Capítulo 1 – La lluvia de Oaxaca
El cielo sobre Oaxaca estaba encapotado, y la lluvia caía como una cortina gris que golpeaba las calles empedradas. Lidia, una anciana de cabello canoso y ojos brillantes, se movía con esfuerzo por su pequeña casa de adobe, recogiendo leña húmeda para encender el fogón. El olor a tierra mojada se mezclaba con el aroma del cacao que lentamente hervía en la olla de barro.
De repente, un movimiento en la calle llamó su atención. Entre los charcos, una figura tambaleante se apoyaba en una pared, cubierta por un sucio abrigo que apenas protegía su delgado cuerpo. Lidia reconoció al instante a una joven embarazada, temblando de frío y de miedo. Sin dudar, corrió hacia ella bajo la lluvia:
—¡Ven, hija! ¡Entra, entra! —exclamó, extendiendo los brazos—. Te mojarás toda.
La joven titubeó, sus ojos grandes y oscuros llenos de lágrimas. Lidia la tomó suavemente del brazo y la llevó al interior de su casa. Con movimientos cuidadosos, le quitó el abrigo empapado, le secó el cabello y le entregó una taza de cacao caliente.
—Me llamo Lidia —dijo con voz cálida—. ¿Y tú, cómo te llamas?
—M-Marisol… —balbuceó la joven, incapaz de hablar más mientras el calor del cacao y la ropa seca comenzaban a tranquilizarla.
Lidia la condujo a la única cama de la casa, improvisando mantas limpias. Esa noche, mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina, Lidia escuchó el relato de Marisol: su familia la había rechazado al enterarse de su embarazo, y no tenía a dónde ir.
—No sé qué voy a hacer… —susurró Marisol, abrazando su vientre—. Todo se ha derrumbado para mí.
—Aquí estás a salvo —respondió Lidia con firmeza—. No tienes que preocuparte por nada mientras yo pueda darte techo y alimento.
Los días siguientes transcurrieron entre pequeñas rutinas: Lidia cocinaba frijoles y tortillas, y Marisol aprendía a confiar en ella. A veces, mientras barrían la tierra mojada del patio, conversaban sobre la vida, sobre los recuerdos de infancia y sobre los sueños que parecían lejanos. La relación entre ambas creció como la de madre e hija.
—¿Alguna vez has tenido miedo de seguir adelante? —preguntó Marisol una tarde, mientras miraba las nubes cargadas de lluvia—. Porque yo… yo tengo tanto miedo de todo.
—Hija mía, el miedo siempre está —respondió Lidia—, pero lo que importa es que encuentres alguien que te sostenga mientras aprendes a caminar bajo la tormenta.
Esa noche, Lidia se quedó despierta escuchando los suaves suspiros de Marisol dormida, acariciando su cabello y sintiendo que algo muy importante estaba a punto de suceder.
Capítulo 2 – Santiago y la ausencia
Un rayo de sol atravesó la ventana de madera al amanecer. Marisol se despertó con contracciones. Lidia, con manos temblorosas pero decididas, ayudó a la joven a dar a luz en medio de la humilde habitación. El llanto de un bebé llenó el espacio y los corazones de ambas mujeres.
—Es un niño —dijo Lidia, emocionada—. Vamos a llamarlo Santiago.
Marisol lo tomó en brazos, y por primera vez desde que había llegado a la casa, una sonrisa genuina iluminó su rostro. Santiago era fuerte y sano, y su llanto parecía un pequeño cántico de esperanza. Lidia sintió un amor profundo que nunca había imaginado sentir de nuevo, y se convirtió en abuela y madre al mismo tiempo.
Los años pasaron, y Santiago creció bajo el cuidado de Lidia. Cada mañana corría por el patio, saludando a las gallinas y ayudando con la leña, mientras Marisol lo veía desde la ventana con ternura y cierta melancolía. La vida parecía encontrar su ritmo: risas, comidas compartidas y cuentos junto al fogón.
