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Después de enterrar a su padre, el hijo menor escuchó un susurro del sepulturero: —El ataúd está demasiado ligero. Esa misma noche regresó al panteón y descubrió que la tumba estaba vacía, lo que destapó un plan de muerte fingida para manipular una fortuna gigantesca…

CAPÍTULO 1 – EL ATAÚD DEMASIADO LIGERO


El ataúd descendía lentamente mientras el sol del sur de Oaxaca caía a plomo sobre el panteón de San Jacinto. El calor hacía arder la piel y el aire olía a tierra seca, a incienso viejo y a flores de cempasúchil recién cortadas. Luis Cruz tenía la sensación de que el mundo se había detenido justo en ese instante.

—Descansa en paz, papá… —murmuró, sin estar seguro de creer sus propias palabras.

A su lado, Alejandro permanecía rígido, con los brazos cruzados, observando la escena como quien asiste a un trámite necesario. Mateo, en cambio, no dejaba de mirar alrededor, inquieto, como si temiera que alguien llegara tarde… o demasiado temprano.

El sacerdote terminó la oración. Dos hombres comenzaron a cubrir el ataúd con paladas de tierra. Fue entonces cuando Luis escuchó la voz.

—Está… demasiado ligero.

Era un susurro, apenas un soplo, salido de la boca del sepulturero más viejo del pueblo. El hombre tenía las manos temblorosas y evitaba mirar a nadie. Luis giró la cabeza de inmediato.

—¿Qué dijo? —preguntó.

El sepulturero negó con la cabeza y siguió trabajando, como si no hubiera pronunciado palabra alguna. Alejandro lanzó una mirada seca a Luis.

—Ya estás sensible, hermano. Es normal —dijo, con tono cortante.

Pero Luis no estaba convencido. Su corazón latía con fuerza, y una frase empezó a repetirse en su mente como un eco molesto.

Demasiado ligero.

Esa noche, San Jacinto celebraba la vida como siempre lo hacía frente a la muerte. En las casas se encendían veladoras, las familias preparaban pan de muerto y el pueblo se llenaba de murmullos, risas suaves y recuerdos compartidos.

Luis no pudo dormir.

Se sentó en la cama, sudando, recordando la última conversación con su padre. Don Esteban lo había tomado del brazo con una fuerza inesperada.

—Escúchame bien, hijo —le había dicho—. A veces, para proteger a la familia… uno tiene que morir antes de morir de verdad.

—Papá, no diga eso —respondió Luis, nervioso—. Va a estar bien.

Don Esteban solo sonrió.

Ahora, esa sonrisa volvía a su memoria con un significado distinto.

Cerca de la medianoche, Luis tomó una linterna y salió de la casa. El panteón estaba silencioso, iluminado apenas por la luna. Las sombras de las cruces parecían alargarse como dedos acusadores.

Frente a la tumba recién cerrada, Luis dudó.

—Estoy loco… —susurró.

Pero empezó a cavar.

El sudor le corría por la frente cuando finalmente logró abrir el ataúd. Alumbró hacia adentro… y el aire se le escapó del pecho.

No había cuerpo.

Solo sacos de arena… y el traje de su padre cuidadosamente doblado.

Luis cayó de rodillas.

—No… no puede ser…

Su padre no estaba muerto.

Y en ese instante, Luis entendió algo más aterrador aún: si Don Esteban había fingido su muerte, era porque temía a alguien.

Y ese alguien, probablemente, llevaba su mismo apellido.

CAPÍTULO 2 – LA HERENCIA DE LOS VIVOS


Los días siguientes fueron una tormenta silenciosa. Alejandro y Mateo se reunían con abogados, notarios y personas que Luis prefería no conocer. Hablaban de terrenos, cuentas, escrituras… como si Don Esteban hubiera sido solo un obstáculo ya superado.

—Esto se va a dividir rápido —decía Mateo, sonriendo—. Papá dejó todo listo.

Luis los observaba en silencio.

Por las noches, revisaba documentos antiguos, notas escondidas, recibos. Encontró transferencias hechas semanas antes de la supuesta muerte. Empresas fantasma. Tierras a nombre de terceros. Todo apuntaba a un plan meticuloso.

Una tarde, decidió enfrentar a Alejandro.

—¿Nunca te pareció raro lo rápido que pasó todo? —preguntó.

Alejandro lo miró fijamente.

—¿Qué insinúas?

—Papá no era tonto. Sabía que ustedes lo estaban presionando.

El rostro de Alejandro se endureció.

—Ten cuidado, Luis. No sabes con quién te metes.

Esa noche, alguien tocó la puerta de la casa de Luis. Era el viejo sepulturero.

—Su papá me pagó para que no hiciera preguntas —confesó—. Me dijo que si alguien volvía al panteón… era porque merecía saber la verdad.

Luis sintió un nudo en la garganta.

—¿Dónde está ahora?

El hombre negó despacio.

—Eso solo él lo decide.

Mientras tanto, Mateo perdía la paciencia. Sabía que algo no cuadraba. Bebía más, hablaba de más.

—Papá siempre prefirió al maestrocito —escupió una noche—. Pero esta vez, no va a salirse con la suya.

Luis comprendió entonces el verdadero peligro. Su padre había fingido la muerte para desenmascararlos… y él era el único que lo sabía.

La noche de Día de Muertos se acercaba.

Y con ella, el momento de la verdad.

CAPÍTULO 3 – EL REGRESO DE LOS MUERTOS


La hacienda vieja estaba iluminada con velas y flores. Alejandro y Mateo se reunieron ahí para firmar el acuerdo final. Luis llegó último, con expresión tranquila.

—¿Listo para recibir tu parte? —se burló Mateo.

Antes de que Luis respondiera, la luz se apagó.

Silencio.

Pasos.

Una voz grave rompió la oscuridad.

—¿Así reparten lo que no les pertenece?

Las velas se encendieron de nuevo.

Don Esteban estaba ahí.

Más delgado. Más viejo. Pero vivo.

—Esto… esto no es posible —balbuceó Alejandro.

Mateo dio un paso atrás, temblando.

—Hijos —continuó Don Esteban—. Fingí mi muerte porque sabía que, si seguía vivo, ustedes me iban a destruir… o algo peor.

La policía federal entró en ese momento. Todo estaba preparado.

Mateo fue detenido. Alejandro quedó sin herencia.

Luis miró a su padre por última vez.

Meses después, Don Esteban murió de verdad, en paz.

En Día de Muertos, Luis colocó dos fotos en el altar.

Una para el hombre que murió para proteger a su familia.

Y otra para el hombre que, al final, pudo descansar.

‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.

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