CAPÍTULO 1 – EL DÍA EN QUE JAVIER NO VOLVIÓ
El río no devolvía lo que se llevaba.
María López lo supo antes de que alguien se lo dijera. Lo sintió en el pecho, como una puntada seca, justo cuando vio la camioneta verde detenida junto a la orilla del Río Grijalva, con la puerta abierta y el motor apagado. El sol del mediodía caía sin piedad sobre San Isidro, y el aire olía a lodo, a pescado y a algo más… a despedida.
—No está —susurró María, bajando del auto de la policía—. Javier no está.
El agente evitó mirarla a los ojos.
—Señora López, vamos a investigar. Tal vez regresó caminando, tal vez—
—Él nunca dejaría la camioneta así —interrumpió ella, tocando el volante aún tibio—. Nunca.
Javier Morales tenía veintinueve años y una rutina sagrada: cada fin de semana tomaba su camioneta vieja, las cañas de pescar y una hielera vacía. “Dos días”, decía siempre. “El lunes desayuno contigo”. Y siempre volvía. Siempre.
Hasta ese domingo de 2008.
Esa mañana, María había despertado antes que él. Preparó café, calentó tortillas y dobló con cuidado la camisa que Javier usaría para ir al río. Cuando él salió del baño, se acercó por detrás y le acomodó el cuello.
—No tardes —le dijo—. Diego quiere que le enseñes a lanzar la caña.
Javier sonrió, cansado pero dulce.
—Cuando regrese. Te lo prometo.
La besó en la frente. Fue un beso rápido, casi distraído. María no sabía que ese gesto la acompañaría quince años.
Ahora, frente al río, el murmullo del agua parecía burlarse de su espera.
Los vecinos se acercaron. Don Ernesto, el pescador viejo, negó con la cabeza.
—Aquí el río es traicionero, muchacha. No perdona.
—¿Encontraron algo? —preguntó María, con la voz rota.
—Solo esto —dijo otro agente, levantando la caña rota—. Y huellas que llegan hasta el agua.
No hubo cuerpo. No hubo despedida. Solo rumores: que si los grupos ilegales que cruzaban la frontera, que si el río crecido, que si Javier vio algo que no debía ver.
—Tienes que aceptar la realidad —le dijo el padre Ignacio en la iglesia—. Dios sabe por qué hace las cosas.
María no respondió. Encendió una vela frente a la Virgen y rezó sin palabras.
Los meses pasaron. Luego los años. San Isidro siguió con sus fiestas, sus procesiones, sus mañanas de mercado. María cosía ropa ajena y remendaba su propia vida con silencios. Crió a Diego sola, explicándole que su padre era valiente, que el río se lo había llevado, pero que el amor no desaparecía.
Por las noches, María hablaba en voz baja.
—Si estás vivo, vuelve —decía al aire—. Si no… dame fuerzas.
El río nunca respondió.
Quince años después, cuando Diego anunció que había sido aceptado en la universidad de la Ciudad de México, María sintió orgullo y miedo. Decidió vender la casa. Era hora de cerrar ciclos.
Mientras vaciaba el garaje, levantó una tabla suelta del piso. Debajo, encontró una caja metálica oxidada.
Su corazón empezó a latir con fuerza.
—¿Qué escondiste aquí, Javier…? —susurró.
La abrió.
Y su mundo empezó a romperse.
CAPÍTULO 2 – LAS CARTAS QUE NO DEBIERON EXISTIR
Las manos de María temblaban mientras sacaba el contenido de la caja.
Un pasaporte. El nombre era Javier Morales. La foto era él. Pero los sellos decían otra cosa: entrada a Estados Unidos, 2009.
—Esto no es posible… —murmuró.
Luego, una fotografía. Javier, más delgado, abrazando a una mujer morena de mirada firme. A su lado, un niño pequeño. Tres años, tal vez.
María sintió que el aire se le iba.
—¿Quiénes son…? —preguntó al silencio.
Las cartas estaban atadas con una cinta descolorida. Reconoció la letra al instante.
María:
Si algún día lees esto, significa que no fui capaz de decírtelo en vida…
María dejó caer la carta. Se sentó en el suelo. El pasado regresó como un golpe.
Leyó. Una por una. Javier confesaba todo.
Que Lucía apareció en su vida durante esos “viajes de pesca”. Que el miedo lo paralizó cuando ella quedó embarazada. Que no supo elegir. Que decidió huir.
No tuve el valor de enfrentarte. Preferí que me lloraras a que me odiaras.
—Cobarde… —susurró María, con lágrimas cayendo sobre el papel—. Cobarde.
Javier explicaba cómo planeó su desaparición, cómo dejó la camioneta, cómo cruzó la frontera con ayuda de conocidos. Cómo empezó de nuevo en Texas. Cómo tuvo otro hijo. Otra casa. Otra vida.
Diego entró al garaje.
—¿Mamá? ¿Estás bien?
María levantó la vista. Su hijo ya no era un niño.
—Tu padre… —dijo, y la voz se le quebró—. Tu padre no murió.
Diego frunció el ceño.
—¿Qué dices?
Ella le mostró la foto.
—Nos dejó.
El silencio fue pesado.
—Entonces… ¿todo fue mentira? —preguntó Diego.
—No todo —respondió María—. El amor que sentí fue real. Pero él… no.
Esa noche, María no durmió. Pensó en buscarlo. En reclamarle. En gritarle quince años de dolor.
La última carta tenía una dirección en Texas.
Si algún día quieres respuestas… estaré aquí.
María dobló el papel.
—No —dijo en voz alta—. No voy a darte ese poder.
Por primera vez, entendió algo con claridad: no necesitaba enfrentarlo para sanar.
CAPÍTULO 3 – EL RÍO, EL FUEGO Y LA LUZ
El amanecer encontró a María junto al Río Grijalva.
Llevaba las cartas, la foto, los recuerdos. El agua seguía su curso, indiferente, como siempre.
—Aquí empezó todo —dijo—. Aquí termina.
Encendió un fósforo. El fuego consumió el papel lentamente. Las palabras de Javier se hicieron ceniza.
—No te perdono —susurró—. Pero tampoco te sigo esperando.
El viento llevó los restos al río.
Meses después, María abrió un pequeño taller de costura en la Ciudad de México. El ruido, la gente, la vida. Todo era distinto. Y estaba bien.
En el Día de los Muertos, colocó una vela sin nombre.
—No es para ti —dijo—. Es para mí.
Sonrió por primera vez sin culpa.
El río no devolvió a Javier.
Pero María, al fin, se había devuelto a sí misma.
‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.
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