remolino en el pecho.
Esa noche no pude dormir. Cada palabra, cada gesto suyo me quemaba la memoria como hierro caliente. Finalmente, decidí enfrentar lo inevitable.
Le escribí.
Y al día siguiente, él aceptó verme.
Nos reunimos en una cafetería tranquila del centro, bajo las luces cálidas que siempre alumbran las plazas de Guadalajara.
—Diego —comencé, con la garganta seca—. Siento todo lo que pasó. Lo que dije. Lo que permití.
Él escuchó en silencio.
—Yo… —respiré hondo—. Si pudiera retroceder, lo haría. Y si tú quisieras… si todavía hubiera algo…
Diego apoyó su taza en la mesa. Sus ojos estaban llenos de una serenidad imposible.
—No te guardo rencor —respondió—. Lo que pasó, pasó. Yo también cambié. Crecí. Entendí muchas cosas.
—¿Entonces…? —susurré.
Diego negó suavemente con la cabeza.
—Nuestros caminos ya no son los mismos. Te deseo lo mejor. De verdad. Pero no volveré atrás.
Las palabras cayeron como un golpe seco. No había enfado, ni amargura. Solo una verdad simple, honesta y definitiva.
En su mirada encontré el final.
Un final que yo misma había construido.
CAPÍTULO 3 — LO QUE SE PIERDE PARA SIEMPRE
Al salir de la fábrica aquel día, sentí que mis pasos pesaban más que antes. El sol iluminaba los jarrones exhibidos en la entrada: piezas finas, de esmalte azul cobalto, con diseños que mezclaban tradición y modernidad. Eran hermosos. Eran el sueño que Diego siempre había tenido.
Y yo lo había visto cumplirlo… desde lejos.
Caminé por la calle principal de Tlaquepaque, donde los turistas se detenían a tomar fotos y los artesanos exhibían su trabajo con orgullo. Un grupo de mariachis tocaba a lo lejos, y por un momento, la música se mezcló con un recuerdo antiguo: Diego y yo caminando juntos, riendo, soñando con un futuro que yo misma destruí.
Me detuve frente a un aparador lleno de piezas firmadas con un discreto “HERRERA”. Sentí un nudo en la garganta.
—¿Le gustan? —preguntó una empleada.
—Son… preciosas —respondí apenas.
La joven sonrió.
—El dueño es increíble. Apoya a artesanos jóvenes. Da becas. Recupera técnicas antiguas. Dicen que es un visionario.
Asentí, tragando la emoción.
—Sí… siempre lo fue.
Seguí caminando hasta llegar a la plaza. Me senté en una banca bajo un árbol, mientras el viento movía las hojas y el sonido de la guitarra mariachi llenaba el aire.
Había querido creer que la vida me daría otra oportunidad. Que Diego aún tendría un rincón en su corazón para mí. Pero él había elegido avanzar, construir, soñar sin mirar atrás. Y tenía todo el derecho.
Yo, en cambio, me había quedado atrapada entre mis errores y mi miedo.
Recordé sus últimas palabras:
“Te deseo lo mejor, pero no volveré atrás.”
Eran justas. Eran sanas. Eran necesarias. Pero dolían como un corte profundo que no sangra por fuera, solo por dentro.
Quizá ese era mi castigo.
O quizá solo era la consecuencia lógica de mis decisiones.
Me quedé allí un largo rato, observando la plaza, las luces, los turistas, los colores. Todo seguía igual que años atrás, pero yo ya no era la misma. Ni Diego tampoco.
Cinco años antes, había permitido que el miedo guiara mis palabras. Había elegido la comodidad antes que el amor. Y ahora, cinco años después, debía aceptar la realidad más dolorosa:
El amor que traicionas… raras veces vuelve.
Me levanté y caminé despacio hacia la avenida. El sonido del mariachi seguía a lo lejos, como un eco del pasado. Cerré los ojos un instante y dejé que el viento se llevara mis lágrimas silenciosas.
No había final feliz.
No había reconciliación.
Solo aprendizaje.
Y una certeza que me acompañaría siempre:
Había perdido al hombre más noble que había conocido.
Y esta vez, no podía culpar a nadie más.
Porque a veces, el destino no castiga.
Simplemente te devuelve lo que sembraste.
Y yo, finalmente, entendí.
‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.
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