Capítulo 1 – La mujer frente a la reja
La noche había caído sobre Guadalajara como un manto espeso, cargado de presagios. Desde lo alto de la colina, la Hacienda del Sol parecía un santuario intocable, rodeado de bugambilias rojas que ardían bajo la luz de los faroles. Alejandro Montoya observaba el portón de hierro forjado desde el balcón cuando un grito ahogado rompió el silencio.
—¿Escuchó eso, señor? —preguntó Don Rafael, el mayordomo, con el ceño fruncido.
Alejandro no respondió. Bajó las escaleras de mármol con el corazón acelerado. Al abrir el portón, la vio.
Una joven yacía inconsciente sobre las piedras calientes. Su vestido estaba cubierto de polvo, los labios pálidos, el cabello negro pegado al rostro por el sudor. En su muñeca brillaba tenuemente un brazalete de plata con una calavera grabada, símbolo del Día de los Muertos.
—Llama a un médico. Ahora —ordenó Alejandro sin dudar.
—Señor, podría ser una trampa —insistió Don Rafael—. No sabemos quién es.
Alejandro se agachó junto a ella. Al tocarle la muñeca, sintió un pulso débil pero firme.
—No la dejaremos aquí.
Esa decisión, tomada en segundos, sellaría su destino.
Horas después, la joven despertó en una habitación amplia, perfumada con azahar. Sus ojos castaños recorrieron el lugar con miedo.
—Tranquila —dijo Alejandro, sentado a cierta distancia—. Estás a salvo.
—¿Dónde… dónde estoy? —susurró ella.
—En mi casa. Te encontramos desmayada frente al portón.
La joven tragó saliva.
—Me llamo Lucía… Vengo de Oaxaca. Me robaron todo en la terminal. No tenía a dónde ir.
Sus palabras eran suaves, medidas. Sus manos temblaban lo justo para parecer frágiles. Alejandro sintió un nudo en el pecho, una emoción que no experimentaba desde la muerte de sus padres.
—Puedes quedarte hasta que te recuperes —dijo.
Al día siguiente, Lucía pidió trabajar como empleada para pagar su deuda.
—No quiero caridad —dijo, bajando la mirada—. Solo una oportunidad.
El abogado de la familia fue tajante.
—Alejandro, no sabes nada de ella. Esto es imprudente.
Pero Alejandro recordó la soledad de aquella casa inmensa, los pasillos vacíos, los silencios interminables.
—Se queda.
Esa noche, mientras Lucía cerraba los ojos en su nueva habitación, una leve sonrisa apareció en sus labios.
La puerta se había abierto.
Capítulo 2 – El veneno de la confianza
Lucía se adaptó a la Hacienda como si siempre hubiera pertenecido a ella. Caminaba en silencio, observando, aprendiendo. Sabía cuándo hablar y cuándo callar. Pronto, la casa volvió a tener vida.
—Nunca había probado un café así —dijo Alejandro una mañana.
—Mi abuela decía que el café debe prepararse con paciencia —respondió Lucía—. Si no, sale amargo… como la gente.
Alejandro rió. Hacía años que no reía así.
Por las noches, cenaban juntos. Lucía hablaba de Oaxaca, de las fiestas del pueblo, de los altares llenos de velas.
—Quiero abrir una pastelería algún día —confesó—. Algo pequeño. Nada lujoso.
Alejandro la escuchaba fascinado. Con ella, el pasado dolía menos.
Pero mientras el vínculo crecía, algo más se gestaba en las sombras.
Alejandro comenzó a notar irregularidades. Documentos fuera de lugar. Firmas que no recordaba haber hecho.
—Debe ser estrés —le dijo Lucía una noche, tocándole suavemente la mano—. Has cargado con demasiadas responsabilidades desde joven.
Su contacto era cálido. Su voz, tranquilizadora.
En el despacho, cuando nadie la veía, Lucía observaba los cuadros antiguos, los títulos de propiedad, la caja fuerte. Sacaba su teléfono, tomaba fotos rápidas, precisas.
En la ciudad, un grupo de hombres esperaba instrucciones.
—Va más lento de lo esperado —dijo uno.
—No —respondió Lucía con frialdad—. Está exactamente donde debe estar.
Mientras tanto, Alejandro sentía que perdía el control de su propio imperio.
—Algo no está bien —le confesó a ella—. A veces siento que esta casa me observa.
Lucía lo abrazó.
—No estás solo —susurró—. Nunca más.
Y Alejandro creyó cada palabra.
Capítulo 3 – Bajo las luces de los muertos
La noche del Día de los Muertos, Guadalajara brillaba entre velas y música. En la Hacienda, un altar recordaba a los Montoya.
Alejandro sostenía un sobre en las manos. El abogado había sido claro.
—Lucía no es quien dice ser.
Dentro, fotos. Documentos. Pruebas irrefutables.
Cuando ella entró al salón, lo supo de inmediato.
—¿Desde cuándo? —preguntó Alejandro, con voz quebrada.
Lucía suspiró. Ya no fingió.
—Desde antes de conocerte.
Confesó todo. El pasado. La ruina de su padre. El odio. El plan.
—Tu apellido destruyó mi familia —dijo—. Yo solo devolví el equilibrio.
—¿Y yo? —preguntó él—. ¿También fui parte del castigo?
Lucía dudó. Por primera vez.
—No… tú no estabas en el plan.
Golpes en la puerta. El grupo había llegado.
—Firma —le exigieron.
Lucía miró a Alejandro. Luego, tomó una decisión.
—¡Corran!
En el caos, ella se interpuso. La policía llegó minutos después.
Lucía fue arrestada.
Antes de llevársela, dejó caer algo en la mano de Alejandro: el brazalete de plata.
—No todo fue mentira —susurró.
Años después, Alejandro vivía frente al mar, lejos del lujo. Una mañana recibió un paquete sin remitente. Dentro, el brazalete.
Lo colgó junto a la ventana. Afuera, una bugambilia florecía.
Alejandro cerró los ojos.
En México, el amor y la culpa siempre caminan juntos.
‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.
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