Capítulo 1
Kike avanzaba por el sendero rocoso entre pinos altos que se mecían con el viento helado de la montaña. Era su primera expedición en solitario por aquella sierra del centro de México, un reto que había decidido asumir por pura voluntad de encontrarse a sí mismo, lejos del ruido de la ciudad, lejos de los recuerdos que lo ataban. Al atardecer, la luz bajó rápido, tiñendo las rocas de un tono rojizo y proyectando sombras largas. Una tormenta estaba al acecho.
Cuando la lluvia comenzó a caer, Kike divisó una estructura medio oculta entre los árboles: una casona de adobe y madera, aparentemente abandonada, con las ventanas rotas y la puerta entreabierta. No había rastro de vida, ningún humo saliendo de la chimenea. Pero la tormenta lo obligaba a detenerse. Buscó un lugar donde cubrirse, y no vio otra opción más que aquella casa solitaria. Con cierta aprensión empujó la puerta: chirrió en el quiebre de la madera. Entró y cortó la tormenta.
El interior estaba oscuro; la humedad se sentía en el aire. Encendió su linterna y vio polvo cubriendo todo: viejos muebles, hojas secas que se amontonaban en las esquinas, telarañas descolgadas. En el centro de la sala, un viejo tablero de madera sostenía restos de lo que habían sido fotografías, papeles amarillentos por el tiempo. Decidió explorar para encontrar un lugar donde bailar la noche sin mojarse.
Al fondo, una puerta pequeña que llevaba a lo que parecía ser un dormitorio. Kike entró y encontró una vieja cómoda de cajones; abrió el primero: vacío. El segundo: también. Al abrir el tercer cajón, su linterna iluminó algo que parecía fuera de lugar: una fotografía enmarcada, cubierta por polvo. La limpió con la manga de su chaqueta. En la imagen había un niño, tal vez de ocho o nueve años: cabello negro, ojos oscuros, la expresión seria. Lo que detuvo el corazón de Kike fue el parecido con su padre: esa misma mirada, ese mismo gesto. La fotografía estaba marcada con tinta en la parte trasera: «Mi hijo querido —Papá». Un nombre tachado se leía apenas.
El tiempo pareció detenerse. Kike salió con la fotografía en la mano al hall, donde el silencio se sentía más denso. Fue cuando apareció un hombre mayor, alto, delgado, con el rostro curtido por el sol y el tiempo, sus barbas canosas recortadas, los ojos llenos de historias. No lo había oído entrar. Kike masculló una excusa, y el viejo alzó la vista con satisfacción cansada.
—Buenas noches —dijo el hombre con voz ronca—. Les doy la bienvenida, joven, aunque no espere compañía.
—Lo siento… no quería molestar. La tormenta me obligó a buscar refugio. —Kike sostuvo la fotografía frente al viejo sin saber exactamente por qué—. Encontré esto en su cajón.
El hombre se quedó inmóvil, sus arrugas profundizándose al ver la foto. Los segundos parecieron minutos. Al fin, su voz salió, ronca, cargada de emoción contenida:
—Esa es la fotografía de mi hijo… perdido hace muchos años —susurró el viejo—. Y ese niño… puede ser él, puede ser.
Kike sintió un escalofrío: no sólo por la tormenta que golpeaba los muros, sino por la revelación que abría un agujero en su mundo.
El viejo lo invitó a sentarse junto a la chimenea (aunque sin fuego), y comenzó a contar su historia: hacía décadas, su hijo había desaparecido en aquellos bosques, explorando la montaña como él ahora. Nadie lo volvió a ver. La policía dejó de buscar, la familia cayó en el olvido, y el viejo había vivido con el peso del dolor desde entonces.
Kike miraba aquella escena desde dentro de sí mismo: miles de pensamientos chocaban. ¿Podía ser verdad que el niño de la fotografía fuese él… o al menos alguien con una conexión directa a su padre? ¿Qué implicaciones tendría eso?
Con el viejo al lado, Kike sacó su celular y marcó el número de su padre. Su pulso temblaba. Su padre contestó. Al otro lado de la línea, la voz firme y cálida de quien lo había criado, lo había guiado, lo había corregido. Kike explicó lo que había hallado. Su padre escuchó en un silencio doloroso; al fin, dijo:
—Envía la foto… Espera… Sí… es él. Ese era yo de niño. —La voz se quiebra un instante—. Papá… yo… no puedo creerlo.
Kike devolvió el teléfono al oído del viejo.
