CAPÍTULO I – EL REGRESO ENTRE CAMPANAS
Las campanas de la iglesia de San Miguel Arcángel repicaban con una urgencia que parecía desgarrar el aire seco del altiplano. Alejandro Rivera bajó del automóvil negro sin sentir las piernas. El viaje desde Madrid había sido un túnel de pensamientos rotos, pero nada lo preparó para ver Hacienda La Cumbre envuelta en coronas de flores blancas y miradas vigilantes.
—Llegaste tarde —dijo Diego, su hermano mayor, sin acercarse a abrazarlo.
Alejandro sostuvo la mirada de Diego. Fría. Calculadora. No era la de un hijo en duelo, sino la de un hombre midiendo territorios.
—El vuelo fue lo más rápido que pude —respondió Alejandro, conteniendo la rabia—. ¿Dónde está mamá?
—Rezando con Isabela —intervino María, la esposa de su padre—. Tu padre habría querido verte sereno.
Aquella frase, pronunciada con dulzura forzada, le erizó la piel. María vestía de negro impecable; ni una arruga, ni un gesto fuera de lugar. Alejandro recordó vagamente que ella había sido secretaria personal de Don Esteban durante años, antes de convertirse en su esposa.
Dentro de la iglesia, el ataúd cerrado reposaba frente al altar. Alejandro sintió un nudo en la garganta. ¿Así termina todo? Don Esteban Rivera, el hombre que había dominado tierras, contratos y silencios, reducido a una caja pulida.
—Hijo… —susurró Isabela, abrazándolo con cuidado—. Lo siento tanto.
Alejandro asintió sin palabras. Durante la oración, notó algo extraño: Diego no dejaba de observarlo; María apretaba un rosario con fuerza excesiva. Y entonces ocurrió.
Una mano temblorosa rozó la suya. Doña Rosa, la empleada más antigua de la casa, tenía los ojos húmedos y el rostro pálido.
—Perdóneme, joven —murmuró—. Guarde esto.
Un pequeño papel pasó a su bolsillo. La voz de la mujer apenas fue un hilo:
—No murió como dicen. Hay gente que quiere todo esto… rápido.
Alejandro sintió que el aire le faltaba.
Esa noche, en su antigua habitación, desdobló el papel con manos inseguras. La letra era torpe:
“No fue el corazón. No confíe en nadie.”
Se sentó en la cama. Las paredes, cubiertas de crucifijos y fotografías familiares, parecían observarlo. ¿Y si era verdad? Su padre había sido fuerte, meticuloso, desconfiado. Nunca habría dejado cabos sueltos.
Un ruido en el pasillo lo hizo levantarse. La luz del despacho de Don Esteban estaba encendida.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó Alejandro.
La luz se apagó.
CAPÍTULO II – LOS MUROS QUE ESCUCHAN
Alejandro no durmió. Caminó por la hacienda como un intruso en su propia sangre. Cada corredor parecía guardar secretos. Cerca de la cocina encontró a Doña Rosa.
—Necesito que me diga todo —dijo él en voz baja.
La mujer dudó, luego suspiró.
—Su padre empezó a desconfiar —confesó—. Cambió papeles, escondió cosas. Y días antes de… —calló— la señora María le dio unas pastillas nuevas. Decía que el doctor las recomendó.
—¿Vio la receta?
—No. Y eso nunca pasaba.
Alejandro sintió un frío interno. Subió al despacho de su padre. Durante horas revisó libros, cajones, recuerdos. Detrás de un cuadro de la Virgen de Guadalupe, encontró un compartimento oculto.
El corazón le latía con fuerza.
Dentro había documentos, grabaciones y una carta.
“Alejandro: si lees esto, fallé en protegerte. Diego y María no esperan. Confío en ti.”
Sus manos temblaron. Allí estaba un testamento distinto, fechado semanas antes. Y contratos con firmas conocidas.
—Así que lo encontraste —dijo una voz.
Alejandro se giró. Diego estaba en la puerta.
—No deberías estar aquí —continuó Diego—. Todo esto es demasiado para ti.
—¿Por qué, Diego? —preguntó Alejandro—. ¿Por qué tanta prisa?
Diego sonrió con amargura.
—Porque alguien tenía que tomar el control. Papá estaba débil.
—¿Débil o incómodo?
Un silencio pesado cayó entre ambos.
—No sabes nada —dijo Diego, acercándose—. Siempre fuiste el niño que se fue.
Alejandro respiró hondo.
—Sé suficiente.
Al día siguiente, el abogado de la familia reunió a todos. María lloraba discretamente. Diego hablaba de “responsabilidad”.
—Alejandro no puede heredar —afirmó Diego—. Estuvo ausente años.
Alejandro se levantó.
—Eso no es cierto —dijo con voz firme—. Mi padre dejó instrucciones claras.
Sacó el testamento. Luego, una grabación.
La voz de Diego llenó la sala, furiosa, confesando demasiado.
María gritó.
—¡Esto es una traición!
—No —respondió Alejandro—. Es la verdad.
Las autoridades llegaron poco después. Nadie habló.
CAPÍTULO III – LO QUE QUEDA TRAS LAS CENIZAS
La noticia sacudió San Luis Potosí. La familia Rivera dejó de ser intocable. Investigaciones, titulares, puertas cerradas.
Alejandro firmó documentos durante semanas. Vendió tierras. Donó otras. La hacienda dejó de ser símbolo de poder y se transformó en un espacio abierto a la memoria.
—Tu padre estaría orgulloso —dijo Doña Rosa el día de la despedida.
Alejandro miró el atardecer rojo sobre los cactus.
—Espero haber hecho lo correcto.
—A veces —respondió ella— lo correcto duele.
Frente al altar familiar, Alejandro habló en silencio.
No heredé tu fortuna, padre. Heredé tu verdad.
Cerró la puerta de La Cumbre por última vez.
Y caminó hacia un futuro sin sombras.
‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.
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