Pero un día, todo cambió. Marisol desapareció sin aviso, sin una nota, sin siquiera mirar atrás. Lidia la buscó por las calles de Oaxaca, preguntó en mercados y con vecinos, pero nadie sabía nada. Santiago tenía solo cinco años, y la tristeza de su madre ausente se mezcló con la preocupación de Lidia.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Santiago con voz temblorosa, aferrándose al delantal de Lidia.
—No lo sé, hijo… —respondió ella, con lágrimas que no quería mostrar—. Pero mientras estemos juntas, cuidaremos una de la otra.
Los días se hicieron semanas, las semanas meses. Lidia envejeció, y su cuerpo comenzó a quejarse del tiempo y la vida dura. La casa, que antes olía a pan recién hecho y cacao, estaba ahora más fría y vacía. Santiago creció con la duda de quién era su madre, y con preguntas que Lidia no siempre podía contestar sin quebrar su corazón.
—Abuela, ¿algún día volverá mamá? —preguntó él, con los ojos llenos de esperanza.
—Nunca se sabe… —respondió Lidia, abrazándolo fuerte—. Pero mientras viva, siempre habrá amor aquí, ¿sí?
La rutina se volvió silenciosa y melancólica. A veces, Lidia veía la sombra de Marisol reflejada en los charcos de lluvia y sentía un nudo en el pecho, mezclando recuerdos de cariño con la incertidumbre de la ausencia.
Capítulo 3 – El regreso de Marisol
Quince años después, Lidia estaba postrada en la cama. Sus manos temblorosas apenas podían sostener la taza de cacao que Santiago le llevaba cada mañana. La casa, deteriorada y pequeña, parecía reflejar la fragilidad de su vida. Santiago, ahora un joven de diecinueve años, se ocupaba de ella con dedicación, pero ambos sentían el vacío de quien había desaparecido tantos años atrás.
Una tarde, un golpe suave en la puerta interrumpió el silencio. Lidia, con dificultad, se incorporó. La puerta se abrió lentamente, y allí estaba Marisol. Ya no era la joven aterrada de quince años atrás; era una mujer segura, con los ojos llenos de determinación, y en las manos sostenía un sobre y una pequeña llave.
—¡Marisol! —exclamó Lidia, incapaz de contener las lágrimas—. ¡Hija mía, has vuelto!
—Sí, abuela… he vuelto —dijo Marisol, con voz firme—. Nunca dejé de pensar en ustedes. He hecho todo lo posible para regresar y… quiero que tengan algo que los cuide el resto de su vida.
Sacó del sobre documentos que demostraban la compra de una casa moderna, con todo lo necesario para vivir cómodamente. Entregó la llave a Lidia, quien la sostuvo con manos temblorosas.
—No sé qué decir… —murmuró Lidia, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas—. Esto es demasiado…
—Lo único que quiero es agradecerles —dijo Marisol, acercándose para abrazarla—. Me salvaron a mí y a Santiago. Ahora quiero devolverles todo lo que me dieron.
Santiago observaba la escena en silencio, con una mezcla de incredulidad y alegría. Finalmente, corrió hacia su madre y la abrazó fuertemente.
—¡Mamá! —gritó—. ¡Te extrañé tanto!
Marisol lo abrazó de vuelta, mientras Lidia lloraba de felicidad. Las lágrimas corrían por sus mejillas como la lluvia que una vez los unió, cincelando una sensación de paz y plenitud que ninguna tormenta podría destruir.
Esa noche, los tres se sentaron junto a la ventana, viendo la lluvia caer sobre las calles de Oaxaca. La ciudad, testigo de su dolor y su amor, parecía celebrar la reunión de quienes habían sobrevivido a los años de ausencia y sufrimiento. En ese instante, Lidia comprendió que la bondad y la generosidad siempre encuentran la manera de regresar, transformando el pasado en un futuro lleno de esperanza.
‼️‼️‼️Nota final para el lector: Esta historia es completamente híbrida y ficticia. Cualquier parecido con personas reales, hechos o instituciones es pura coincidencia y no debe interpretarse como un hecho periodístico.
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