—Papá dice que esa es una foto mía de niño —dijo el viejo, al borde de las lágrimas—. Entonces… tú eres mi nieto.
Kike sintió el mundo girar más rápido: su padre, el hombre que lo había criado, era a su vez hijo de aquel viejo hombre que vivía en la montaña. Él era nieto de ese hombre. Era algo que cambió todo.
La tormenta se intensificó, los truenos retumbaban, las paredes se estremecían con cada relámpago. Kike miró hacia la ventana rota: el viento arrancaba ramas, el bosque parecía querer entrar. Pero dentro de ese refugio, había otro viento interior: el viento del pasado que se levantaba, de secretos enterrados por décadas, de identidades silenciadas.
Y entonces, mientras el viejo se levantaba para servirse un vaso de agua, Kike miró nuevamente la foto. La imagen del niño, con su padre… y ahora con él vinculado por sangre sin saberlo. Su mente colapsó en preguntas: ¿por qué su abuelo nunca buscó más? ¿Por qué su padre nunca habló de ese hombre? ¿Qué pasará cuando salga de esta montaña? ¿Cómo cambiará su vida?
En ese momento, un grito lejano retumbó por el bosque. Un grito humano, desesperado, que cortó el silencio como un cuchillo. Kike se puso de pie de golpe. El viejo se giró, pálido.
—Hay cosas que no se revelan tan fácilmente —dijo el viejo con voz grave—. Y algunas presencias antiguas vuelven por aquello que se olvida.
Kike tragó saliva. Afuera, justo bajo la ventana rota, una figura se recortó en la penumbra: un niño? O la sombra de un niño? Y la tormenta pareció alcanzar su clímax.
Kike dio un paso hacia la puerta. Su corazón latía como un tambor. Sabía que esa noche no sólo pedía descanso: pedía respuestas, y quizá un precio.
La puerta crujió. La figura desapareció. Pero Kike ya no podía dar marcha atrás.
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Capítulo 2
La tormenta seguía rugiendo, como si el cielo mismo quisiera purgar secretos antiguos. Kike se sentó frente al viejo, la fotografía aún en sus manos, mientras trataba de recomponer su respiración. La presencia que había visto afuera no desaparecía de su mente; cada relámpago le mostraba la silueta de ese niño, esa sombra que parecía moverse con vida propia entre los árboles.
—No… no puede ser —susurró Kike—. ¿Quién era ese niño que vi afuera?
El viejo negó con la cabeza, su expresión grave y sombría iluminada por los rayos.
—Esa montaña tiene memoria —dijo—. Guarda lo que el tiempo y la gente ha querido olvidar. Y a veces, los espíritus regresan… para recordarnos lo que perdimos.
Kike no sabía si creer en fantasmas, pero la sensación de familiaridad que le produjo aquella sombra era demasiado fuerte para ignorarla. Cada vez que los rayos iluminaban la ventana rota, sentía que los ojos del niño lo miraban directamente, penetrando su pecho. Había algo en esa mirada que le resultaba extrañamente propio, como si sus recuerdos infantiles se mezclaran con aquellos de alguien que nunca conoció.
El viejo se levantó y comenzó a caminar lentamente hacia la pequeña cocina improvisada. Tomó un viejo termo de metal y lo llenó de agua caliente.
—Tu padre y yo… —comenzó con voz temblorosa—. Mi hijo desapareció hace más de cuarenta años en esta misma sierra. Nadie supo más de él. Tu padre… él también sufrió, pero no podía hablar del pasado. Jamás. Hasta hoy.
Kike bajó la mirada, tratando de asimilar la magnitud de lo que escuchaba. Su corazón latía con fuerza, como si el tiempo hubiera decidido acelerarse dentro de la casa. Las piezas de su historia personal comenzaban a encajar de manera dolorosa: su padre, aquel hombre estricto y silencioso, era hijo de aquel anciano que ahora lo miraba con ojos llenos de lágrimas contenidas. Y él… él era nieto de un hombre que apenas conocía, pero que había vivido con la pérdida más grande imaginable.
—¿Por qué nunca nos buscaste? —preguntó Kike, la voz cargada de mezcla de rabia y curiosidad—. ¿Por qué dejaste que mi padre creciera sin ti?
El viejo suspiró profundamente. Sus manos temblaban mientras servía agua en un vaso que colocó frente a Kike.
—La vida me enseñó que el destino no siempre da segundas oportunidades —dijo—. Después de la desaparición de mi hijo, creí que él había muerto. He pasado décadas cargando esa culpa y mi soledad… hasta que hoy, quizá, el destino nos da un respiro.
