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Al entrar a una mansión para hacer una entrega, el repartidor quedó en shock al ver un retrato fúnebre idéntico a su esposa. Un secreto oscuro comenzó a revelarse, dejándolo frente a una verdad que nunca imaginó…

**CAPÍTULO 1

UN RETRATO QUE NO DEBERÍA EXISTIR**


El sol de Guadalajara caía sin piedad aquella tarde. El asfalto parecía derretirse bajo las llantas de la vieja camioneta blanca de Miguel López, un repartidor de cuarenta años con la espalda cansada y la mente siempre puesta en llegar temprano a casa.

—Uno más y me voy —murmuró, mirando la dirección en el papel—. Residencia Montoya…

Levantó las cejas. Ese nombre no era común. Las familias Montoya eran conocidas en la ciudad: dinero antiguo, silencio elegante, muros altos y puertas cerradas. No solían recibir paquetes de empresas comunes.

Miguel respiró hondo y tocó el timbre del portón de hierro. Tardaron en abrir. Un hombre mayor, impecablemente vestido, lo observó con atención excesiva.

—¿Entrega? —preguntó el anciano.

—Sí, señor. Para la familia Montoya.

El hombre asintió y lo dejó pasar. El interior de la casa estaba fresco, silencioso, con un olor leve a flores secas e incienso. Miguel avanzó unos pasos… y entonces lo vio.

Un altar.

Veladoras blancas, flores de cempasúchil, pan tradicional… y, al centro, un retrato enmarcado.

Miguel sintió que el aire se le iba de los pulmones.

La mujer del retrato era Lucía.

No alguien parecida. No una coincidencia lejana.
Era ella.
La misma mirada serena. La misma forma de los labios. Incluso el pequeño lunar junto a la boca.

Miguel dio un paso atrás.

—Esto… —su voz salió rota—. ¿Quién es ella?

El anciano lo miró largo rato. Demasiado.

—¿Usted… es familia? —preguntó con cautela.

—No —respondió Miguel, tragando saliva—. Pero mi esposa… se llama igual.

El silencio se volvió pesado. El hombre bajó la mirada.

—Espere aquí —dijo finalmente.

Miguel no pudo dejar de mirar el retrato. Su corazón golpeaba con fuerza. Pensó en Lucía sirviendo café en la cocina esa mañana, despidiéndose con una sonrisa cansada. Pensó en sus manos, en su voz tranquila.

Esto no puede ser real, se repetía.

El anciano regresó.

—La señorita del retrato es Lucía Montoya —dijo con voz baja—. La hija del dueño de esta casa. Desapareció hace quince años.

Miguel sintió un frío recorrerle la espalda.

—¿Desapareció?

—La familia dijo que había muerto. Nunca se habló más del tema.

Miguel salió de la residencia con el paquete firmado y las manos temblando. El sol seguía ahí, la ciudad seguía viva, pero algo dentro de él se había quebrado.

Esa noche, al llegar a casa, miró a su esposa como si la viera por primera vez.

—Lucía… —dijo con cuidado—. ¿Alguna vez has visto una foto tuya… que tú no recuerdes haber tomado?

Ella frunció el ceño.

—¿Por qué preguntas eso?

Miguel no respondió de inmediato. Solo la observó.
Y en su mente, el retrato seguía mirándolo de vuelta.

**CAPÍTULO 2
LO QUE SE CALLA NO DESAPARECE**


Lucía dejó la taza de café sobre la mesa. Sus manos temblaban levemente.

—Miguel —dijo—. Dime qué pasa.

Él respiró hondo y le contó todo. La casa. El altar. El retrato. Cada palabra parecía aumentar la distancia entre ambos.

Lucía no dijo nada al principio. Se levantó, caminó hasta la ventana y miró la calle en silencio.

—Sabía que algún día esto iba a alcanzarme —murmuró.

Miguel sintió un nudo en el pecho.

—¿Qué cosa?

Ella se giró. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No me llamo Lucía desde que nací —confesó—. Ese nombre… lo elegí cuando me fui.

Miguel se quedó sin palabras.

—Tenía diecinueve años —continuó ella—. Vivía en una casa grande. Muy grande. Con reglas para todo. Cómo sentarme. Cómo hablar. Con quién salir. A qué hora sonreír.

—¿Los Montoya? —preguntó él en voz baja.

Lucía asintió.

—Mi padre era un hombre respetado. Y frío. Nunca me pegó, nunca me gritó… pero me controlaba todo. Yo no era su hija. Era su imagen.

Miguel recordó el altar, la solemnidad del lugar.

—Una noche discutimos —dijo ella—. Le dije que no quería ese futuro. Que no quería ese matrimonio arreglado. Que quería irme. Él me dijo que sin su apellido yo no era nada.

Lucía cerró los ojos.

—Esa noche me fui. Sin despedirme. Sin mirar atrás.

—¿Y ellos…? —preguntó Miguel.

—Prefirieron decir que estaba muerta —respondió—. Para ellos era más fácil que aceptar que perdieron el control.

El silencio llenó la habitación.

—Nunca te lo conté —susurró Lucía— porque tenía miedo. Miedo de que un día me pidieran volver. Miedo de que tú me miraras distinto.

Miguel se acercó y tomó sus manos.

—Yo te conocí así —dijo—. Y así te amo.

Pero la calma duró poco.

Dos días después, un hombre elegante tocó la puerta. Se presentó como abogado de la familia Montoya.

—Solo queremos confirmar algo —dijo—. Y transmitir un mensaje.

Lucía no salió. Miguel habló con él.

—El señor Montoya está enfermo —explicó—. Muy enfermo. Quiere ver a su hija. Solo una vez.

Miguel cerró los ojos.

Esa noche, Lucía habló sin parar. De su infancia. De los silencios. De los cumpleaños solitarios.

—No quiero volver —dijo con firmeza—. No quiero que me vean como un error que regresó.

—Entonces no vuelvas —respondió Miguel—. Nadie puede obligarte.

Lucía lo abrazó con fuerza, como si el pasado estuviera tocando la puerta otra vez.

**CAPÍTULO 3
EL NOMBRE QUE UNO ELIGE**


El abogado regresó una semana después.

—Mi cliente falleció anoche —dijo con tono neutro—. La familia no insistirá más.

Lucía no lloró. Solo cerró los ojos.

—Entonces ya está —susurró.

La familia Montoya pidió una sola cosa: silencio. Nada de prensa. Nada de explicaciones. A cambio, no habría más contacto.

Miguel y Lucía aceptaron.

Meses después, dejaron Guadalajara. Se mudaron a una ciudad más pequeña, cerca del mar. Miguel consiguió trabajo repartiendo mercancía local. Lucía volvió a vender en el mercado.

Una vida sencilla.

Una noche, sentados frente al mar, Miguel le preguntó:

—¿Te arrepientes?

Lucía negó con la cabeza.

—No —dijo—. Porque aquí nadie espera que sea otra persona.

Miró el horizonte.

—Allá me dieron un nombre. Aquí lo elegí.

Miguel sonrió. La tomó de la mano.

—Entonces quédate con él —dijo—. Para siempre.

Lucía apoyó la cabeza en su hombro.

Algunas personas no mueren.
Solo desaparecen de una vida… para poder vivir otra.

Y esa noche, bajo el cielo mexicano, Lucía supo que por fin estaba en casa.

‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.

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