Kike observó al anciano y sintió una mezcla de compasión y enojo. Todo en su interior gritaba, pidiendo respuestas, buscando un camino que le permitiera entender por qué la vida había sido tan cruel y, al mismo tiempo, tan caprichosa.
Un ruido interrumpió la conversación: un golpe seco en la puerta principal. Ambos se giraron. Kike sintió un escalofrío que le recorrió la columna vertebral.
—Debe ser la tormenta —dijo el viejo, aunque su tono no convencía—. La lluvia arrastra ramas y piedras.
Pero Kike sabía que no era eso. La presencia de afuera no se parecía a un simple golpe. Era intencionada, deliberada, como si alguien o algo quisiera ser visto, escuchado. No podía explicarlo, pero el corazón le decía que esa figura y la fotografía tenían un vínculo más profundo que la mera casualidad.
Decidió armarse de valor. Se acercó a la puerta, respiró hondo y abrió un poco la madera. Afuera, la tormenta golpeaba con fuerza, pero no había señales de ramas ni piedras. Lo que vio, sin embargo, lo dejó helado: el niño de la fotografía estaba ahí, parado bajo la lluvia, empapado pero firme, mirándolo con ojos que reflejaban algo más que inocencia: reflejaban historia, memoria y una urgencia silenciosa.
—¿Quién eres? —preguntó Kike, con la voz entrecortada.
El niño no respondió con palabras. Solo levantó un pequeño objeto: un medallón antiguo que Kike reconoció de inmediato. Era un colgante que su padre llevaba siempre, y que, según le había dicho, perteneció a su abuelo.
—Papá… —murmuró Kike, pero el niño desapareció antes de que pudiera reaccionar, como si la lluvia lo hubiera tragado.
El viejo se acercó y colocó su mano sobre el hombro de Kike.
—La montaña reclama lo que es suyo —dijo—. Todo está conectado: el pasado, la sangre, los secretos. Pero también… hay caminos para encontrar la verdad, si estás dispuesto a enfrentarla.
Kike, empapado y temblando, comprendió que su búsqueda apenas comenzaba. Lo que parecía un hallazgo casual en un cajón de madera ahora se transformaba en una cadena de misterios que lo conectaba con generaciones de su familia, con secretos enterrados y, quizá, con fuerzas que él no entendía del todo.
Sacó su celular y volvió a llamar a su padre. La voz al otro lado sonaba más urgente, casi desesperada.
—Kike… escucha. Hay cosas que debes saber sobre tu infancia… y sobre mí. Sobre tu abuelo. No es solo la foto… —la voz del hombre se quebró—. Es mucho más profundo.
El corazón de Kike palpitaba con fuerza. Sabía que la vida que conocía había cambiado para siempre. Y mientras la tormenta continuaba azotando la casa, algo dentro de él comprendió que la próxima jornada no solo sería un viaje físico por la montaña, sino un viaje hacia el corazón de su propia historia familiar, hacia secretos que podrían redefinirlo, y hacia la figura misteriosa que seguía apareciendo entre los árboles.
Cuando la lluvia comenzó a disminuir, Kike y el viejo se miraron en silencio. Afuera, la montaña parecía haberse calmado, pero la sensación de que algo estaba por revelarse persistía. La fotografía seguía en manos de Kike, pero la sombra del niño todavía habitaba sus pensamientos, recordándole que la verdad, por más dolorosa o sorprendente que fuera, siempre encuentra la manera de salir a la luz.
El viejo rompió el silencio:
—Mañana iremos al valle. Allí, encontrarás respuestas que esta montaña ha guardado durante décadas.
Kike asintió, con el corazón lleno de preguntas y la certeza de que nada volvería a ser igual. La noche se cerraba sobre ellos, pero la aventura hacia la verdad apenas comenzaba.
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Capítulo 3
El amanecer llegó con un cielo despejado, pero la montaña aún conservaba un aire húmedo y silencioso, como si guardara los secretos de la noche anterior. Kike se levantó temprano, con la fotografía aún en la mano, y observó al viejo preparar un pequeño morral con agua y pan.
—Hoy iremos al valle —dijo el anciano—. Allí todo cobrará sentido. Debes estar preparado para lo que vas a ver.
Kike asintió, con un nudo en la garganta. La idea de caminar por senderos que habían sido testigos de secretos familiares durante décadas lo llenaba de ansiedad y anticipación. Mientras descendían por la montaña, la vegetación se abría a un valle oculto, donde un pequeño poblado se levantaba entre campos de maíz y cactus. Las casas eran de adobe y madera, con techos rojos y flores que resistían al sol. Un aire cálido y tranquilo contrastaba con la tormenta emocional que Kike llevaba dentro.
—Aquí es —dijo el viejo—. Este pueblo fue testigo de muchas cosas. Aquí encontrarás personas que me conocen desde hace años… y que también conocieron a mi hijo.
Entraron a la plaza central. Un grupo de hombres y mujeres se acercó con curiosidad, algunos saludando con respeto al anciano. Kike se dio cuenta de que los miraban de manera diferente, como si intuyeran que había llegado alguien importante. Entre ellos, un hombre mayor con barba canosa y ojos profundos se acercó lentamente, y al ver la fotografía en manos de Kike, palideció.
—Ese… —dijo con voz entrecortada—… ese niño… es tu padre. Lo recuerdo. Era un niño inquieto, lleno de vida. Pero desapareció un día en la montaña y nunca regresó.
Kike sintió cómo su corazón se aceleraba. Todo encajaba, cada relato, cada gesto, cada silencio que su padre había guardado. Ahora entendía que su familia había sido separada por el destino y las circunstancias, pero también que esa separación no era definitiva.
El anciano lo guió hacia una casa en la ladera del valle. Era pequeña, pero acogedora, con paredes blancas y un jardín lleno de flores amarillas. En la puerta estaba su padre, esperándolo, con los ojos llenos de lágrimas.
—Kike… —dijo su padre, extendiendo los brazos—. No puedo creer que estés aquí… que hayamos llegado a este momento.
Kike corrió hacia él, abrazándolo con fuerza. La emoción los envolvió a ambos, y durante un instante, el tiempo pareció detenerse.
—Papá… todo esto… —Kike levantó la fotografía—. Encontré a mi abuelo, descubrí secretos que nunca imaginé… y ahora… —su voz temblaba—. Ahora estoy aquí contigo.
Su padre lo miró con ternura y comprensión.
—Tu abuelo nunca dejó de buscarnos en su corazón —dijo—. Nunca nos olvidó, aunque la vida nos obligara a separarnos. Hoy, finalmente, todo encaja.
El anciano que había guiado a Kike por la montaña apareció a su lado.
—Este valle guarda memorias —dijo—, y hoy la memoria nos ha reunido. El pasado ya no es un misterio; es nuestra historia, y ahora podemos vivirla juntos.
Kike miró alrededor, observando cómo la comunidad los recibía con respeto y cariño. La tormenta había quedado atrás, y el sol iluminaba el valle con una luz cálida y dorada. Todo parecía en paz, pero Kike sabía que esa paz era fruto de años de espera, de secretos revelados y de vidas conectadas por la sangre y el destino.
Se sentó junto a su abuelo y su padre, mientras el viejo relataba historias de su infancia, de su hijo perdido y de cómo el destino los había llevado nuevamente a encontrarse. Kike escuchaba atentamente, sintiendo cada palabra como un puente entre el pasado y el presente.
Finalmente, el niño de la fotografía apareció entre los arbustos del jardín. Esta vez no era una sombra ni un recuerdo: era un niño real, tímido, con ojos que reflejaban la misma curiosidad y ternura que su abuelo había tenido. Kike se acercó lentamente, extendiendo la mano.
—Hola —dijo suavemente—. Creo que… nos conocemos de alguna manera.
El niño sonrió tímidamente, y Kike sintió que algo profundo se cerraba en su interior: el círculo de la familia, la historia olvidada, los secretos guardados por décadas. Todo había encontrado su lugar.
Esa noche, el valle se iluminó con faroles y risas. La familia, finalmente reunida, compartió historias, abrazos y lágrimas. La tormenta había pasado, y con ella, los fantasmas del pasado. Lo que quedó fue la certeza de que, aunque la vida separara caminos, el destino siempre encuentra la manera de unirlos nuevamente.
Kike comprendió que aquel viaje a la montaña no había sido solo una expedición personal: había sido un viaje hacia sus raíces, hacia su historia y hacia el amor que nunca muere entre generaciones. El valle, testigo de secretos y reencuentros, ahora brillaba como un lugar donde la memoria, la familia y la esperanza se encontraban.
Y mientras las estrellas se reflejaban en los campos, Kike, su padre y su abuelo contemplaron juntos el cielo, sabiendo que cada paso, cada elección y cada misterio revelado los había llevado hasta ese momento: un instante perfecto de paz, comprensión y unión familiar.
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